Rabindranath Tagore
La luna nueva / El jardinero / Ofrenda lírica
Por
la noche los alambres del teléfono producían un sonido como si estuvieran
murmurando. No era el viento, según dijo Golowin, sino los cambios de
temperatura los que originaban este ruido.
Al
levantarse, Laura vio el campo verde con grupos de árboles. En el fondo, el
Jura, una línea de montes suaves, azulados. Le recordaron el Guadarrama. Había
muchos árboles en flor, gran silencio, cantaban los cucos
y los cuervos volaban por el aire.
De
la ventana se veían pasar con frecuencia los aviones. Los cuervos en el campo
seguían el arado del labrador, a comer los insectos que se descubrían al
remover la tierra.
A
pocos pasos jugueteaban las urracas.
Natalia
quiso que su alcoba estuviese cerca de la de su mamá, como llamaba a Laura, y
pidió que se le trasladara a un cuarto próximo. Las dos habitaciones daban a la
biblioteca. Esta era una sala cuadrada, baja de techo, con una gran ventana de
guillotina, llena de armarios con libros y una porción de estampas, cuadros,
arcas antiguas y un globo terráqueo de más de un metro de diámetro, publicado por
una casa editora de Berlín.
En
esta habitación se disfrutaba de una calma y de una tranquilidad
extraordinarias.
Natalia
era absorbente y atrevida. Entraba en el cuarto de Laura y la abrazaba y la
besaba. Después salía a la terraza seguida de Troll y se marchaba por el campo
cantando, y volvía al poco rato. Era turbulenta y muy difícil de vigilar. Era
verano y paseaban al anochecer y algunas veces a la luz de la luna por los
alrededores.
—En
junio cambió de canto —dijo. «Cu», cantó el cuco lacónicamente. Violet les
habló de los cucos—: No construyen nidos. Los toman prestados. Ponen los huevos
disimuladamente en los nidos de otros pájaros, entre los demás huevos. La madre
cuco escoge a la madre adoptiva con mucho cuidado y aprovecha para poner los
huevos cuando la madre adoptiva ha ido a por comida. Y luego esta, tal vez un
mosquitero musical, o un escribano, alimenta al polluelo extraño como si fuese
suyo, incluso cuando crece hasta hacerse mucho más grande que ella y cuando
apenas cabe ya en el nido, él la llama pidiendo comida y ella responde…
—¿Y
qué les pasa a los hijos verdaderos? —preguntó Hedda.
—Tal
vez se marchen antes —respondió vagamente Violet.
—Los
echa fuera del nido —dijo Dorothy—. Lo sabes muy bien. Me lo enseñó Barnet, el
guarda forestal. Echa los otros huevos fuera del nido, y se rompen contra el
suelo, y lo mismo hace con los polluelos. Empieza a dar vueltas y vueltas y los
empuja con los hombros hasta echarlos abajo. Los he visto en el suelo. Y a
pesar de todo los padres siguen alimentándolo. ¿Cómo es posible que no se den
cuenta de que no es su hijo?
—Es
sorprendente lo mucho que ignoran los padres —repuso Violet—. Es sorprendente
cuántos animales no conocen a sus verdaderos padres. Igual que el patito feo de
Hans Andersen, que en realidad era un cisne. La madre naturaleza quiere que el
polluelo de cuco sobreviva y vuele con los demás cucos a África. Y cuida de él.
—Pero
no cuida de los mosquiteros musicales —replicó Dorothy—. Si yo fuese el
mosquitero lo dejaría morir de hambre.
—No
—objetó Violet—. Harías lo que es natural, que consiste en dar de comer a quien
pide comida. No es tan fácil decidir quiénes son tus verdaderos hijos.
—¿Qué
quieres decir con eso? —preguntó Dorothy, sentándose.
—Nada
—respondió Violet desdiciéndose. Luego, casi sotto voce, le dijo a la seta
donde zurcía los calcetines—. ¿Quién es la verdadera madre de un niño? ¿La que
le da de comer, lo lava y llega a conocer todas sus manías, o la que lo deja en
un nido ajeno para que se las arregle como pueda…?
Dorothy
adivinó lo que pensaba Violet, igual que antes había adivinado lo que pensaba
Philip. No era la primera vez que Violet hablaba de aquel modo. Respondió,
recurriendo a la ayuda de la ciencia:
—Es
solo el instinto natural. El de los cucos y el de los mosquiteros.
—Es
la bondad que hay en el fondo de las cosas —objetó Violet. Apuñaló el calcetín
con una aguja.
—Hay
muchos que no son los verdaderos padres de sus hijos, y otros que ignoran
quiénes son sus verdaderos padres, se oye decir constantemente… —dijo Charles
en voz baja pero audible.
—No
deberías prestar crédito a esas habladurías —repuso Violet con fuerzas
renovadas—. Y la gente no debería decirlas.
—No
tengo la culpa de tener oídos —replicó Charles.
Hedda
cogió sus muñequitos del zapato.
—Estos
no tienen ni padre ni madre, solo un zapato. Son míos y yo cuidaré de ellos.
La
situación resultaba bastante incómoda. Tom se sumergió en su latín. Griselda le
propuso a Dorothy ir a dar un paseo por el bosque. Charles se ofreció a
acompañarlas, y Tom también.
«Cu»,
dijo el cuco en el bosque. «Cu-cú, cu-cú».
—Es
curioso —observó Dorothy— que, cuando llega el momento de volar a África, sepa
que es un cuco y vuele con los demás cucos. Quisiera saber qué es lo que cree
ser él. No puede verse a sí mismo.
A. S. Byatt
El libro de los niños
El libro de los niños transcurre durante el lento y destellante crepúsculo
victoriano, esa apasionante época que va desde el final del siglo XIX hasta la
primera guerra mundial. La protagonista de la novela es Olive Wellwood, una
famosa escritora de libros infantiles. Ella y su numerosa familia viven en una
casa de campo formando una especie de sociedad dedicada al culto del arte, la
literatura, la conversación y la política. Cuando el hijo mayor de Olive
sorprende a otro niño, de origen humilde, en una sala del Museo Victoria and
Albert de Londres, dibujando un famoso candelabro, la vida de esas familias
empezará a cambiar. El niño será adoptado por los Wellwood e ingresará así en
un mundo deslumbrante, lleno de inquietantes misterios y fulgurantes
deslumbramientos.
El 21 de noviembre de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes...