30 noviembre 2021

30 de noviembre

Es un escándalo que no te haya agradecido aún el barril anual de sidra, que siempre nos proporciona un placer excepcional.

LIBRERÍA ENCANTADA
163 Gissing Street, Brooklyn
30 de noviembre de 1918

Querido Andrew:

Es un escándalo que no te haya agradecido aún el barril anual de sidra, que siempre nos proporciona un placer excepcional. Este otoño me ha costado mucho poner en orden mis ideas, así que no he escrito ninguna carta. Como todo el mundo, no dejo de pensar en esta nueva y maravillosa paz que por fortuna ha regresado a nuestras vidas. Confío en que nuestros estadistas logren que sus decisiones redunden en beneficio de la humanidad. A veces creo que debería haber una conferencia de paz en la que participen sólo libreros, pues (te vas a reír) tengo la convicción de que la felicidad futura del mundo depende en no poca medida de los libreros y los bibliotecarios. Me pregunto cómo serán los libreros de Alemania.

He estado leyendo «La educación de Henry Adams» y ya me hubiera gustado que Adams viviera lo suficiente para darnos su opinión sobre esta guerra. Me temo en todo caso que se habría quedado estupefacto. Pensaba que éste no es un mundo «que las naturalezas sensibles y tímidas puedan mirar sin estremecerse.» ¿Qué habría dicho de estos cuatro años de horrores de los que hemos sido testigos con el corazón destrozado?

Oxalis brasiliensis

Oxalis brasiliensis

29 noviembre 2021

29 de noviembre

el atrio de la catedral de París fue el escenario de la ejecución del último gran maestre junto a otros 36 templarios

En 1309, desbordado por los acontecimientos y tras dos años de prisión, torturas e interrogatorios, un ya anciano maestro Jacques de Molay sucumbió a la presión de los oficiales del rey francés confesando que los templarios renegaban de la cruz de Jesucristo en las ceremonias de recepción de nuevos miembros. Esta declaración fue un extraordinario trofeo para Felipe IV que, a partir de entonces, ordenó enjuiciar a centenares de caballeros que fueron torturados y quemados en la hoguera acusados de herejía. El 12 de marzo de 1312 el Concilio de Vienne aprobó la disolución del Temple y, finalmente, el 18 de marzo de 1314, el atrio de la catedral de París fue el escenario de la ejecución del último gran maestre junto a otros 36 templarios. En sus últimos suspiros en la hoguera, Jacques de Molay lanzó una maldición sobre sus verdugos y esta no tardó en cumplirse: el 29 de noviembre de ese año pereció el rey de Francia Felipe IV el Hermoso a consecuencia de una caída de caballo, el traidor Esquin de Froylan murió apuñalado, el papa Clemente V falleció el 20 de abril de 1315 y el canciller real Guillermo de Nogaret, ejecutor de toda la trama, les siguió poco después. Coincidencia o no, Europa sufrió una cadena de calamidades enlazando malas cosechas, epidemias y hambrunas a lo largo del siglo XIV en lo que se ha conocido como la crisis bajomedieval. Desde entonces, bien por su trágico final o por las extrañas acusaciones de las que fueron víctimas, siempre ha rodeado a los templarios un halo de misterio que ha dado lugar a multitud de especulaciones y leyendas a menudo sin ningún tipo de fundamento.

David González Ruíz
Breve historia de las leyendas medievales

En esta obra se recopila la mejor selección de las leyendas medievales de las crónicas, los poemas y la tradición oral de toda Europa para relatarnos el verdadero trasfondo histórico de cada una de ellas. Así, permite conocer la historia real de aquellos hombres y mujeres que vivieron durante la Edad Media y cuyas hazañas extraordinarias los convirtieron en leyenda. Beowulf, el Cid, el rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, Gala Placidia, William Wallace, Carlomagno, Juana de Arco, Ataulfo, santa Eulalia, Daciano, el obispo Maeloc… son solo algunos de los personajes que lograron destacarse en un periodo inestable, donde los ideales, el honor y el amor movían ejércitos y sellaban destinos. Agrupando por temas precisos como héroes y villanos, reinas y doncellas, el amor y el honor, las grandes batallas, los lugares y objetos sagrados y las sociedades y las sectas secretas la obra permite conocer de cerca esa época oscura llena de sucesos tan enigmáticos como fantásticos, cuyas huellas han llegado hasta la actualidad.

Plectranthus amboinicus

Plectranthus amboinicus

28 noviembre 2021

28 de noviembre

El método americano del relevo de la guardia era asimismo característico de la joven nación. A las diez debía ser relevada la primera guardia, que se iba exactamente a esa hora, confiando en que al cabo de pocos minutos llegaría la nueva guardia. Encontré el puesto desierto, crucé la barrera e inmediatamente me interné en el pinar enmarañado que flanqueaba el camino a la derecha.

Como el único remedio contra la melancolía es la acción, resolví escaparme otra vez de mis enemigos. Antes de pudrirme en un campo de prisioneros —que era la suerte que me esperaba en cuanto el hospital fuera trasladado de York Town— prefería arrostrar toda clase de penurias y peligros en las selvas de América como hombre libre. Rumiando en mi mente este plan me presenté al día siguiente, 28 de noviembre, ante el jefe médico y renuncié a mi puesto en el Hospital General, haciéndole saber que me proponía ir a Winchester a reunirme con la tropa. Se me pagó el saldo de la paga que se me debía por mis servicios en el hospital, o sea cuarenta chelines, y entregué mi peluca y mis charreteras, vistiéndome con las ropas de un soldado que ese día había muerto a causa de una herida. Metí en mi mochila camisas, calcetines y otros artículos necesarios, así como también aproximadamente media libra de harina, un poco de carne seca y una botellita de ron; pero esto debía ser sólo una reserva para casos de emergencia. Luego reflexioné sobre la forma de burlar a los centinelas franceses y americanos que vigilaban las barreras en el camino que conducía al Norte. Sería una empresa difícil; pero comprobé que tanto la guardia francesa como la americana eran relevadas a las diez de la mañana, y llegué a la conclusión de que el momento más propicio para eludirlas sería durante el relevo, que distraería su atención.
Mi conclusión resultó acertada. Encontré a la guardia francesa, compuesta de hombres de Soissons que lucían magníficos adornos color de rosa, más atenta a la ceremonia y el despliegue del relevo de la guardia que a su misión primordial, o sea impedir la fuga de los prisioneros. Coloqué una manta alrededor de mi uniforme y me senté en la barrera, aparentando ser un inofensivo espectador. Mientras la primera guardia era inspeccionada por un oficial antes de su relevo, y la segunda era arengada por otro —habiéndose retirado ya el centinela de la primera y no estando apostado todavía el de la segunda—, bajé al otro lado de la barrera y me fui por el camino de Rappahannock.
El método americano del relevo de la guardia era asimismo característico de la joven nación. A las diez debía ser relevada la primera guardia, que se iba exactamente a esa hora, confiando en que al cabo de pocos minutos llegaría la nueva guardia. Encontré el puesto desierto, crucé la barrera e inmediatamente me interné en el pinar enmarañado que flanqueaba el camino a la derecha.

Robert Graves
Últimas aventuras del sargento Lamb

El díptico narrativo que forman Las aventuras del sargento Lamb y Últimas aventuras del sargento Lamb se ha convertido en el gran cicló novelesco sobre la guerra de Independencia de Estados Unidos.
Apoyándose en una ingente cantidad de crónicas de la época y de los textos del propio Lamb, Robert Graves, que al igual que éste sirvió en los Reales Fusileros Galeses, logró con esta obra ofrecer la más clara, ecuánime y emocionante explicación de cómo y por qué los americanos se separaron de la corona británica. Un fresco histórico de Norteamérica e Inglaterra a finales del siglo como sólo Graves podía escribirlo.
En esta segunda parte aparece el célebre relato de la batalla de Guildford (quizás el mayor desastre de esa guerra), considerado una de las mejores recreaciones literarias de una contienda bélica.

Plectranthus amboinicus

Plectranthus amboinicus

27 noviembre 2021

27 de noviembre

Los estudiantes

Los estudiantes
Edna Moreira Loor
ha sido asesinada
en Quito, el 25 de marzo
de 1966.
El 27 de noviembre
de 1871, en La Habana,
fueron fusilados ocho
estudiantes de Medicina.
El delta en el Guayaquil
y el río Cauto han retemblado
y, como un rayo de ira, oí
crepitar en el aire.
Edna Moreira Loor,
pequeño amazonas, cinta
escarlata del Tungurahua,
tus compañeros de Minas Gerais,
y de Lima, y de Madrid,
asidos de
las puntas de tu pañuelo
desgarrado, escriben
tu nombre en el aire,
al pie
de las tremendas letras
de Martí:
«… tiemblen de pavor todos los que en
aquel día ayudaron a matar».
En Saigón,
en las calles de Hue,
en la Piazza del Popolo,
nombran, señalan a los asesinos
y sus cómplices.
El cielo
de Madrid se raya de gritos
y las plazas de Barcelona
resuenan Libertad,
hermosa
palabra, pura realidad,
que dora, como el sol, la frente
de Edna Moreira Loor.
ME VOY al campo. Mañana
me voy al campo a quedarme
parado junto al molino;
y que no me escriba nadie.
Bastante tengo con ver
el agua y pasar la tarde
como la última página
de mi vida, sin que nadie
me vea mover las hojas,
y me olviden…
Junto al cauce,
tiembla la niebla y apenas
me acuerdo de mí y de nadie. Poesía e Historia [1960-1968]

Blas de Otero
Obra completa (1935 - 1977)
Edición de Sabina de la Cruz con la colaboración de Mario Hernández


Por primera vez se reúne la Obra completa (1935-1977) de Blas de Otero. Este volumen unitario, de verso y prosa, acoge todos los libros que el poeta publicó en vida con otro póstumo, Hojas de Madrid con La galerna, y otros dos que dejó inéditos: Poesía e Historia (verso) y Nuevas historias fingidas y verdaderas (prosa). Una sucinta, y también inédita, Historia (casi) de mi vida rinde cuentas de obra y biografía. Un complemento de poemas inéditos y dispersos desde su primera juventud redondea la visión de la poesía oteriana, minuciosamente dispuesta por Sabina de la Cruz, su máxima estudiosa, que ha compulsado manuscritos e impresos para clarificar la obra de uno de los grandes poetas españoles del siglo XX.

Planta camarón

planta camarón

26 noviembre 2021

26 de noviembre

¿Cómo ayudarme metiéndome tranquilamente en una habitación casi desnuda, sin decirme qué tengo que hacer, con mi única presencia por toda compañía?

26 de noviembre de 1975

Son las seis de la tarde. Estoy esperando los medicamentos de la noche para poder dormirme al fin y no pensar «conscientemente».

En este momento, pienso como hablo, como si las palabras se pronunciaran en voz baja en mi cabeza, como si se inscribieran en caracteres de imprenta justo tras mis ojos y chocaran contra las paredes de mi cráneo.

Tomo mi pluma para irlas comunicando a medida que brotan hacía el exterior, para que escapen al fin de mí misma con la ilusión de un contacto.

Estoy demasiado sola. ¿Cómo ayudarme metiéndome tranquilamente en una habitación casi desnuda, sin decirme qué tengo que hacer, con mi única presencia por toda compañía?

Durante los seis últimos meses me encerré voluntariamente en mí misma con una especie de desesperación complacida. Jugué con los engranajes de mi cerebro como se juega con una muela careada, y lanzaba mis ideas en voz alta contra las paredes de mi cuarto. No rebotaban allí, no volvía de ellas eco alguno. Yo lloraba en el vacío. Llamaba a Dios e intentaba creer en él, intentando también que el tiempo me calmara. Dialogaba con las fotos de mi padre e intentaba recuperarlo, todopoderoso, como en mi infancia.

«Villa des Pages»

Georges Simenon
Memorias íntimas

Un hombre: cuando Georges Simenon murió, en la madrugada del lunes 4 de septiembre de 1989 en su casa de Lausana, había cumplido ochenta y seis años y era ya un mito universal. El joven y prolífico inventor de historias que sesenta años antes creara al comisario Maigret, era para muchos de sus lectores una misma cosa que su personaje. Sin embargo, aunque Maigret era todo de Simenon, Simenon no era sólo Maigret.

Dos pasiones: erotismo y literatura. Ésas fueron las dos actividades a las que Simenon se entregó con el frenesí de un poseso. Marcado por el signo de la desmesura, escribió centenares de novelas, pero sus amantes se contaron por miles.

Un adiós: si la gravedad de una dolencia que amenazaba su vida señaló un paréntesis en sus excesos y dio lugar a la novela autobiográfica Pedigree, tres década después, cuando ya tenía setenta y ocho años, el suicidio de su hija le apartó de la ficción y le llevó a escribir a mano —y a tumba abierta— estas magníficas Memorias íntimas, la despedida de un hombre que vivió y creó desafiando siempre los límites de la mediocridad.

Paseo del Prado

Paseo del Prado

25 noviembre 2021

25 de noviembre

Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban.

Mientras Drogo y Simeoni estaban discutiendo así, un día empezó a nevar. «Aún no ha terminado el verano —fue el primer pensamiento de Drogo— y ya ha llegado el mal tiempo.» Le parecía, en efecto, que acababa de regresar de la ciudad, que aún no había tenido tiempo de organizarse como antes. Y, sin embargo, en el calendario estaba escrito 25 de noviembre; se habían consumido meses enteros.

Espesísima la nieve bajaba del cielo, depositándose en las terrazas y poniéndolas blancas. Al mirarla, Drogo sintió con más agudeza el ansia de costumbre, intentaba expulsarla en vano pensando en su joven edad, en los muchísimos años que le quedaban. El tiempo, inexplicablemente, había echado a correr cada vez más veloz, se tragaba los días uno tras otro. Bastaba con mirar alrededor y ya caía la noche, el sol giraba por abajo y reaparecía por el otro lado para iluminar el mundo lleno de nieve.

Los otros, sus compañeros, parecían no advertirlo. Hacían el servicio habitual sin entusiasmo, incluso se alegraban cuando en las órdenes del día aparecía el nombre de un mes nuevo, como si hubieran ganado algo. Menos tiempo que pasar en la Fortaleza Bastiani, calculaban. Tenían, pues, una meta, mediocre o gloriosa, con la que sabían contentarse.

El propio comandante Ortiz, que andaba ya por los cincuenta años, asistía apático a la fuga de las semanas y de los meses. Ahora había renunciado a sus grandes esperanzas y decía:

—Una decena de años más, y me llega el retiro.

Regresaría a su casa, en una vieja ciudad de provincias —explicaba—, donde vivían algunos parientes suyos. Drogo lo miraba con simpatía, sin lograr entenderlo. ¿Qué haría Ortiz allá abajo, entre los civiles, sin ninguna finalidad, solo?

—He sabido contentarme —decía el comandante, dándose cuenta de los pensamientos de Giovanni—. Año tras año he aprendido a desear cada vez menos. Si las cosas me salen bien, volveré a casa con el grado de coronel.

—¿Y después? —preguntaba Drogo.

—Después, nada más —dijo Ortiz con sonrisa resignada—. Después esperaré aún… satisfecho con el deber cumplido —concluyó burlonamente.

—Pero aquí, en la Fortaleza, en esos diez años, no cree que…

—¿Una guerra? ¿Piensa usted aún en una guerra? ¿No hemos tenido bastante?

En la llanura septentrional, en los límites de las nieblas perennes, ya no se veía nada sospechoso; incluso la luz nocturna se había apagado. Y Simeoni estaba satisfechísimo. Eso demostraba que él tenía razón: no se trataba de una aldea ni de un campamento de gitanos, sino sólo de obras, que la nieve había interrumpido.

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros

La fascinación que desde su aparición en 1940 ha despertado El desierto de los tártaros, la más célebre novela de Dino Buzzati, proviene del paisaje formal de la fábula que narra, no de su significación oculta. Con todo, la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que pende una amenaza aplazada e inconcreta, pero obsesivamente presente, se halla cargada de resonancias que la conectan con algunos de los más hondos problemas de la existencia: la seguridad como valor contrapuesto a la libertad, la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización, la frustración de las expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

24 noviembre 2021

24 de noviembre

UN DESTRUCTOR

(24 de noviembre de 1943). Un destructor es un tipo de embarcación muy atractivo, probablemente el más bonito de los barcos de guerra. Los barcos de guerra son, un poco, como ciudades de acero o como grandes fábricas de destrucción. Los barcos de transporte de fuerzas aéreas son como aeropuertos flotantes. Incluso los cruceros pueden ser considerados, sin más, como grandes conjuntos de máquinas, pero un destructor es ya todo un barco. Sus hermosas y limpias líneas, su velocidad y el sonido que produce al deslizarse, su porte de curiosa elegancia, todo en él tiene el viejo sentido de un barco.

Un destructor es un barco bastante pequeño y por lo tanto el capitán acaba por conocer personalmente a cada uno de los hombres que están bajo su mando. Sabe todo acerca de cada cual, su nombre de pila, cuántos hijos tiene, cuáles son sus problemas; y llega a solucionar algunos de ellos, incluso. Eso hace que en un destructor siempre reine una excelente camaradería entre todos los hombres. Es realmente muy conveniente que la tripulación disponga de un buen capitán.

La marcha de los barcos de guerra se detiene sólo por algún golpe mortal, y sólo puede recibirse un golpe de esos durante una guerra. Los cruceros suelen disfrutar períodos de relativa calma, pero todo destructor trabaja todo el tiempo. Son probablemente los barcos más atareados de una flota. Cada vez que hay una batalla, es a ellos a los que corresponde la misión de reconocimiento, además de ser los primeros en entrar en acción. Deben convoyar a los restantes barcos, además de apresurarse a intervenir en todas las batallas. Sus tripulaciones no son altaneras, como las de cualquier otro barco de guerra, ni excesivamente modestas, como las de los cruceros. La mayor parte de los hombres que trabajan en ellos son hombres de mar, hombres que, en tiempos ásperos, saben ser duros, honesta y violentamente duros.

Cualquier hombre que vaya en un destructor en tiempo de guerra, jamás se enoja, porque, por encima de cualquier otra consideración, todos son hombres de mar. Bajo la hélice del destructor, el agua burbujea como en el Niágara. A 35 nudos, el destructor se balancea al compás del mar, con la espuma salpicándole y es capaz de luchar, arrojar cargas de profundidad, bombardear y ejecutar infinidad de acciones. Cuantos hombres van en un destructor conocen, no sólo el trabajo encomendado a ellos, sino, además, cualquier otro que dentro del barco se vean obligados a hacer.

El destructor X es uno de estos barcos. Ha navegado muchos miles de millas desde que empezó la guerra. Ha sido bombardeado y torpedeado. Ha luchado y ha estado convoyando a otros barcos. Su capitán es un hombre joven, de cabello oscuro, y su oficial parece un estudiante. El barco está inmaculado. Sus motores están limpios y pintados, extraordinariamente brillantes.

El X es un barco nuevo, de hace unos quince meses. Ha bombardeado Casablanca, Gela y Salerno, y ha capturado algunas islas. A sus oficiales les gustaría ir en barcos mayores, porque eso da más categoría. Pero no hay un solo soldado que prefiera otro barco. El destructor X es casi un mito. En él se trabaja silenciosamente, nadie levanta nunca la voz. El capitán habla en voz baja, y lo mismo hacen todos los demás. Las órdenes se transmiten en voz baja, y son como ruegos. La disciplina ha sido interiorizada por toda la tripulación, y no sólo disciplina de ésa que procede del miedo al superior. El capitán sólo debe decir:

—Tantos hombres tienen hoy permiso para ir de compras. Sólo que uno regrese borracho todos serán arrestados.

Unos a otros se recomiendan la más austera de las disciplinas, con el objeto de que nadie comprometa la libertad general. Es muy sencillo. Y todos regresan a la hora justa y en perfecta disposición. En el X hay muy pocos casos de indisciplina.

Cuando se está en zona de combate, nadie descansa en el X. Los hombres duermen vestidos. Hay un irritante sonido que parece recordar constantemente: «Listos para entrar en acción», y que termina, sin más, con cualquier atisbo de sueño. Es como el sonido de un despertador, que produce una reacción instantánea: pasos presurosos por los pasillos, martilleo de pies subiendo las escalerillas… En cuando se oye la voz metálica, todos los cañones del X aparecen dispuestos, todo el material antiaéreo empieza a escudriñar el cielo, y lo mismo sucede con las ametralladoras de 5 pulgadas, con las que también se puede llevar a cabo defensa antiaérea.

Los hombres pueden llegar a sus puestos en menos de un minuto. Y ello, sin alborotos de ninguna clase y sin que unos a otros se atropellen. Los soldados ya lo han hecho así en multitud de ocasiones. Una vez todos en sus puestos de combate, una voz procedente del puente convierte al X en un dragón que lanza fuego por todos sus poros, capaz de arrojar toneladas de plomo en muy poco tiempo.

Una de las cosas más extraordinarias es observar los cañones con control remoto. Los apuntan y disparan desde el puente. Es como si la torreta y los cañones, de metal inanimado, cobraran vida. Y la torreta y los cañones se estremecen, se balancean y trepidan, tiemblan como pueden temblar las antenas de un insecto escuchando u oliendo su presa. De repente, quedan fijos y, al momento, hay como una bocanada de ruidos, y los proyectiles saltan hacia lo lejos. Las líneas marcadas por ellos llegan a parecer materiales. Pero, al final, con la explosión, desaparecen. Pero ya están otra vez temblando los cañones. Y lanzando nuevos proyectiles. Son como serpientes de cascabel listas para morder a su víctima, y parecen realmente estar vivos. Resulta aterrador.

John Steinbeck
Hubo una vez una guerra

Dividida en tres partes que se corresponden a los tres escenarios en los que Steinbeck trabajó como corresponsal de guerra (Inglaterra, norte de África e Italia), y precedidos de una introducción del autor escrita con la distancia del tiempo, esta obra recoge, tal como fueron escritos en su momento, los mejores artículos publicados en el New York Herald Tribune. Combina textos dedicados a personajes singulares que sólo surgen en una guerra, con otros dedicados a ciudades y batallas, pero siempre teniendo muy en primer plano la vivencia humana, las consecuencias de la guerra en el sentir de los hombres que la protagonizan o son sus víctimas. Y es además una reinvindicación de la tarea de reportero y del corresponsal de guerra.

«Si alguien ha olvidado lo que fue la guerra, Steinbeck le refrescará la memoria. Su estilo es inolvidable.»

Chicago Tribune

El nombre de John Steinbeck ha quedado asociado en la historia de la literatura a grandes novelas en las que puso de manifiesto una extraordinaria agudeza y sensibilidad para captar la esencia del comportamiento humano, y novelas como De ratones y hombres, Las uvas de la ira, La perla o Al este del Edén se han convertido ya en clásicos indiscutibles. Sin embargo, menos conocida es su faceta como reportero y articulista, que tanta importancia tuvo en la configuración de su estilo y que en Hubo una vez una guerra alcanza sus más altas cotas de brillantez.

Publicados originalmente en el New York Herald Tribune a lo largo de 1943, los textos reunidos por el propio autor en este libro nos ofrecen una impresionante imagen de la vida cotidiana en una Inglaterra sometida a demoledores bombardeos, en un norte de África dominado por la corrupción y en una Italia que las tropas nazis se resisten a abandonar, mientras la población civil intenta tímidamente recuperar la normalidad. Además de ofrecernos algunas claves del realismo de Steinbeck, no hay duda de que Hubo una vez una guerra constituye uno de los libros más veraces y sinceros que se han escrito nunca sobre la segunda guerra mundial.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

23 noviembre 2021

23 de noviembre

Habían imaginado esa incursión a las ruinas interiores de Villa Valeria como una aventura.

Era un mediodía claro de noviembre, muy frío, cuando en el armón de artillería llevaron a Cuelgamuros el cadáver del dictador. Aquellos jóvenes alegres y progresistas estaban encaramados en unas breñas, en los altos de Cercedilla, y entre ellos se pasaban la bota de vino y un largavistas. Al fondo del valle serpenteaba la carretera de La Coruña y en ella se podía ver ascendiendo la caravana de coches oficiales que transportaba a todas las jerarquías detrás del fiambre de Franco en medio de pequeños gentíos que se agolpaban en los arcenes de las urbanizaciones. En el jardín de Villa Valeria había una mesa llena de viandas y unas botellas de champán que ellos habían traído esa mañana para celebrar la muerte del tirano, pero en ese momento en el jardín no había nadie. El grupo de alegres progresistas se había acercado hasta un montículo de las cercanías que formaba una barbacana de la sierra para contemplar la comitiva fúnebre que a simple vista se veía discurrir allá abajo en el horizonte como un desfile de hormigas bajo un cielo de diamante en dirección a la tumba faraónica.

Entre las viandas y el champán, en la mesa del jardín desierto había estado sonando toda la mañana un transistor que narraba la ceremonia del entierro. La voz del cardenal Marcelo González, los responsos, las salvas que daba con una determinada cadencia el cañón a lo largo del funeral tenían una gran resonancia en todo el jardín aquella mañana clara del 23 de noviembre de 1975 y todos esos sonidos también llegaban hasta el interior de la casa derruida donde Alicia y Andrés se habían colado para explorarla por primera vez a escondidas. Habían trepado juntos por la pared de atrás y se habían introducido en el piso de arriba a través de un boquete del tejado que dejaba al descubierto las vigas del arquitrabe. Habían imaginado esa incursión a las ruinas interiores de Villa Valeria como una aventura. Los demás se habían ido a ver pasar el cortejo fúnebre por el fondo del valle. Los dos adolescentes estaban solos. Guiados por la luz cenital que atravesaba aquel espacio en ruinas bajaron cogidos de la mano por la escalera de madera hasta uno de los salones de la primera planta donde había un tresillo raído. Desde allí se oía la voz del cardenal de Toledo que elevaba un panegírico mortuorio a Franco en las exequias que se estaban celebrando en la plaza de Oriente. A veces sonaba música sacra y también el murmullo de las plegarias litúrgicas entre el discurso patético del locutor que iba describiendo las partes de la ceremonia. Los cañonazos no se escuchaban a través del transistor. Resonaban directamente en el cuenco del Guadarrama con varios ecos y el último de ellos entraba en Villa Valeria por el boquete del tejado. En este juego ambos adolescentes habían imaginado que en el interior de la mansión derruida encontrarían un tesoro.

Manuel Vicent
Jardín de Villa Valeria

El narrador cuenta en primera persona una historia de 20 años, desde su llegada a Madrid a principios de los sesenta hasta la subida de los socialistas al poder en 1982. Es la crónica de una fascinación, la juventud perdida, los cambios sociales, los nuevos amores, la frustración perdida… en definitiva, la melancolía del paso del tiempo en torno a una mansión derruida.

Chimonanthus praecox

chimonanthus praecox

22 noviembre 2021

22 de noviembre

Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?

Deirdre frunció el entrecejo.

—No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha.

—La Fiesta de la Cosecha… Eso sería… ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?

—A fines de septiembre.

Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más…

Dijo con ansia:

—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha… que no fue a la de Nochebuena?

—Completamente segura.

Fija la mirada, sin parpadear…

Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando…

Por fin dijo:

—No quiero molestarla más, mademoiselle.

Deirdre le acompañó hasta la puerta.

A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.

Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.

¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deirdre Henderson?

Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?

Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.

¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.

Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida… Pero, sí, creía recordar algo así… La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes… No se había fijado…

Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.

Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.

Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.

De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.

Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.

De todas formas, una cuestión le preocupaba.

¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso? Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.

Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.

Agatha Christie
La señora McGinty ha muerto
Hércules Poirot - 30

La señora McGinty aparece asesinada. James Bentley, su inquilino, es acusado del crimen y condenado a la horca, pero el superintendente Spence de Scotland Yard no cree que sea el verdadero culpable y, para demostrarlo, pide ayuda a Hércules Poirot. El detective belga conseguirá desentrañar una verdad que las pistas más superficiales habían ocultado.

Iberis semperflorens

iberis semperflorens

21 noviembre 2021

21 de noviembre

Daniel iba a desayunar en La Fragata con Mercedes, Sonia y Andrés, y en el momento de cruzar Corrientes, vio que los tres ya habían alcanzado uno de sus grandes objetivos: una mesa para cuatro, junto a la ventana.

El 21 de noviembre de 1975, Buenos Aires empezó siendo una mañana fría, soleada, menos húmeda que de costumbre. Como todos los viernes, las calles del centro eran desde temprano un nudo de gritos, bocinazos, apurones, grescas frente a las pizarras de noticias, diarieros que dosificaban su aullido profesional.

Daniel iba a desayunar en La Fragata con Mercedes, Sonia y Andrés, y en el momento de cruzar Corrientes, vio que los tres ya habían alcanzado uno de sus grandes objetivos: una mesa para cuatro, junto a la ventana.

—¿Y qué? —preguntó en un bostezo, mientras se quitaba la bufanda.

Lo recibieron con Clarín y La Opinión, desplegados entre los cafés y las medias lunas.

—¿Así que murió por fin?

—Viejo duro.

—Se ve que no pudo soportar la falta de su amiguete —dijo Andrés.

—¿Qué amiguete?

—¿Cuál va a ser? El Juan Domingo.

—Me ratifico en lo dicho. Viejo duro.

—Éstos siempre son duros. Adenauer, Churchill, Stalin, De Gaulle. Mala hierba.

—Tampoco vas a meter a todos en el mismo saco.

—Sí, en el saco de los durísimos.

—Tengo la impresión de que estás un poco monocorde —dijo Sonia.

—Monocorde y durísimo —completó Daniel, con otro bostezo.

—Mi viejo —dijo Mercedes— destapó anoche un vino de Rioja que tenía reservado para este acontecimiento.

—Flor de bouquet debía tener —dijo Daniel—. ¿Se imaginan? Con cuarenta años de antigüedad.

—¿Así que tu viejo es gaita? —preguntó Sonia a Mercedes.

—No exactamente. Es de Huelva.

—Dejate de matices. Aquí todos son gaitas.

—Gaita de veras era el difunto —dijo Andrés—. Lo dice el diario: nació en el Ferrol, 1892.

Daniel pidió su capuchino con tostadas y echó un vistazo al currículum.

—Que lo parió.

Todos lo miraron.

—¿Se puede saber —preguntó Andrés— a qué obedece ese agudo y sutil comentario matinal?

—A nada en particular. Y a todo. Por ejemplo: a cuánta gente fue liquidando. Aquí dice que firmó doscientas mil sentencias de muerte.

—Carajo y compañía. Adhiero al «que lo parió» del señor diputado.

—Aunque la nota sólo menciona a los conspicuos.

—¿Los qué?

—Los conspicuos.

—Si vos lo decís.

—No sean analfas —intervino Mercedes—. Conspicuos quiere decir los conocidos, los que sobresalen.

—A ver, vos, Sonia —sugirió Daniel—, mencioná tres conspicuos. Sin pensarlo mucho.

—Y bueno: Leonardo Favio, Astor Piazzolla… Y el Lole Reutemann.

—Como feminista sos un fiasco. Ni una donna en el trío, ¿no te da vergüenza?

—¿Y quién te dijo que yo era feminista? No faltaba más.

—A ver, Mercedes. Tres conspicuos.

—Cortázar, Ongaro y Eva Perón.

—¿Sos opa vos? Hablá más bajo, nena.

—Éste ya está con la persecuta.

—¿Y Andresito?

—¿Conspicuos nacionales o conspicuos internacionales?

—No hay caso. Vos siempre mostrás la hilacha de la penetración cultural. Nacionales ¿oíste?

—Ah, nacionales. ¿Cadáveres o vivientes?

—Mejor vivos y coleando. Y basta de prórrogas. Al grano.

—Yo diría, por ejemplo, Guillermo Vilas, que va primero en el Grand Prix…

—¡Oportunista!

—Y Jorge Luis Borges, candidato al Nobel…

—¡Oportunista!

—Y… Atahualpa Yupanqui.

—Te salvaste en los descuentos.

—Y vos, Daniel, que fuiste el introductor de los conspicuos…

—Fácil. Muy fácil. Norma Aleandro, Nacha Guevara y Mercedes Sosa.

—La imaginación al poder, o cóctel Pink Milk Punch. ¿Te acordaste de espolvorearlo con nuez moscada? Después de todo, fuiste el más feminista.

—No vale. Era en joda. Son tres conspicuas, claro, pero yo pregunto como test. La respuesta sólo es válida si es espontánea. Y la mía no fue espontánea.

—Así que joda ¿eh? Ya te habría dado joda el finado del Ferrol.

—Requiescat in pace.

—Oremus.

Mario Benedetti
Geografías

En Geografías, libro íntegramente redactado durante su exilio español, el autor reúne catorce cuentos y otros tantos poemas, agrupados en dúos afines, colocando cada uno de esos pares bajo el resguardo de un membrete geográfico. Pocas veces se ha conseguido como en este libro recrear con tanta ternura, con tanto sentido del humor y tanta penetración un universo cotidiano a menudo traspasado por las lanzadas del sufrimiento.

Flores de rúcula (crucíferas)

flores de rúcula (crucíferas)

20 noviembre 2021

20 de Noviembre

Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén.

COMO antes indiqué, no pude obtener licencia para salir de Madrid, porque la villa, viéndose pronto en gran aprieto, cayó en la cuenta de que necesitaba de toda su gente para defenderse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me lo impidió? ¿Quién torció el camino de mi resolución? ¿Quién había de ser, sino aquel que por entonces era el trastornador de todos los proyectos, el brazo izquierdo del destino, el que a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad? Sí: el baratero de Europa, el destronador de los Borbones y fabricante de reinos nuevos, el que tenía sofocada a Inglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a la Prusia, y amedrentada al Austria, y oprimida a la hermosa Italia, osó también poner la mano en mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejército.
Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de Noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte. A él se le importaba poco que los españoles llamasen tuerto a su hermano; y fijo en el número y fuerza de nuestros soldados, no atendía a lo demás. Una vez puesto el pie en tierra de España, no le agradó mucho que el mariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa, porque sabido es que no era de su gusto que se adquiriese gloria sin su presencia y consentimiento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctor que persiguiese a nuestro degraciado Blake, cuyas tropas se habían reforzado con las del marqués de la Romana, escapadas de Dinamarca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa de los Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdida por nosotros, por más que el Gran Capitán, con más celo que buen sentido, se empeñe en negarlo. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron en ella, y grandes apuros y privaciones pasaron todos, sin un pedazo de pan que llevar a la boca, ni una venda que poner en sus heridas.
Así sucumbió el ejército de la izquierda, cuyos restos salvándose por las fragosidades de Liébana, recalaron por tierra de Campos, para ser mandados por el marqués de la Romana. No fue más dichoso el ejército de Extremadura en Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres y Lasalle lo destrozaron también el mismo fatal día 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capital de Castilla el azote del mundo, publicando allí su traidor decreto de amnistía. Aún nos quedaba un ejército, el del Centro, que ocupaba la ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Castaños; pero nadie confiaba que allí fuéramos más afortunados, porque una vez abierta la puerta a las calamidades, estas habían de venir unas tras otras a toda prisa, como suele suceder siempre en el pícaro mundo. También nos preparaba el cielo en el Ebro otra gran desgracia; pero a mediados de Noviembre, cuando corrieron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa y de Gamonal, aún no se había dado la batalla de Tudela.
El pánico en Madrid era inmenso, y se creía segura la pronta presentación del corso en las inmediaciones de la capital. ¿Qué podía oponérsele? No quedaba más ejército que el del Centro, situado allá arriba a orillas del Ebro. ¿Quién detendría al invasor en su marcha terrible? La Junta se desesperaba y los madrileños creían acudir a remediar la gravedad de las circunstancias, entusiasmándose. ¡Ay! Después de mandar algunas tropas a los pasos de Somosierra y Navacerrada, ¿qué ejército de línea quedaba para defender a Madrid? Da pena el decirlo. Quinientos soldados.
Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor. ¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.
—Hola, Gabriel, ¿tú por aquí? —me dijo Pujitos en la puerta del Sol el día 20 de Noviembre—. Ya sabes que tenemos de regidor a nuestro amigo D. Juan de Mañara. Él es el encargado de la cartuchería. ¿Tienes fusil?
—Y bueno. ¿Pero todavía no se dice nada de fortificar a Madrid, ni se trata de abrir fosos y levantar parapetos y abrigos, ya que a esta villa y corte la hicieron sin murallas ni otra defensa alguna?
—Todo se va a hacer. Pero lo que más falta hace es la cartuchería y armas.
—¿Dónde hacen cartuchos?
—En varias partes. Allá junto al colegio de Niñas de la Paz hay más de sesenta personas trabajando en ello noche y día.
—Pero de nada nos sirven los cartuchos sin armas, Sr. de Pujitos —le dije—. Yo conozco muchísimos hombres valientes que no tienen sino chuzos, pedreñales y espadas llenas de orín.
—Eso será nonada, y si no nos hacen traición…
—¡Traición!
—Sí; aquí hay muchos traidores.
—Ahora como la gente anda tan exaltada, es común llamar traidores a los más mejores patriotas.
—Gabriel —dijo deteniéndose en medio de la calle y asomando por el embozo de su capa un dedo con el cual ciceronianamente acentuaba sus palabras—, cuando yo lo digo, sabido me lo tengo. ¿Te acuerdas de lo que se habló hace noches en casa del tío Mano? ¿Te acuerdas cómo se puso furioso el Sr. de Santorcaz contra los traidores? Pues hemos descubierto que ese Sr. de Santorcaz o D. Demonio, es espía del córcego. Velay por qué estaba tan enfoguetado.
—No es la primera vez que lo oigo.
—Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, y con el dinero que le dan paga gente alborotadora, que arme querellas entre la tropa. Como este hay muchos, y se dice que señores muy alcurniados están vendidos a los franceses. Pero, Gabriel, que se nos amostacen las narices, y veremos a dónde van a parar. Hay otros que aunque no son traidores, son melindrosos, y no quieren lo que llaman Constitución, la cual se va a poner ahora pa acabar con el espotismo. ¿Sabes tú lo que es el espotismo? Pues el espotismo es una cosa muy mala, muy mala. A bien que desde que acabamos con Godoy y los lairones que con él vivían, se acabaron todas las picardías, y ahora luego que demos fin a esto del córcego, los reinos de España se van a gobernar de otra manera, y estaremos tan bien, que no nos cambiaremos por los ángeles del cielo.
Y diciendo esto, dio media vuelta y marchose lejos de mí a toda prisa. No tardé yo en acudir pronto a la formación de mi compañía.
Ante las evidentes muestras de alarma que a todas horas se observaban en Madrid, mal podía el optimismo del Gran Capitán sostenerse en las ideales regiones donde le hemos visto cernerse, como el águila de la patria a quien ni el peligro ni el miedo pueden obligar a abatir su majestuoso vuelo. Ya no era posible negar la derrota de Espinosa, ni tampoco la de Gamonal, y sólo los locos podrían suponer a Napoleón dispuesto a detenerse en su victorioso camino. Muchos días resistiose el fuerte espíritu de mi amigo a la evidencia de tantos descalabros; por muchos días sostuvo que nuestras armas victoriosas echarían a los franceses con su malhadado emperador del otro lado del Bidasoa; por muchos días continuó atribuyendo a los papeles públicos la pérfida invención de aquellos absurdos acontecimientos que no cabían en su homérica cabeza; pero al fin la muchedumbre de las noticias malas, la agitación pública, el pánico de todos, la general zozobra, y el tumulto y laberinto de los preparativos de defensa rindieron golpe tras golpe el formidable castillo de su terquedad, dando en tierra con tantas ilusiones. El héroe no aparentó desmayar con esto, antes bien se reía tomando la cosa como una fiesta. Lleno de confianza en la capital, siempre negaba que Napoleón se atreviese a ponerse delante de los madrileños, y esta fue una tenacidad que le duró contra viento y marea hasta el 25 de Noviembre, en cuya noche al retirarse a su casa, preguntole doña Gregoria, como siempre, las noticias de la tarde.
—Nada, mujer —repuso frotándose las manos, y promulgando con desdeñosas sonrisas la categórica confianza que llenaba su espíritu—. Nada, mujer: emperadorcito tenemos.


Benito Pérez Galdós
Napoleón en Chamartín
Episodios nacionales: Serie I - 05


El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX.
En Napoleón en Chamartín, de nuevo es Madrid escenario de las aventuras de Gabriel de Araceli. Su asendereada existencia y su amor por Inés lo llevan a la capital de España, a la que se aproximan los ejércitos franceses. Asiste —y con él los lectores, gracias a la viveza descriptiva del novelista— a la entrada del Emperador en la Villa y Corte. Sin embargo, por encima del hecho histórico predomina en este episodio un escenario de tipos y aspectos de la realidad cotidiana madrileña —artesanos, frailes, hombres públicos—, de cuya pintura es Galdós el gran maestro. Quinto episodio de la primera serie de los Episodios Nacionales.

Flores de rúcula con avispa

Flores de rúcula con avispa

19 noviembre 2021

19 de noviembre

En ella he amado la imagen de la belleza del mundo, el misterio y la belleza de la propia vida, la belleza y el destino de la raza de la que soy hijo, las imágenes de pureza y compasión espiritual en las que creí de niño.

19 de noviembre de 1909
44 Fontenoy Street, Dublín

Hoy recibí dos cartas muy amables de ella, de manera que tal vez, a pesar de todo, aún me tenga cariño. Anoche estaba totalmente desesperado cuando le escribí. Su palabra más insignificante tiene un enorme poder sobre mí. Me pide que olvide a la ignorante muchacha de Galway que se cruzó en mi vida, y dice que soy demasiado amable con ella. ¡Alocada muchacha generosa! ¿Es que no se da cuenta de que soy un inútil y loco traidor? Quizás la ciega su amor por mí.
Nunca olvidaré su breve carta de ayer que me hirió en lo más vivo. Sentí que había abusado demasiado de su bondad, y que al final ella me devolvía su sereno desprecio.
Hoy fui al hotel en el que vivía cuando la encontré por primera vez. Antes de entrar me detuve en el sombrío portal, tan excitado como estaba. Aunque no he dado mi nombre, tengo la sensación de que saben quién soy. Esta noche estaba sentado en una mesa del comedor, al final de la sala, con dos italianos a la hora de la cena. No comí nada. Una muchacha pálida esperaba en una mesa, quizás su sucesora.
El sitio es muy irlandés. He vivido tanto tiempo fuera y en tantos países, que puedo distinguir inmediatamente la voz de Irlanda en cualquier cosa. El desorden de la mesa era irlandés, el asombro de las cosas también, los ojos curiosos de la propia dueña y de su camarera. Es una tierra extraña para mí, a pesar de haber nacido en ella y llevar uno de sus antiguos apellidos.
He estado en la habitación en la que tantas veces estuvo con un extraño sueño de amor en su joven corazón. ¡Dios mío, mis ojos están llenos de lágrimas! ¿Por qué lloro? Lloro por lo triste que es pensar en ella moviéndose por esta habitación, comiendo poco, vestida con sencillez, espontánea y expectante, y llevando siempre con ella en su secreto corazón la pequeña llama que enciende las almas y los cuerpos de los hombres.
También lloro de lástima por ella, por haber elegido un amor tan pobre e innoble como el mío: y de lástima por mí mismo, por no ser digno de ser amado por ella.
Una tierra extraña, una casa extraña, unos ojos extraños, y la sombra de una muchacha extraña que permanecía silenciosa junto al fuego, o contemplaba el brumoso parque del College a través de la ventana. ¡Qué belleza tan misteriosa cubre cada uno de los lugares en que ella ha vivido!
Anoche mientras escribía estas frases brotaron sollozos de mis labios.
En ella he amado la imagen de la belleza del mundo, el misterio y la belleza de la propia vida, la belleza y el destino de la raza de la que soy hijo, las imágenes de pureza y compasión espiritual en las que creí de niño.
¡Su alma! ¡Su nombre! ¡Sus ojos! Me parecen como raras y hermosas flores silvestres azules, creciendo en algún seto enmarañado y empapado por la lluvia. Y yo he sentido temblar su alma junto a la mía, y he pronunciado suavemente su nombre en la noche; y he llorado viendo cómo la belleza del mundo pasa tras sus ojos.

James Joyce
Cartas de amor a Nora Barnacle

A juicio de Richard Ellmann, biógrafo de Joyce y editor de las Cartas, éstas «exigen respeto por su intensidad y sinceridad y porque cumplen la confesada determinación de Joyce: expresar todo lo que pensaba. Su objetivo fue lograr satisfacción sexual e inspirarla a Nora, y por momentos se adhieren voluntariamente a algunas particularidades de conducta que pueden ser técnicamente consideradas perversas. Muestran indicios de fetichismo, analidad, paranoia y masoquismo, pero antes de confinar a Joyce en tales categorías y consignarlo a su tiranía, debemos recordar que en su obra fue capaz de ridiculizarlas como engaños de Circe y convertirlas en rutinas de teatro de revista».

Naranjo enano

flores

18 noviembre 2021

18 de noviembre

Las idas y venidas que sucedieron a esta escena son más difíciles de establecer en riguroso orden cronológico. El carabinero se adelanta hacia el hombre tendido, algo más tranquilo por la presencia del perro, un animalazo amarillo y sarnoso. Hay un farol de gas a unos ocho metros. Al pronto, el funcionario no ve nada de anormal. De repente, observa que hay un agujero en el abrigo del borracho y que por este agujero sale un líquido espeso.
Entonces corre al Hotel del Almirante. El café está casi vacío. Una mujer apoya los codos en la caja. Cerca de una mesa de mármol, dos hombres están acabando de fumarse el cigarro, recostados, con las piernas estiradas.
—¡Pronto! Se ha cometido un asesinato. No sé…
El carabinero se vuelve. El perro canelo ha entrado tras él y se ha echado a los pies de la mujer de la caja.
Parece como si hubiera un vago espanto flotando en el aire.
—Su amigo, que acaba de salir…
Unos instantes después, son tres los que se inclinan sobre el cuerpo, que no ha cambiado de sitio. El Ayuntamiento, donde se encuentra el puesto de policía, está a dos pasos. El carabinero prefiere actuar por su cuenta. Corre a la puerta de un médico y se cuelga materialmente del cordón de la campanilla.
Y repite, sin poder librarse de esta visión:
—Ha retrocedido tambaleándose como un borracho y de esa manera ha dado por lo menos tres pasos.
Cinco hombres, seis, siete… Y por todas partes, alguna ventana que se abre, cuchicheos.
El médico, arrodillado en el barro, declara:
—Una bala en pleno vientre. Hay que operar urgentemente. Que telefoneen al hospital.
Todo el mundo ha reconocido al herido, el señor Mostaguen, el principal negociante en vinos de Concarneau, una buena persona que sólo tiene amigos.
Los dos policías de uniforme —uno de ellos no encontró su quepis— no saben por dónde empezar la investigación.
Alguien habla, el señor Pommeret, que por su aspecto y sus ademanes en seguida se nota que se trata de un notario.
—Hemos jugado juntos una partida de cartas, en el café del Almirante, con Servières y el doctor Michoux. El doctor fue el primero en marcharse, hará una media hora. Mostaguen, que teme a su mujer, nos ha dejado al dar las once.
Incidente tragicómico. Todos escuchan al señor Le Pommeret. Olvidan al herido. Y en ese momento, éste abre los ojos, trata de levantarse y murmura con una voz de asombro, tan suave, tan débil que la mujer de la recepción estalla en una risa histérico-nerviosa.
—¿Qué pasa?
Pero le sacude un espasmo. Sus labios se agitan. Los músculos del rostro se contraen mientras el médico prepara la jeringa para una inyección.
El perro canelo circula entre las piernas. Alguien se extraña.
—¿Conocen a este animal?
—Nunca lo he visto.
—Probablemente es el perro de algún barco.
En aquella atmósfera de drama, el perro tiene algo inquietante. ¿Quizá su color de un amarillo sucio? Es patilargo, muy flaco y su enorme cabeza es una mezcla de mastín y de dogo de Ulm.
A cinco metros del grupo, los policías interrogan al carabinero, único testigo del suceso.
El portal de los dos escalones es examinado minuciosamente. Es el umbral de un caserón burgués cuyas contraventanas están cerradas. A la derecha de la puerta, un cartel de la notaría anuncia la venta pública del inmueble el 18 de noviembre: «Tasada en 80.000 francos».
Un guardia municipal intenta inútilmente abrir la cerradura. Hasta que el dueño de un garaje próximo consigue hacerla saltar con un destornillador.
Llega la ambulancia. El señor Mostaguen es colocado en una camilla. A los curiosos no les queda más distracción que contemplar la casa vacía.
Está deshabitada hace un año. En el corredor reina un pesado olor de polvo y de tabaco. Una linterna de bolsillo ilumina, sobre las baldosas, cenizas de cigarrillos y rastros de barro que prueban que alguien ha permanecido bastante tiempo en acecho detrás de la puerta.
Un hombre, que sólo lleva un abrigo encima del pijama, dice a su mujer:
—¡Ven! No hay nada más que ver. Ya nos enteraremos de lo demás en el periódico de mañana. Ha venido el señor Servières.
Servières es un personajillo regordete, que se hallaba con el señor Le Pommeret en el Hotel del Almirante. Es redactor del Faro de Brest, donde todos los domingos publica entre otras cosas una crónica humorística.
Toma notas, hace indicaciones, y casi da órdenes a los dos policías.
Todas las puertas del corredor están cerradas con llave. La del fondo, que da acceso a un jardín, es la única abierta. El jardín está rodeado de un muro que no llega a tener un metro cincuenta de alto. Al otro lado del muro, hay una calleja que desemboca en el muelle del Aiguillon.
—¡El asesino ha salido por ahí! —anuncia Jean Servières.

Georges Simenon
Maigret y el perro canelo
Comisario Maigret - 6

Maigret trabaja en la brigada móvil de Rennes y es destinado a la localidad costera de Concarneau para descubrir qué se esconde tras una serie de misteriosos sucesos. En la ciudad se están produciendo una serie de atentados de los que un perro vagabundo parece ser el testigo final.

Chopos

 chopos

17 noviembre 2021

17 de noviembre

 Monforte de Lemos

Faro de Vigo, 17 de noviembre de 1951.
También yo, por fidelidades gongorinas, tengo mi soneto a Monforte; también, como el del cordobés, con «geométricos modelos», y si en el soneto de don Luis aquel «Monte-fuerte coronado de torres convecinas a los cielos» «rayos ciñe de luz, estrellas pisa», en el mío el Cabe antiguo, «molido como trigo en las aceñas», contempla, a través de los sauces y los chopos, el claro cielo de la primavera. Para mí Monforte es la torre, la puente y el río. La torre no es sólo la lección de geometría al ancho valle, al dilatado horizonte y a las altas sierras, sino ese mismo horizonte contemplado, el país de Lemos, el Caurel y Cabeza de Meda, y el Vidral, y ahora, al ponerse el sol, esas lejanas y quietas rojas nubes, hacia el sudeste, como si en las herrerías antiguas del país de Quiroga, en el Caurel o en la Mua, gigantes vulcanos antiguos forjaron como una espada —oro, negro, rojo— el río Sil. El silencio enorme, casi táctil, de la anochecida se hace más patente cuando lo quiebra el agudo silbido de las máquinas del tren. (Agudo y melancólico. Hay toda una literatura para la que el pitido de las máquinas ferroviarias es melancólico. Hardy y Turguenieff usaron tal adjetivo, y Kierkegaard, quien lo oía como una larga y áspera rotura, un anuncio de irremediables lejanías y fugas que brotaba, agrio e irremediable, en la noche). Bajo hacia el puente viejo a acordarme para sentir pasar el río, un largo y acariciador susurro. El Cabe, molido como trigo en las aceñas, va a morir al Sil; Sil según el padre Sarmiento, quiere decir «tierra colorada». Pero donde el Cabe y el Sil confluyen, el Sil tiene el color de la pizarra. Estas aguas, pues, que oigo deslizarse en la noche, van al Sil y con el Sil al Miño. «Somos como vasos», decía Rilke, «pero no conocemos a aquellos que nos beben». Comienza a llover. Unas muchachas pasan corriendo, reidoras. Como en un poema, la tierra profunda huele a rosa y llovizna en los labios.
Manuel Hermida Balado ha escrito la vida del VII conde de Lemos y la de su esposa, doña Catalina de la Cerda y Sandoval. Manuel Hermida ha puesto al comienzo de la vida de doña Catalina un «Introito con pauta monjil», porque Hermida ha leído un manuscrito sobre la vida de doña Catalina que escribiera «una religiosa del convento». El convento es el de franciscas descalzas de Monforte, que doña Catalina fundara y en cuya religión murió. (Hermida Balado es un excelente escritor, dueño de un idioma ágil y expresivo; tiene el don de la claridad expresiva, servida con plena sumisión por el párrafo largo, tradicional en la mejor castellanía. Ha puesto mucho amor —él, monfortino cabal— en estos dos libros. Nos hace amigos de don Pedro de Castro y nos lleva a asomarnos, como a un milagro que aconteciera en jardines, a la delicada vida de doña Catalina). Me detengo ante el convento de Santa Clara. He leído y oído del relicario del convento, rico de Lignum Crucis, de espinas de la Corona del Señor, de un clavo de la crucifixión, cordón y cilicio de San Francisco… Quisiera oír a las monjas en su coro como oigo en mi Mondoñedo a las Concepcionistas. Le escribiría después a Hermida Balado que las había oído y si era verdad que, como en la historia de las canonesas de St. Vaast, se oían en el coro las voces casi infantiles de aquellas vírgenes de antaño. Por ejemplo, en Santa Clara de Monforte, la voz de aquella niña Juana de Vitoria, que allí entró a bodas con el Señor a los cinco años, o de aquella Lucrecia Antonia de Castro, que murió novicia, y a la que imaginamos los azules ojos, los dorados cabellos y no sé qué dulce melancolía:
«¡Lo que más sentía yo era la cinta del pelo!»
Ya tengo escrito más de una vez lo que me gusta, poniéndole estampas al libro de la memoria, contemplar a los gallegos en Italia. Ya tengo dicho también que a todos prefiero a don Fernando de Andrade, el caballo de oros de la milicia gallega, galopando al pie de los viñedos de Mélito con el sol de la victoria en la mano. Y mi abuelo Montenegro, canciller de Milán, y los virreyes, Monterrey y Lemos. Está bien, me digo, ver a un hombre de este muro y este monte, allá en el «rearme» napolitano, dando la ley como un romano, tal como el Giannore elogiará en la lstoria Civile; haciendo fiestas con funámbulos y montañas prodigiosas, y sirviendo con el ánimo leal la gran política de la Católica Majestad. Cuando de Capri y las sirenas, el jardín de Nápoles y la enorme caracola humeante del Vesubio tome don Pedro de Castro a Monforte, ¿se detendrá un instante en las escaleras de San Vicente del Pino a gozar de este antiguo y dilatado horizonte? Recordará, quizás, los catorce gongorinos versos, y si anochece y Venus brota sobre el Caurel y mecen el silencio las campanas de San Vicente y la Compañía, sentirá, como yo ahora siento, toda la grave y poderosa madurez de este país de Lemos. Esos pájaros que revuelan en la torre parécenme estorninos: el estornino es el ave del final del estío. El Cabe es también un río estival. Si rememoro ahora el país de Lemos veo un largo y poderoso estío bajo la bola del sol que remonta las montañas, «una fuerza irresistible armada de rayos».

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

del magnolio

flores

16 noviembre 2021

16 de noviembre

Aún hacia 1946, habían andado pidiendo dinero por cortijos y caseríos algunos hombres armados. Fueron famosos, por entonces, tres hermanos, de los cuales, el que hacía de jefe, era conocido por «El Cubiles». Los cambios en todo, de 1930 a 1949, habían sido lentos. La idea de contemplar una Andalucía con mucho rasgo antiguo, con «color local», era imaginable, aunque trajes, transportes, etcétera, eran ya distintos a los del XIX romántico. Dejando detalles técnicos a un lado, recuerdo que de Bujalance fuimos a Porcuna y que allí conocimos a un hombre original: un cantero y lapidario que llevaba dieciocho años construyéndose una casa de piedra, de arenisca dorada, con bóvedas, escaleras, ventanas, etc., en donde para nada entraba la madera, el ladrillo, el yeso, y en donde, sin embargo, se simulaba el empleo de estos materiales. Hasta las mesas y las sillas eran de piedra y la mesa principal la constituía un bloque de siete toneladas. La casa de piedra daba una impresión rara de poca utilidad, y los vecinos de su constructor le tenían por hombre al que no sabían si había que admirar o si había que burlarse de él. Era como de algo más de cincuenta años, rubicundo, nervudo, con una mirada gris, algo extraviada a veces. Hablaba de su empresa, en la que pensaba invertir aún cinco años, con tono humorístico. Pero en el fondo se veía que creía que había hecho algo notable y por hacerlo había luchado, incluso, con las autoridades.
Sentí cierta simpatía por este enemigo técnico de Le Corbusier, aunque la casa no me gustara mucho. Me hizo reflexionar más sobre la arquitectura popular también: pero donde tuve más revelaciones a este respecto fue poco después, en Los Pedroches. Andábamos por Pozoblanco el día 16 de noviembre y paramos en el hotel Damián. A la hora de la comida del mediodía se organizó una conversación muy animada entre varios huéspedes y unos comisionistas. El tema era de los secuestros y casos de bandolerismo acaecidos en Sierra Morena, también entre Marbella y Estepona y en Bélmez, hacía poco. Los secuestros de niños, ancianos ricos y personas del régimen hacían pensar en los relatos de Zugasti, de la época del 68. Pero saliendo de este ámbito y por otro motivo quedé muy prendido de interés por los pueblos del valle de Los Pedroches, como La Añora y El Guijo. Me chocó un tipo de casa hecho a base de bovedillas de arista o crucero. Me chocaron otros varios elementos del arte popular, de un goticismo retardado, los esgrafiados, las cruces ovifilas que encontré, hechas de varios modos, con fin decorativo y un sin fin de peculiaridades de las que no tenía ni la idea más remota.
Me sorprendí, en fin, de lo poco que, en realidad, se sabe de Andalucía, pese a la cantidad de viajeros, ensayistas y otra clase de escritores que han dejado páginas y páginas sobre aquella tierra atractiva: acaso más para el turista que para muchos de los que viven en ella. Pensé en escribir algo, ya desde esta primera ocasión y durante el resto del viaje agucé la vista y el oído con este objeto.
Cuando, sin embargo, aproveché o empecé a aprovechar más, fue poco después, al llevar a cabo otro recorrido por la Andalucía occidental: de la sierra de Cádiz a Huelva. El contraste entre la campiña y la sierra y entre la costa y los pueblos del interior de Huelva era fortísimo, y durante el viaje tuvimos ocasión de tratar a mucha gente interesante y de distinto carácter. El 24 y 25 de noviembre andábamos por Grazalema, y en la ribera fuimos huéspedes de Julián Pitt-Rivers, al que encontré allí por vez primera, en trance de preparar su tesis. Parte de ella apareció después con el título de The people of the Sierra y dedicada a mí. Esto supuso y supone una de las mayores recompensas en mi vida profesional. Porque resultó posible que un historiador y etnógrafo sirviera de algo a un antropólogo social de la escuela de Oxford. Partíamos de intereses distintos, acaso de ideas distintas, y Foster, Pitt-Rivers y yo constituíamos un triángulo: el punto de vista inglés y el americano lo representaban muy bien cada uno de los dos. No puede decirse que el mío era el español, puesto que en 1949 no había ninguna escuela por aquí. Mi cabeza funcionaba de modo distinto, por lo mismo que mi formación no era angloamericana en total, sino medio alemana, medio francesa también. La estancia en Grazalema fue como la estancia en un laboratorio. Mas con independencia de esto, recuerdo las horas de la ribera y como muy placenteras. Despejaron algunas de mis dudas y gocé de la amistad y del paisaje con delicia. La bajada a Cádiz fue agridulce, por lo mismo que dejábamos algo excepcional en nuestros recorridos. De todas formas, también en Cádiz encontramos gente amiga y amable. Gessa, Aramburu, don Álvaro Picardo y otros nos informaron sobre muchos aspectos de la vida en la capital y en la provincia. Allí, con Arcadio de Larrea, nos metimos por vez primera en los ámbitos musicales, nos introdujeron en los misterios del «cante grande» y el «liviano» o «chico». También escuchamos desarrollar una serie de especulaciones sobre sus orígenes y cambios, que daban lugar a serias controversias.

Julio Caro Baroja
Los Baroja
Memorias familares

Un prodigioso libro de memorias, que es a la vez un certero retrato de un país, la España de antes y después de la guerra; de una fascinante familia de intelectuales, escritores y artistas, los Baroja, y del itinerario vital e intelectual de su autor. Los Baroja se divide en dos partes, la primera, titulada Los personajes, se centra en la infancia del autor, y allí aparece un niño con unas dotes de observación dignas del mejor novelista; asoman prodigiosamente recreados los personajes familiares que lo envolvían, sus abuelos, sus padres —el editor Rafael Caro Raggio y Carmen Baroja— y sus ilustres tíos —el escritor Pío y el pintor Ricardo—; se describen los espacios en los que habitaba, el mundo rural y austero de Vera de Bidasoa y el agitado Madrid de la llegada de la República; y aparecen también las primeras lecturas que le abren a ese niño inquieto y curioso nuevos horizontes… La segunda parte, que cubre los años que van de 1936 a 1956, retrata la España desolada de la posguerra y la evolución profesional del autor, interesado por la antropología, el folclore, la historia y la lingüística, su interés por la inquisición y la brujería, sus viajes por África y América.

del magnolio

flores

15 noviembre 2021

15 de Noviembre

 EL OTOÑO

El fulgor de la Naturaleza es la más alta aparición
donde pleno de gozo el día termina
es el año, que con esplendor se consuma
donde alegre brillo y frutos aúnanse.
La superficie del mundo engalanada está, y de tarde en tarde se oye
el sonido a través del campo abierto, el sol calienta
suave los días del Otoño, los campos parecen
lejanos en la visión, el aire sopla
Entre troncos y ramas con dulces susurros
cuando ya los campos en eriales se trocan
y todo el sentido de la clara imagen cobra vida
como un cuadro, rodeado de áureos resplandores.
15 de Noviembre 1759.

Friedrich Hölderlin
Poemas de la locura
Precedidos de algunos testimonios de sus contemporáneos sobre los «años oscuros» del poeta

Treinta y seis años tenía Friedrich Hölderlin en 1806 cuando, declarado loco, fue acogido en su casa de Tubinga, junto al Neckar, por el carpintero Zimmer. Treinta y siete más vivió en aquella casa, olvidado del mundo, de sus amigos, de sus contemporáneos, en constante diálogo consigo mismo y con la Naturaleza.
De las muchas páginas que allí escribió, prácticamente todas se han perdido. Estos 49 poemas que aquí se recogen y traducen al castellano son una ínfima muestra de su actividad intelectual en aquellos años, pero son también lo único que de ellos nos queda. La incuria del tiempo y de los hombres dejó perderse para siempre cuanto el poeta escribió, excepto estos breves textos, desperdigados entre amigos y visitantes ocasionales.
Se han recogido igualmente, junto a sus poemas, algunos testimonios de sus contemporáneos que arrojan cierta luz sobre los «años oscuros» del poeta.

Caballo