En una de aquellas
requisas notó una cosa que le preocupó. Iba a volverse al campamento, cuando
oyó volar y chillar entre la espesura a varios pájaros, entre ellos algunos de
los llamados tamo, que remontaron el vuelo.
Otro cualquiera no
hubiese hecho caso de ello; pero el malabar se alarmó. Aquellos volátiles, que
no son de la familia de los nocturnos, debían de haberse asustado de algo
cuando en la mitad de la noche abandonaron sus nidos.
—Puede haber sido
algún animal el que los ha obligado a huir, o quizás una serpiente-murmuró;
—pero también puede serla presencia de un hombre.
Se replegó
prudentemente hacia el campamento, que, como hemos dicho, estaba en una gran
espesura de plátanos silvestres, y se puso a escuchar.
Trascurrieron
algunos minutos, y en la misma dirección resonaron las notas del canto de un cuco, especial de aquellas
islas.
—¡Cantar de noche!
—murmuró el malabar—. Esto no es natural. ¡También ése se ha asustado!
Se inclinó sobre
Will, y le despertó sacudiéndole con fuerza.
—¡Preparémonos para
irnos, señor! —le dijo—. ¡Ya volveremos después para completar nuestras
provisiones!
—¿Qué, nos amenaza
algo? —preguntó el contramaestre.
—Tengo la seguridad
de que los isleños han descubierto nuestro campamento, y la prudencia aconseja
que nos embarquemos. El Nizam puede aparecer de un momento a otro, y los
isleños comunicarían a su comandante la presencia de un hombre blanco en estas
costas.
—¡Despierta a
todos!
Emilio Salgari
La Perla Roja
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