Nada te pedí; ni siquiera te dije mi nombre al oído. Y
cuando te despediste, me quedé silenciosa.
Yo estaba sola junto al pozo, donde caía la sombra
oblicua del árbol. Las mujeres se volvían a sus casas con sus cántaros morenos
de barro rebosantes, y me gritaron: «¡Vente, que va a ser mediodía!» Pero yo me
retardaba lánguidamente, perdida en vanos pensamientos.
No oí tus pasos cuando venías. Cuando me miraste, tenías
tristes los ojos; y con qué fatigada voz me dijiste bajo: «Ay, ¡qué sed tiene
el pobre caminante!» Desperté sobresaltada de mis ensueños, y eché agua de mi
cántaro en tus palmas juntas… Las hojas se rozaban sobre nuestras cabezas, el
cuco cantaba desde la sombra invisible, y de la revuelta del camino venía el
perfume de las flores del babla.
Cuando me preguntaste mi nombre, ¡me dio una vergüenza!
Verdaderamente, ¿qué había yo hecho para merecer tu recuerdo? Pero el recordar
que yo pudiera quitarte tu sed con mi agua se me ha quedado cogido al corazón,
y lo envolverá para siempre de su dulzura.
Ya pasó la mañana, el pájaro canta monótono, las hojas
del nima murmuran más arriba. Y yo, sentada, pienso, pienso…
Rabindranath Tagore
La luna nueva / El jardinero / Ofrenda lírica
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