28 febrero 2021

28 de febrero

Bajo el pretexto de que estaba fatigado, Dantés solicitó entonces sentarse al timón. El timonel, encantado de signo de compañero. que le relevaran de sus funciones, consultó al patrón con la vista y éste que podía entregar la barra al nuevo compañero.
Colocado así Dantés, pudo quedar mirando del lado de Marsella.
-En qué día del mes estamos? -preguntó Dantés a Jacobo, que había venido a sentarse cerca de él al perder de vista el castillo de If.
-Es el 28 de febrero —respondió el interpelado. -¿De qué año? —insistió Dantés.
-¡Cómo de qué año! ¿Lo pregunta usted en serio?
-Si —repuso el joven-, pregunto de qué año. -¿Ha olvidado usted el año en que estamos?
-¡Qué quiere usted! He tenido tal miedo la pasada noche -dijo riendo Dantés- que estoy como atontado y la memoria me flaquea mucho. Repito mi pregunta: ¿el 28 de febrero de qué año? 
-De 1829-  contestó Jacobo.
Eran, pues, catorce años, día por día, los que Dantés pasara en la prisión.

ALEJANDRO DUMAS,
El conde de Montecristo

El conde de Montecristo (en francés, Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas (padre). Esta obra se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 entregas, como folletín, durante los dos años siguientes.
La historia tiene lugar en Francia, Italia y varias islas del Mediterráneo durante los hechos históricos de 1814-1838 (los Cien Días del gobierno de Napoleón I, el reinado de Luis XVIII de Francia, de Carlos X de Francia y el reinado de Luis Felipe I de Francia). Trata sobre todo temas asociados a la justicia, la venganza, la piedad y el perdón y está contada en el estilo de una historia de aventuras.
Dumas obtuvo la idea principal de una historia real que encontró en las memorias de un hombre llamado Jacques Peuchet. Peuchet contaba la historia de un zapatero llamado François Picaud que vivía en París en 1807. Picaud se comprometió con una mujer rica, pero cuatro amigos celosos le acusaron falsamente de ser un espía de Inglaterra. Fue encarcelado durante siete años. Durante su encarcelamiento, un compañero de prisión moribundo le legó un tesoro escondido en Milán. Cuando Picaud fue liberado en 1814, tomó posesión del tesoro, volvió bajo otro nombre a París y dedicó diez años a trazar su exitosa venganza contra sus antiguos amigos. (Wiki)

Calles de Villaviciosa

Calles de Villaviciosa

27 febrero 2021

27 de febrero

Gerónimo de Letona y las Mendozas, hijo de muy noble don Gonzalo de Letona y de dona María Visitación de las Mendozas, vio la primera luz en la ciudad de Granada en la medianoche del miércoles día 27 de febrero del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesús de mil quinientos veinticuatro, festividad de san Baldomero y san Leandro. Su horóscopo, secretamente encargado por doña Visitación a un hidalgo castellano cultivaba saberes astrológicos burlando la vigilancia de la Santa Inquisición, no reveló buenos augurios, por lo que la prudente mujer, que cristianamente se arrepentía de sus creencias paganas cada vez que eran éstas inconvenientes a sus deseos, decidió olvidarlo y dar al niño cabal bautismo. Fue el arcipreste de la iglesia de la Resurrección, llamado Sebastián, quien puso con sus dedos el agua limpiadora de pecados en la lampiña nuca y en el cuello de Gerónimo. Después dijo una oración en la que exaltaba el desendemoniamiento que con la sanadora ablución había ejecutado.

Luis G. Martín
La dulce ira

La dulce ira se ocupa del rencor; y podría leerse como una apología de la venganza, o una defensa del acto extremo.
¿Tiene la vida situaciones en que las respuestas pacíficas, dialogantes, civilizadas, resultan inútiles? En esta novela, ambientada en el periodo de violencia que vivió la historia europea durante el siglo XVI, se sostiene que el asesinato es, para aquel que sufre, un acto moral más valioso que la resignación.
La violencia, sin embargo, no se manifiesta desde la brutalidad animal, sino desde su contrario humano, la inteligencia; y no es actitud primaria, sino acto de justicia. Como dice uno de los personajes de La dulce ira, si usa el culto su sabiduría y el hermoso su belleza, ¿qué mal hay en que el fuerte use la violencia?
Un libro inquietante.

Calles de Villaviciosa

Calles de Villaviciosa

26 febrero 2021

26 de febrero

"Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañeros cuando me levante a almorzar el 26 de febrero. El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de México. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con suavidad. Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados salí a cubierta. La silueta de la costa se había borrado Solo el mar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros. Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido y desencajado, luchando con el mareo. Eso había empezado desde antes. Desde cuando todavía no habían desaparecido las luces de Mobile, y durante las últimas veinticuatro horas, el cabo Miguel Ortega no había podido mantenerse en pie a pesar de que no era un novato en el mar.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ,
Relato de un náufrago.

Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre es un reportaje novelado de Gabriel García Márquez que relata la historia de Luis Alejandro Velasco Sánchez, un náufrago que fue proclamado héroe de Colombia, pero tras la versión distribuida por el diario El Espectador de Bogotá, quedó olvidado; este relato obligó a que su autor se diera al exilio en París.

Calles de Villaviciosa

Calles de Villaviciosa

25 febrero 2021

25 de febrero

La mañana del 25 de febrero de 1848 se supo en Chavignolles, por un individuo procedente de Falaise, que París estaba cubierto de barricadas; y al día siguiente se anunció en la alcaldía, con carteles, la proclamación de la república.
Este gran acontecimiento dejó estupefactos a los burgueses.
Pero cuando se supo que la Corte de Casación, la Corte de Apelación, la Corte de Cuentas, el Tribunal de Comercio, la Cámara de Notarios, el Colegio de Abogados, el Consejo de Estado, la Universidad, los generales y el propio de la Rochejacquelin daban su adhesión al gobierno provisional, los pechos se ensancharon; y como en París plantaban árboles de la libertad, el consejo municipal decidió que había que hacerlo en Chavignolles.
Bouvard ofreció uno, regocijado en su patriotismo por el triunfo del pueblo; en cuanto a Pécuchet, también estaba contento, pues la caída de la monarquía confirmaba plenamente sus previsiones.

Gustave Flaubert
Bouvard y Pécuchet

El azar de una calurosa jornada reúne a Bouvard y a Pécuchet : solitarios, ya no tan jóvenes, modestos empleados de oficina, son -no tardan en descubrirlo- dos almas gemelas perplejas en el caos de la vida moderna. Una herencia y un vago deseo de retiro filosófico y del cultivo de la sabiduría harán que se abismen en la agricultura, la química, la geología, la medicina, la pedagogía, la historia, la literatura, la alquimia… Pero su recompensa, lejos de lo que esperaban, les llenará de escepticismo, y el desánimo no tardará en aparecer. Esta auténtica farsa filosófica, publicada postumamente en 1881, ha sido considerada por muchos como la culminación literaria de ese implacable observador de la naturaleza humana y las infinitas manifestaciones de la estupidez que fue Gustave Flaubert.

Calles de Villaviciosa

Calles de Villaviciosa

24 febrero 2021

24 de febrero

La tarde del 23 de febrero de 1981, una banda borracha de guardias civiles, al mando de un teniente coronel con bigotón de zarzuela, asaltó el Congreso de los Diputados y en aquella zarabanda patriótica, lejos de tirares al suelo, Suárez saltó de su escaño y se jugó la vida para salvar de las metralletas a su amigo, el teniente general Gutiérrez Mellado, un gesto muy ibérico por el que será siempre recordado. 
Ningún gesto de gallardía podrá compararse al que este político ofreció a la historia al enfrentarse al golpista Tejero, y a su vez ningún militar, como Gutiérrez Mellado, ha tenido la suerte de poder de mostrar su heroísmo en un cuerpo a cuerpo frente al cuatrero con imágenes transmitidas en vivo y en directo a todo el mundo. El asalto del Congreso fue el último capítulo de una pugna de la España negra por doblarle el codo a la democracia. Por fortuna, la historia se puso de parte de la libertad. Al general Gutiérrez Mellado le pregunté qué era lo que más le había molestado del golpe de Estado. Contestó: «Ver a unos oficiales con la guerrera desabrochada». El honor militar lo salvó este caballero.

El intento de golpe de Estado de Tejero purgó todos los fantasmas que la Transición llevaba en el vientre bajo diversas formas de reptil. En realidad, Juan Carlos se proclamó a sí mismo rey de los españoles a la una de la madrugada del 24 de febrero de 1981 en el famoso mensaje por televisión. Corrían muchas anécdotas, ciertas o falsas, en aquellas horas de hierro. A las ocho de la tarde, mientras Tejero y sus secuaces tenían encañonados a los diputados en la Carrera de San Jerónimo, un equipo de Televisión Española, sorteando toda clase de controles militares, logró llegar al palacio de la Zarzuela para grabar el mensaje real. Juan Carlos se vistió con el uniforme de capitán general y quiso tener cerca a su hijo Felipe, que entonces no era más que un niño. Los técnicos de televisión preparaban muy nerviosos aquella operación pilotada por el jefe de los servicios informativos, Jesús Picatoste, y en medio del salón lleno de cables el Rey lo presentó a su hijo. «Felipe, a ver si adivinas cómo se llama este señor.» «No sé», contestó el futuro Príncipe de Asturias. «Vamos a ver. ¿Con qué te gusta mojar el chocolate en el desayuno?», preguntó el monarca. «No sé.» «Piensa, piensa un poco.» «No sé.» «¡Con un picatoste, con un picatoste! Así se llama este señor tan importante.» 

Manuel Vicent
Aguirre, el magnífico

Aguirre, el magnífico narra con su acostumbrada ironía la vida de Jesús Aguirre, el último personaje que se escapó de la corte de los milagros de Valle-Inclán. En su espejo deformante se refleja medio siglo de la historia reciente de España.

Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán.

Calles de Villaviciosa

Calles de Villaviciosa

23 febrero 2021

23 de febrero

Es cierto, como dice el fotógrafo Castro Prieto, que una fotografía buena no le hace a nadie fotógrafo, y menos un buen fotógrafo. Una de las mejores fotografías de la historia del reporterismo gráfico le estaba reservada a Manuel Barriopedro, un reportero modesto que no había hecho ninguna gran foto hasta entonces ni la haría después. El estar ese 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados tampoco le garantizaba a nadie hacer una gran foto. Había más fotógrafos allí esa tarde. Al lado de esa las demás resultan anodinas, y se apocan. Sólo esa, con el coronel Tejero tocado con tricornio, el brazo de los pronunciamientos militares en alto y una pistola en la otra mano, es única. De modo que una sola foto no hace de nadie un gran fotógrafo, pero basta una sola foto para formar parte de la historia de la fotografía. Le sucedió a Korda, cuya imagen del Che Guevara sigue en la camiseta de los izquierdistas pijos de medio mundo y en las de los guerrilleros y terroristas del otro medio.

En el Rastro aparecen muchas obras maestras anónimas de la fotografía, constantemente.

Andrés Trapiello
El Rastro
HISTORIA, TEORÍA Y PRÁCTICA

Andrés Trapiello nos invita a un viaje único y hace su personal homenaje del Rastro, uno de los mercados ambulantes más emblemáticos del mundo. Podremos conocer a su gente y entender sus vidas a través de sus recuerdos y sus objetos. Una historia única de la ciudad de Madrid, su tradición y su cultura.
Un libro excepcional, profusamente ilustrado con fotografías que repasan más de cuarenta años de historia. El libro está dividido en una primera parte donde se abordan cuestiones teóricas; una segunda y tercera más personales que podrían añadirse a una "Guía sentimental del Rastro"; y una cuarta parte repleta de fotografías y muchos fragmentos inéditos o escritos ex profeso para el libro, que el autor ha recopilado de sus diarios -reunidos en los volúmenes que conforman el Salón de pasos perdidos-, y también sacados de entre todos los artículos y prólogos que ha escrito. El resultado, como se ve, es de lo más Rastro. Hay donde elegir.

Calles de Villaviciosa

 Calles de Villaviciosa

22 febrero 2021

22 de febrero

Esas experiencias, Los miserables, el amor puro a Madeleine, las discusiones con sus amigos pintores en los que el tema religioso aparecía con frecuencia —igual que Émile Bernard, el holandés Jacob Meyer de Haan, judío convertido al catolicismo, vivía obsesionado con la mística—, fueron decisivas para que pintaras La visión después del sermón. Al terminarlo, estuviste varias noches desvelado, escribiendo, a la luz del minúsculo quinqué del dormitorio, cartas a los amigos. Les decías que por fin habías alcanzado aquella simplicidad rústica y supersticiosa de las gentes comunes, que no distinguían bien, en sus vidas sencillas y en sus creencias antiguas, la realidad del sueño, la verdad de la fantasía, la observación de la visión. A Schuff, al Holandés Loco, les aseguraste que La visión después del sermón dinamitaba el realismo, inaugurando una época en la que el arte, en vez de imitar al mundo natural, se abstraería de la vida inmediata mediante el sueño y, de este modo, seguiría el ejemplo del Divino Maestro, haciendo lo que él hizo: crear. Ésa era la obligación del artista: crear, no imitar. En adelante, los artistas, liberados de ataduras serviles, podrían osarlo todo en su empeño de crear mundos distintos al real.

¿A qué manos habría ido a parar La visión después del sermón? En la subasta en el Hotel Drouot el domingo 22 de febrero de 1891 para reunir fondos que te permitieran tu primera venida a Tahití, La visión después del sermón fue el cuadro por el que se pagó más, cerca de novecientos francos. ¿En qué comedor burgués parisino languidecería ahora? Tú querías para La visión después del sermón un entorno religioso, y ofreciste regalárselo a la iglesia de Pont-Aven. El párroco lo rechazó, alegando que esos colores —¿dónde había en Bretaña una tierra color sangre?— conspiraban contra el recato debido a los lugares de culto. Y también lo rechazó, aún más enojado, el párroco de Nizon, alegando que un cuadro así causaría incredulidad y escándalo en los feligreses.

Cuánto habían cambiado para ti las cosas, Paul, en estos doce años, desde que escribías al buen Schuff: «Resueltos los problemas del coito y la higiene, y pudiendo concentrarme en el trabajo con total independencia, mi vida está resuelta». Nunca estuvo resuelta, Paul. Tampoco ahora, aunque, debido a tus artículos, dibujos y caricaturas en Les Guêpes, se hubiera acabado la angustia de no saber si al día siguiente podrías comer. Ahora, gracias a François Cardella y a sus compinches del Partido Católico podías comer y beber con una regularidad que no habías conocido en todos los años de Tahití. Con mucha frecuencia, el poderoso Cardella te invitaba a su imponente mansión de dos pisos, con terrazas de barandas labradas y un anchísimo jardín protegido por una verja de madera, de la rue Bréa y a las tertulias políticas en su farmacia de la rue de Rivoli. ¿Estabas contento? No. Estabas amargo y harto. ¿Porque hacía más de un año que no pintabas ni una simple acuarela ni tallabas un minúsculo tupapau? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué sentido tenía seguir pintando? Ahora sabías que todas las obras dignas de durar formaban parte de tu historia pasada. ¿Coger los pinceles para producir testimonios de tu decadencia y tu ruina? Mierda, no.

Mario Vargas Llosa
El Paraíso en la otra esquina
 
Flora Tristán y Paul Gauguin arrojaron su inconformismo a la faz de un siglo que les contestó con su desprecio. Pero, qué sería de nosotros si ya no supiéramos soñar lo que no existe. Qué sería del mundo sin el impulso de todos los anhelos incumplidos, sin el esfuerzo baldío de los que se sintieron generosos, sin el contagio tardío de las promesas del iluminado. En qué clase de infierno viviríamos si ya no hubiera nadie capaz de entrever los paraísos que juegan al escondite por las esquinas del universo.

Calles de Villaviciosa

 Calles de Villaviciosa

21 febrero 2021

21 de febrero

Nos hicimos novios cuando llegó el segundo trimestre. En secreto, por supuesto. Aquella misma tarde, recuerdo que fue el 21 de febrero, nos encontrábamos paseando por la Bomba, cerca de su casa, y como ya era casi de noche y estábamos solos, le eché el brazo por encima del hombro y le metí la mano en el escote. La verdad es que no sé cómo me atreví. Se me fueron les dedos, señoría. Sepa que me da vergüenza confesar estos hechos, pero quiero atenerme a la verdad de todo lo que pasó. Digo que le metí la mano en el escote y, al poco rato, Merceditas se puso a respirar con dificultad y empezó a darle como un ataque de estremezones. Yo me asusté, señoría, porque pensé que era por mi culpa. Y lo era en realidad. pero es que yo hasta aquel momento nunca había tocado senos de mujer.

MANUEL TALENS,
Venganzas

Venganzas es un libro de relatos en los que el denominador común, como su título indica, es la venganza que, de un modo más o menos explícito, aparece en todas sus tramas. Otro elemento común en casi todos sus relatos es la presencia de personajes de la España franquista, ya sea durante el periodo de la Guerra Civil o en el de la posguerra. Estos dos factores son los que vertebran y proporcionan homogeneidad y solidez a este conjunto de relatos, magníficamente escritos, por el escritor Manuel Talens.

Calles de Villaviciosa

 calles de Villaviciosa

20 febrero 2021

20 de febrero

PRIMAVERA ISTRIANA 

En Pola, a doscientos metros de la Arena romana, Guido Miglia me enseña la casa de la tía Catineta donde, el domingo de Resurrección, iba a comer la pinza, alto bizcocho delicado y amarillo-oro como un girasol; ahora, en aquella casa convertida en una mezquita, el muecín proclama que Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. Los elementos antiguos de una ciudad, como los arcos romanos y los palacios vénetos en Pola, parecen facciones de un rostro, mientras que las huellas frescas y recientes, como esa mezquita, semejan un pintalabios o un tinte de pelo que crean la ilusión de poder quitárselos sin cambiar de cara. 

En Pola basta un breve paseo para poder entrar y salir de épocas y culturas diferentes. En el palacio Stabal, detrás del Arsenal, en época habsbúrgica estaba el edificio de Ingenieros navales austríaco donde se alojaba el almirante Horthy, estratega marítimo de un imperio continental, que amaba más las romas llanuras que las lejanías oceánicas, y futuro regidor cuasifascista de Hungría. 

En el Corso, antes Via Sergia y ahora Prvomajska, en el número 30 estaba la tienda de Colarich, el terrible bandido multihomicida de antaño y tránsfuga azarosamente capturado tras su embozada clandestinidad. Después de haber sido condenado a cadena perpetua, Colarich fue indultado al cabo de muchos años, y se ganaba la vida trabajando de cristalero en esa tienda. Los niños, cuando sus padres les mandaban allí a comprar algo o con motivo de alguna reparación, se quedaban charlando con el viejo, que les hablaba bondadoso e indiferente como si aquellos crímenes lejanos ya no tuviesen nada que ver con él y se hubiesen confundido y perdido en la oscuridad de los años, como las carreras por los prados de la infancia. 

En el tercer piso de la Via Giulia, ahora Matko 3, vivía en 1904-1905 James Joyce, profesor de inglés; la placa en la puerta, junto a una pared con el revoque desconchado, lleva ahora el nombre del señor Modrosan Rude. En el primer piso estaba la redacción de L’Arena di Pola, el diario que Míglia, jovencísimo, dirigía en los días tremendos anteriores al imponente éxodo de masa durante el invierno entre 1946 y 1947: treinta mil polesanos de un total de treinta y cinco mil habitantes que tenía la ciudad. Sobre ese éxodo de los italianos de Istria, Flume y Dalmacia —unas trescientas mil personas entre 1944 y 1954, en momentos y de maneras diferentes, más y menos dramáticos pero siempre tristísimos por la desolación del abandono, la pobreza, la incertidumbre del futuro y el mísero alojamiento en campos de refugiados— perduran en Italia el desinterés y la ignorancia. 

Los errores y las culpas de la Italia fascista y también los prejuicios antieslavos anteriores al fascismo han sido pagados en primera persona por aquella gente que lo perdió todo y se encontró en el ojo del huracán cuando los eslavos, oprimidos por el fascismo, se tomaron la revancha. Como inevitablemente sucede, una nación conculcada que vuelve a enderezarse desata a su vez un nacionalismo agresivo, infligiendo violencias indiscriminadas y conculcando a su vez los derechos ajenos. Los italianos, asentados en la costa y en las ciudades que eran joyas de cultura y arte vénetos, desde Capodistria a Pola, fueron durante siglos no menos del cincuenta por ciento de la población total istriana; el interior rural era eslavo, con una parte preponderantemente croata y la más pequeña eslovena, y entre las dos zonas había una franja intermedia mixta. 

Italia, siendo tan distraída, como decía Noventa, no se percató bien de esa tragedia histórica, se desentendió de ella desechándola; mientras que Yugoslavia jugó la partida con una concienciación y una entrega muy diferentes. Los mejores hijos de estas tierras son aquellos que han sabido superar el nacionalismo forjándose, aun en la laceración, un sentimiento de pertenencia común a todo ese complejo mundo de frontera, viendo en el otro —el italiano y el eslavo, respectivamente— un elemento complementario y fundamental de su identidad misma. La épica de Fulvio Tomizza o Verde agua de Mansa Madieri son ejemplos, si bien no los únicos, de este sentimiento que es la única salvación para las tierras fronterizas, en Istria, en Trieste y dondequiera que sea. 

Esta es historia reciente, poco conocida pese a obras egregias. Desde el magnífico y basilar libro de Diego De Castro al publicado por el Instituto de Historia del movimiento de liberación o los de Miglia mismo y muchos otros, pasando por el reciente Trieste de Corrado Belci, que a los veinte años asumió la dirección de L’Arena di Pola el 10 de febrero de 1947, día de la firma del tratado de paz que asignaba Istria a Yugoslavia y contra el que, por este motivo, votó en el Parlamento un decidido y leal antifascista como Leo Valiani, encarcelado en las prisiones mussolinianas, partícipe en la lucha armada e incondicional defensor de los eslavos. 

Ahora la historia está haciendo borrón y cuenta nueva, especialmente con las trastrocamientos en Europa del Este que echaron abajo el Telón de Acero, tras el cual había pasado a encontrarse Istria después de 1945. En todo el período sucesivo los empadronamientos señalan una merma en la comunidad de los italianos que se habían quedado en Yugoslavia; oficialmente resulta que hoy son quince mil, pero los «italohablantes» son muchos más, cincuenta mil como mínimo, y las matriculaciones en las escuelas italianas, aunque de croatas en su mayoría, aumentan. 

Dejando a un lado que los hijos de matrimonios mixtos son cada vez más frecuentes, cabe señalar que muchos italianos dudaron durante años en proclamarse tales, entre otras cosas por el miedo a la ecuación italiano/fascista, doblemente insensata para quienes habían decidido quedarse en Yugoslavia. Además, la minoría italiana no está emplazada en una zona compacta, sino desperdigada en pequeños grupos como manchas de leopardo, lo cual hace que sea más ardua la conservación de la propia identidad, en cualquier caso atestiguada por la producción literaria, las iniciativas culturales, periódicos como La voce del popolo y Panorama o revistas de relieve como La Battana de Fiume. 

En 1987 dio comienzo una auténtica «primavera istriana» política que retoñó en el Gruppo ’88, formado por empecinados intelectuales bajo la guía del joven y carismático Franco Juri. Ayudado por las derivaciones de la glasnost eslovena y croata y preocupado por el decaimiento de la minoría italiana, el Gruppo ‘88 afrontó vigorosamente el tabú de la historia precedente y las vejaciones sufridas en el pasado. Ajeno a todo irredentismo, no solo reivindicó una tutela de la minoría más eficaz, sino también un papel activo en el contexto general yugoslavo, superando todo repliegue exclusivo sobre sí mismo. 

La actividad del Gruppo ’88 se tradujo en una serie de iniciativas, encuentros y debates con claras tomas de posición. En la minoría italiana se afrontan en este momento dos tendencias. Una de ellas, tradicionalmente representada por la Unión de Italianos de Istria y Fiume, mira a una relación cultural más intensa con Italia, y es compartida por Antonio Borme, exmiembro del Parlamento Federal y expresidente de la Unión misma defenestrado en 1974. 

La otra tendencia, expresada especialmente por el Gruppo ’88 e inserida en el proceso de Europa del Este que atosiga y cuartea al comunismo, tiene una visión transnacional y propugna una identidad istriana, basada en una estrecha unión de las tres etnias —italiana, croata y eslava— que conviven desde hace siglos en Istria y han quedado reducidas aproximadamente al cuarenta por ciento del total de su población, mientras que el restante sesenta por ciento está constituido por nuevas llegadas que han ido sucediéndose a partir de 1947: eslavos del sur, nómadas o musulmanes como los que rezan mirando hacia La Meca en las inmediaciones de la Arena romana. 

Los fermentos son muchos: una dieta istriana interétnica se presenta a las elecciones eslovenas para reivindicar, desde el interior de la «diversidad» proclamada por Eslovenia, una peculiaridad istriana. También en otros lugares existen formaciones de este tipo, por ejemplo el Club Istria, la comunidad italiana de Pirano que se presenta como partido minoritario, la creación de unas Cortes Constituyentes de los italianos de Yugoslavia propuesta en Fiume y, sobre todo, las asambleas del Gruppo ’88 como la celebrada recientemente en Gallesano. Se está formando una conciencia interétnica en la población que a menudo induce a los «istrianos» a definirse como tales en vez de italianos o croatas, en una mezcolanza reflejada hasta en el menú del hotel Riviere que ofrece njoki sa sguazetom y que no apunta al mestizaje, sino a la solidaria conservación de la propia y específica fisonomía nacional. 

La identidad autóctona istriana no tiene nada que ver con los chovinismos municipales que han visto surgir, en toda Europa, rencorosas ligas de campanario más regresivas que los acentuados nacionalismos. Sin duda ese sesenta por ciento ha llegado después, para desempeñar papeles y cargos vacantes y llenar ciudades desiertas, pero los hijos y los nietos de esos recién llegados también se sentirán en casa en los lugares donde nacieron, en las calles o las encantadoras playas donde jugaban de pequeños. 

Como ha sucedido en otros países europeos, el futuro de Istria también está ya con justo y pleno titulo en la mezquita instalada en la casa de la tía Catineta; aunque sea un futuro difícil, porque todo desarraigo comporta duros conflictos y, particularmente el actual expansionismo musulmán, lleva a menudo consigo una intolerancia totalizadora que hace que se disparen los mecanismos de defensa. 

En Yugoslavia, de modo particular en Croacia, se siente hoy que el éxodo italiano ha supuesto una pérdida para todos. Italia tiene que ayudar concretamente, de todas las maneras posibles, a la minoría italiana de Istria, que, haciendo excepción de los beneméritos esfuerzos locales de la Universidad Popular de Trieste y de otras instituciones análogas, ha sido descuidada largo tiempo. El año 1989 vuelve a barajar las cartas y libera nuevas verdades también en Istria. Quizá salga dentro de poco la novela Martin Muma de Ligio Zanini, prohibida durante años, que narra la historia de los lager de Goli Otok, la isla donde fueron deportados los comunistas ortodoxos que, como Zanini, en 1948 no quisieron seguir a Tito en su tajante desgajadura de Stalin. Zanini creyó en el comunismo de rígida observancia; no sé en qué cree hoy, pero, desde luego, en la libertad —empezando por la de su intensa poesía, una lírica en dialecto véneto de Rovigno en la que, tras retirarse a vivir como pescador, habla con el mar y con las gaviotas—. También esta poesía es una señal de la plurisecuiar civilización véneta. 

«Si el espíritu del mundo decide borrar la presencia istriano-véneta del Adriático», me decía una vez Biagio Marin, «yo inclinaré la cabeza y diré “fiat voluntas tua”, pero después, para mis adentros, añadiré “me cago en…”», y aquí soltaba una bella, clásica blasfemia que ni siquiera nuestros fieros tiempos laicistas y las batallas anticlericales nos permiten repetir en el Corriere della Sera.

20 de febrero de 1990 

Claudio Magris
El infinito viajar

El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.

Calles de Villaviciosa. Asturias

calles de Villaviciosa

19 febrero 2021

19 de febrero

19 de febrero 

Otro párrafo de Zhivago: Se amaron porque así lo quiso todo lo que les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. Su amor placía a todo lo que les rodeaba, acaso más que a ellos mismos: a los desconocidos por la calle, a los espacios que se abrían ante ellos durante sus paseos, a las habitaciones en que se encontraban y vivían. 

Mis paseos por la ciudad tenían ahora algo parecido a un objetivo. Había decidido aprenderme los nombres de las calles. Aprendérmelos como quien estudia por placer una ciencia innecesaria. Me llegaba por ejemplo hasta la calle Numancia y luego hasta Nicaragua o Berlín, y lo único que me interesaba eran sus nombres. Leía los letreros de las calles, memorizaba sus nombres, y con eso me bastaba para creer que podía llegar a hacer mía la ciudad. Aquello no era muy diferente de las listas que hacía en mi diario: Sepúlveda, Casanova, Tuset, La Granada, Balmes, Mallorca, Roger de Flor. Pero la verdad es que ni siquiera estaba segura de querer hacer mía la ciudad. 

Una mañana, recién despierta, oí desde la cama a la mujer que limpiaba la escalera. Eran unos sonidos característicos, siempre en el mismo orden y como pautados, durum-tac, durum-tac, separados por unos intervalos idénticos: el cubo medio lleno al ser depositado en el suelo, durum, el asa cayendo con un golpe seco, tac, la fregona frotando con brío las baldosas, y otra vez el desplazar del cubo y el golpear del asa y todo lo demás, durum-tac, durum-tac. En Villa Casilda había oído muchas veces esos sonidos. De hecho, me habían acompañado toda la vida. Los había oído siendo niña, cuando en casa todavía teníamos a Paca, nuestra vieja asistenta, y más tarde, ya adolescente, cuando entre las hermanas establecimos un sistema de turnos para barrer y fregar, y lo que esa mañana me sorprendió fue que los mismos, exactamente los mismos sonidos pudieran oírse en lugares tan distintos. Y esos sonidos me llevaron a pensar en mamá, en María, en Carlota, y a intuir que acaso mi fuga no se prolongaría mucho más. Que tal vez se estuviera acercando el momento del regreso.

Ignacio Martínez de Pisón
El tiempo de las mujeres 

A veces el ser humano tiene la sensación de estar viviendo una vida distinta de la que le correspondía. Es lo que le ocurre a la joven María cuando, tras la inesperada muerte de su padre, se siente forzada a ocupar el vacío que éste ha dejado. Pero ¿cómo negarse a asumir responsabilidades cuando de lo que se trata es de sacar adelante a una familia como la suya, con una madre desasistida e inmadura, una hermana atolondrada y mística y otra que sólo parece pensar en fugarse de casa? 

Novela sobre el destino y sus muy variadas herramientas, El tiempo de las mujeres es también una novela que habla de la intimidad compartida y del secreto, de cómo en el seno de la familia el choque entre ambos acaba revelándose inevitable. 

Sobre el trasfondo de la España de la transición, María, Carlota y Paloma van experimentando las dichas y desdichas que conlleva el acceso a la madurez, hasta que un día descubren que cada una de ellas se ha convertido en un completo misterio para las otras dos. Sólo el lector, que asiste desde un lugar de privilegio a los relatos de las tres hermanas, dispondrá finalmente de una visión articulada y cabal de su historia.


Calles de Villaviciosa

calles de Villaviciosa

18 febrero 2021

18 de febrero

Se acondicionó la bodega del Resolute para acomodar en ella el aerostato, que fue transportado con las mayores precauciones el día 18 de febrero. Se almacenó de la mejor manera posible para prevenir cualquier accidente, y en presencia del propio Fergusson se estibaron la barquilla y sus accesorios, las anclas, las cuerdas, los víveres y las cajas de agua que debían llenarse a la llegada. Se embarcaron diez toneladas de ácido sulfúrico y otras tantas de hierro viejo para obtener gas hidrógeno. Esta cantidad era más que suficiente, pero convenía estar preparado para posibles pérdidas. El aparato destinado a producir el gas, compuesto de unos treinta barriles, fue colocado al fondo de la bodega. 

Estos preparativos finalizaron al anochecer del día 18 de febrero. Dos camarotes cómodamente dispuestos aguardaban al doctor Fergusson y a su amigo Kennedy. Este último, mientras juraba que no partiría, se trasladó a bordo con un verdadero arsenal de caza, dos excelentes escopetas de dos cañones que se cargaban por la recámara, y una carabina de toda confianza de la fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con semejante arma, el cazador no tenía ningún problema para alojar, a una distancia de dos mil pasos, una bala en el ojo de un camello. Llevaba también dos revólveres Colt de seis disparos para los imprevistos, su frasco de pólvora, su cartuchera, y perdigones y balas en cantidad suficiente, aunque sin traspasar los límites prescritos por el doctor. 

El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los tres viajeros, que fueron recibidos con la mayor distinción por el capitán y sus oficiales. El doctor, preocupado por la expedición, se mostraba distante; Dick estaba conmovido, aunque no quería aparentarlo; y Joe, que brincaba de alegría y hablaba por los codos, no tardó en convertirse en la distracción de la tripulación, entre la que se le había reservado un puesto. 

El día 20, la Real Sociedad Geográfica ofreció un gran banquete de despedida al doctor Fergusson y a Kennedy. El comandante Pennet y sus oficiales asistieron al festín, que fue muy animado y abundante en libaciones halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para asegurar a todos los invitados una existencia centenaria. Sir Francis M… presidía con emoción contenida, pero rebosante de dignidad. 

Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió buena parte de las felicitaciones báquicas. Tras haber bebido «a la salud del intrépido Fergusson, la gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud del no menos valeroso Kennedy, su audaz compañero». 

Dick se puso colorado como un pavo, lo que se tomó por modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso más colorado aún. Durante los postres llegó un mensaje de la reina, que cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el éxito de la empresa. 

Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy Graciosa Majestad». 

A medianoche los convidados se separaron, después de una emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones de manos. Las embarcaciones del Resolute aguardaban en el puente de Westminster. El comandante tomó el mando, acompañado de sus pasajeros y de sus oficiales, y la rápida corriente del Támesis les condujo hacia Greenwich. 

A la una todos dormían a bordo. 

Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la madrugada, las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute, a impulsos de su hélice, se deslizó hacia la desembocadura del Támesis. 

Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no tuvieron más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto viéndole como oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción del escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de la empresa. Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor daba un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante cuarenta años en África. El doctor les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto de las investigaciones de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo del norte y dirigiéndose hacia el oeste, coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no concluiría ciertamente sin que África hubiera revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil años.

Jules Verne
Cinco semanas en globo 

Primera obra del ciclo que el propio Julio Verne tituló «Viajes extraordinarios». Cinco semanas en globo reúne ya la mayor parte de los elementos que han hecho de su autor un clásico indiscutible. Con todo, por encima de la trama que atrapa al lector desde las primeras páginas, del vigor poético y simbólico que por momentos lo conecta con las principales corrientes literarias de su siglo, en la presente novela se aspira, indeleble, el aroma de la aventura, del descubrimiento de lo exótico y lo desconocido, de los espacios inexplorados donde la sorpresa aún es posible.

Calles de Villaviciosa

calles de Villaviciosa

17 febrero 2021

17 de Febrero

Pocos días para Ávila más tristes que aquel lunes, 17 de Febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado á la niebla de la mañana. 

En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, un cadalso; y las ráfagas del norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, polvorosa, glacial. 

El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose á veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor á sus bravatas y juramentos. 

Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros graves y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía á Ávila entera. El más altivo de sus caballeros iba á ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla. 

Corrió la voz de que, á las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Albóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión á los nobles, y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Guando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas á uno y otro lado del portalón y en torno de la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba á distinguir sino sus rapados mentones, por debajo de las capillas echadas al rostro; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de los franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se reunían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa prez de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían. 

Más de una hora pasó Ramiro codeándose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas. 

Por fin un portero sacó del zaguán de la Albóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco á la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos. 

Ramiro, miraba hacia uno y otro lado por ver si se encontraba con algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fué á rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba á su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa. 

Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra. 

Ramiro experimentó un rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por un negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar á aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y parecióle oir de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería á perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba á morir! 

El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de muerte. 

«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra su majestad real. Manda muera por ello.» 

Ramiro caminaba á la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro. 

Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban á Santa Catalina, á los Santos Mártires y á la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban á la puerta de San Juan, y su oración temblaba á la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía. 

Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Incóse, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías. 

Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse á los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó á decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces á Bracamente que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyóle decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchóse una voz entera que repuso: 

—No me sigáis predicando, que no diré más.

Enrique Larreta
La gloria de Don Ramiro 
Una vida en tiempos de Felipe Segundo

En 1908, tras cuatro años de intensa labor, se publicó La gloria de don Ramiro, reconstrucción histórica y literaria de la España del siglo XVI. La traducción francesa de la novela, editada en 1910, que convirtió a Larreta en una suerte de best seller internacional, uno de los mayores éxitos editoriales de comienzos del siglo XX, un ejemplo de texto que recreaba con gran exactitud el ambiente, personajes y lenguaje del siglo XVI y la ciudad de Ávila. 

Unamuno ve en esta novela «un generoso y feliz esfuerzo por penetrar en el alma de la España del siglo XVI y por lo tanto en el alma de la España de todos los tiempos y lugares». 

La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en buenos hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios milagros de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, los genoveses (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano, temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes. 

Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla. 

En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1908, a partir de la cual se ha realizado esta.

Hidcote de san Juan

Hidcote de san Juan

16 febrero 2021

16 de febrero

Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.

A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé manifestándole todo mi agradecimiento.

El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector, pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la misma manera que habían subido.

El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor, llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera más hospitalaria.

A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo, porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta necesidad y miseria.

Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable inteligencia.

Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos a la mañana siguiente.

Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras, esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y los débiles como él.

Jonathan Swift 
Los viajes de Gulliver 

Los viajes de Gulliver, aparecido como obra anónima siete años después del Robinson Crusoe de Defoe, cuenta los fantásticos viajes del cirujano y capitán de barco Lemuel Gulliver tras su naufragio en una isla perdida. Pronto Gulliver descubrirá que la isla está habitada por una increíble sociedad de seres humanos de tan solo seis pulgadas de estatura, los liliputienses, engreídos y vanidosos ciudadanos de Liliput. En un segundo viaje Gulliver descubre Brobdingnag, una tierra poblada por hombres gigantes, de gran capacidad práctica, pero incapaces de pensamientos abstractos. En su tercer viaje va a parar a la isla volante de Laputa, cuyos habitantes son científicos e intelectuales, ciertamente pedantes, obsesionados con su particular campo de investigación pero totalmente ignorantes del resto de la realidad. A este insólito viaje siguen otros cinco llenos de aventuras, que sirven a Swift, como los anteriores, para fustigar con su lúcida ironía la ridícula prepotencia y vanidad de políticos, científicos y seres humanos en general.

Medusas

 medusas

15 febrero 2021

15 de febrero

Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted.

—No puedo tocar más —dijo Andrews en tono desabrido.

—Claro que sí, muchacho. ¿Dónde aprendió? Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted. —Andrews le miró en silencio—. Supongo que es usted uno de los que acaban de llegar del hospital, ¿no es cierto?

—Sí, por desgracia.

—¡No! No le reprocho cuanto pueda decir. Estos pueblos franceses son tan aburridos… A pesar de todo, adoro a Francia. ¿Y usted? —su voz tenía un ligero acento plañidero.

—Todos los lugares son aburridos cuando se está en el Ejército.

—Escuche. Me interesa mucho que trabemos amistad. Mi nombre es Spencer Sheffield. Spencer B. Sheffield. Aquí, entre nosotros, le confieso que no hay en toda la división nadie con quien valga la pena conversar. Es terrible no pode hablar con nadie culto e inteligente. Supongo que es usted de Nueva York. —Andrews asintió— ¡Hum! Yo también. Tal vez haya usted leído algún artículo mío en Vain Endeavor. ¿Cómo? ¿Que nunca ha leído el Vain Endeavor? Supongo que será porque no frecuenta los grupos intelectuales. Eso suele sucederle a muchos músicos. No me refiero a los del pueblo, naturalmente. Entre ellos sólo hay anarquistas y damas de alta sociedad.

—No frecuento ninguna clase de grupos. Y tampoco…

—Bueno, bueno, no importa. Remediaremos eso cuando volvamos a Nueva York. Siéntese ahora al piano y toque Arabesque, de Debussy. Sé que lo adora tanto como yo. Pero, dígame, ¿cómo se llama usted?

—Andrews.

—¿Oriundo de Virginia?

—Sí —dijo Andrews levantándose.

—Entonces es usted pariente de los Pennelton.

—Lo mismo que puedo serlo del Káiser.

—Los Pennelton. Eso es. Mi madre era una Spencer, de Spencer Falls, Virginia. Y su madre era una Pennelton. De modo que usted y yo somos primos. ¿No es una casualidad?

—Primos lejanos… Pero, en fin, ahora he de volver al cuartel.

—Venga a verme siempre que lo desee —dijo Spencer B. Sheffield—. Ya sabe por dónde entrar. Por la puerta trasera. Y llame dos veces para que yo sepa de quién se trata.

Antes de entrar en la casa donde le alojaron, Andrews tropezó con el nuevo sargento, un individuo delgado con gafas y un bigotillo que por su color y su aspecto parecía un estropajo.

—Carta para ti —dijo—. Será mejor que mires la lista de K. P.

La carta era de Henslowe. Andrews la leyó sonriente, a la luz incierta del atardecer, recordando la constante manía de Henslowe de hablar de lugares lejanos en los que nunca había estado, al hombre que masticaba vidrio y aquel día y medio de paso en París. La carta decía:

Andy:

Hallé la solución. El 15 de febrero se abre el curso en París. Solicité permiso para estudiar algo, no importa qué, en una universidad parisiense. Presenta tu solicitud al comandante. Recurre a cuantas mentiras quieras, pues todas son válidas. Busca todas las influencias que puedas. De sargentos y de tenientes, de sus amantes o de sus lavanderas. Tuyo.

HENSLOWE

Su corazón latió fuertemente. Andrews corrió tras el sargento. Tan distraído iba, que no saludó a un teniente que pasaba por su lado.

—Oye, oye, ¿qué es eso? —gritó el oficial. Andrews se cuadró—. ¿Por qué no me saludaste?

—Tenía prisa, mi teniente, y no le vi. Llevaba un recado urgente para la compañía.

—Recuerda que aunque se haya firmado el armisticio estamos todavía en el Ejército. Puedes retirarte.

Andrews saludó. El teniente saludó también, giró sobre sus talones y se alejó.

Andrews corrió hasta alcanzar al sargento.

—Mi sargento, ¿puedo hablarle un instante?

—Tengo mucha prisa.

—¿Ha oído hablar de un cuerpo de estudiantes del Ejército que serán enviados a las universidades francesas? La iniciativa se daba a la Y. M. C. A.

—No creo que comprenda a los reclutas. No he oído hablar de eso. ¿Es que quieres volver al colegio?

—Si fuese posible me gustaría terminar mi carrera.

—Estudiante, ¿eh? Yo también lo soy. En fin, te diré algo si se reciben órdenes a tal efecto. No puedo hacer nada sin la disposición oficial, Aunque me parece que todo esto es sólo un rumor.

—Creo que tiene razón, mi sargento.

La calle estaba oscura. Vencido por una sensación de total impotencia y por unas desesperadas ansias de rebelión, Andrews apresuró el paso hacia los edificios en donde se alojaba su compañía. Llegaría tarde para el rancho. La calleja gris estaba desierta. Aquí y allá, un rayo de luz que surgía desde una ventana proyecta en la pared de enfrente un brillante espacio rectangular.

John Dos Passos
Tres soldados

Vehemente alegato antibélico, Tres soldados narra con intenso verismo las vicisitudes de un grupo de reclutas norteamericanos que libran en Francia la primera gran guerra europea. Una de las primeras obras del autor, a pesar del subjetivo patetismo que tiñe aquí su prosa, y de que la temática se centra todavía en el artista abrumado por el choque con un mundo feroz, esta novela ya anuncia la agudeza crítica y la dimensión épica que habría de caracterizar toda la escritura de Dos Passos.

Sus dos grandes trilogías, USA y Distrito de Columbia, dejarían después la honda huella de esta gran figura de la Generación Perdida.

Buddleja davidii

Buddleja davidii

14 febrero 2021

14 de febrero

El argumento de la defensa

Fue el juicio por homicidio más extraño al que asistí. En los titulares lo llamaban el asesinato de Pechkam, aunque la calle Northwood, donde encontraron a la anciana muerta a golpes, no estaba, hablando estrictamente, en Peckham. Éste no era uno de esos casos de evidencias circunstanciales en los que uno siente el nerviosismo de los miembros del jurado —porque se han cometido errores— como cúpulas de silencio que enmudecen el tribunal. No, a este asesino prácticamente lo encontraron junto al cuerpo. Ninguno de los que estaban presentes cuando el fiscal de la Corona desarrolló su caso creía que el hombre que estaba en el banquillo de los acusados tenía la menor oportunidad.

Era un hombre pesado y corpulento con ojos saltones e inyectados en sangre. Todos sus músculos parecían estar en los muslos. Sí, un personaje desagradable, del que uno no se olvidaría con rapidez; y ése era un punto importante porque la Corona propuso convocar a cuatro testigos que no lo habían olvidado, que lo habían visto alejándose apresuradamente de la pequeña casa roja de la calle Northwood. El reloj acababa de dar las dos de la mañana.

La señora Salmon, del número 15 de la calle Northwood, no había podido dormir; oyó que una puerta se cerraba con un chasquido y creyó que era su propio portón. Entonces se acercó a la ventana y vio a Adams (así se llamaba) en los escalones de la casa de la señora Parker. Acababa de salir y llevaba guantes. Tenía un martillo en la mano y ella vio cuando lo arrojaba en los arbustos de laurel que estaban junto al portón del frente. Pero antes de alejarse, había levantado la mirada: hacia la ventana de ella. Ese instinto fatal que indicaba a un hombre que lo están mirando lo expuso, iluminado por el alumbrado de la calle, a la mirada de la señora; los ojos del hombre estaban inundados de un temor horripilante y brutal, como los de un animal cuando uno levanta el látigo. Más tarde hablé con la señora Salmon, quien, naturalmente, después del sorprendente veredicto, también entró en pánico. Como imagino que les sucedió a todos los testigos: a Henry MacDougall, que había estado conduciendo rumbo a su casa desde Benfleet, tarde, y casi había atropellado a Adams en la esquina de la calle Northwood. Adams estaba caminando en el medio del carril de autos, aparentemente aturdido. Y el anciano señor Wheeler, que vivía en la casa de al lado de la de la señora Parker, en el número 12, y que fue despertado por un ruido —como el de una silla que cae—, a través de las paredes delgadas como papel de la casa, y se levantó y miró por la ventana, de la misma forma en que lo había hecho la señora Salmon, vio la espalda de Adams y, cuando éste se dio vuelta, esos ojos saltones. En la avenida Laurel también lo había visto otro testigo más; tenía muy mala suerte; hubiera dado lo mismo que cometiera el crimen a plena luz del día.

—Entiendo —dijo el fiscal— que la defensa propone alegar confusión de identidades. La esposa de Adams les dirá que él estaba con ella a las dos de la mañana del 14 de febrero, pero después de que ustedes hayan oído a los testigos de la Corona y hayan examinado cuidadosamente los rasgos del prisionero, no creo que estén dispuestos a admitir la posibilidad de un error.

Ya había terminado todo, dirían ustedes, salvo la horca.

Después de que se expusieron las pruebas formales por parte del policía que había encontrado el cuerpo y el cirujano que lo examinó, se llamó a la señora Salmon. Era la testigo ideal, con su ligero acento escocés y su expresión de honestidad, atención y amabilidad.

El fiscal de la Corona extrajo la historia con delicadeza. Ella declaraba con mucha firmeza. No había malicia en ella, ni tampoco una sensación de importancia por estar allí de pie, en el Tribunal Penal Central, con un juez vestido de escarlata pendiente de sus palabras y los periodistas copiándolas. Sí, dijo, y después había bajado las escaleras y había llamado a la estación de policía.

—¿Y ve usted a ese hombre aquí en el tribunal?

Ella miró en dirección del hombre de gran tamaño que estaba en el banquillo de los acusados, quien le devolvió fijamente la mirada con sus ojos pekineses sin emoción alguna.

—Sí —dijo ella—, allí está.

—¿Está completamente segura?

Ella dijo, con sencillez:

—No podría equivocarme, señor.

Todo fue tan fácil como eso.

—Gracias, señora Salmon.

El abogado de la defensa se levantó para interrogarla. Si ustedes hubieran informado sobre tantos juicios de homicidio como lo he hecho yo, habrían sabido de antemano qué argumentos usaría. Y yo tenía razón, hasta cierto punto.

—Ahora bien, señora Salmon, usted debe recordar que la vida de un hombre puede depender de su testimonio.

—Lo tengo presente, señor.

—¿Su visión es buena?

—Jamás he tenido que usar lentes, señor.

—¿Usted es una mujer de cincuenta y cinco años?

—Cincuenta y seis, señor.

—¿Y el hombre que vio estaba al otro lado de la calle?

—Sí, señor.

—Y eran las dos de la mañana. Usted debe tener ojos notables, señora Salmon.

—No, señor. Había luz de luna, y cuando el hombre levantó la mirada, tenía la lámpara del poste de luz en la cara.

—¿Y usted no tiene ninguna clase de duda de que el hombre que vio es el prisionero?

Yo no podía entender qué se proponía. El abogado no podría haber esperado otra respuesta que la que obtuvo.

—Ninguna clase de duda, señor. No es una cara que una pueda olvidar.

El abogado recorrió con la vista el tribunal durante un momento. Después dijo:

—¿Le molestaría, señora Salmon, examinar otra vez a las personas que hay en este tribunal? No, no el prisionero. Póngase de pie, por favor, señor Adams.

Y allí, en el fondo del tribunal, con un cuerpo grueso y robusto y piernas musculosas y un par de ojos saltones, estaba una imagen exacta del hombre del banquillo de los acusados. Incluso estaba vestido de la misma manera: un traje azul ajustado y una corbata a rayas.

—Ahora, piénselo con mucho cuidado, señora Salmon. ¿Todavía puede jurar que el hombre al que vio arrojar el martillo en el jardín de la señora Parker era el prisionero, y no ese hombre, que es su hermano mellizo?

Por supuesto que no podía. La mujer miró a uno y al otro y no pronunció palabra.

Allí estaba la gran bestia, sentada en el banquillo de los acusados con las piernas cruzadas, y allí estaba también, en el fondo del tribunal, y los dos miraron fijamente a la señora Salmon. Ella sacudió la cabeza.

Lo que vimos en ese momento fue el fin del caso. No había ningún testigo dispuesto a jurar que era el prisionero a quien habían visto. ¿Y el hermano? Él también tenía una coartada; estaba con su esposa.

Y así el hombre fue absuelto por falta de pruebas. Pero si —en el caso de que hubiera sido él quien cometió el asesinato y no su hermano— fue castigado o no, no lo sé. Ese día extraordinario tuvo una extraordinaria culminación. Seguí a la señora Salmon hacia la salida del tribunal y nos enredamos con la multitud que estaba esperando, por supuesto, a los mellizos. La policía trató de alejar a la gente, pero lo único que pudo hacer fue dejar la calle libre para el tráfico. Más tarde me enteré de que trataron de hacer que los mellizos salieran por una puerta trasera, pero ellos se negaron. Uno de los dos —nadie supo cuál— dijo: «Me absolvieron, ¿no es cierto?»; y los hermanos salieron directamente por la entrada principal. Entonces sucedió. No sé cómo, aunque yo no estaba a más de dos metros de distancia. La muchedumbre avanzó y de alguna manera se empujó a uno de los mellizos hacia la calle justo frente a un ómnibus.

Lanzó un chillido como un conejo y eso fue todo; estaba muerto, el cráneo aplastado igual a lo que le había pasado a la señora Parker. ¿Venganza divina? Ojalá lo supiera. Estaba el otro Adams, poniéndose de pie desde al lado del cuerpo y mirando directamente a la señora Salmon. El hombre estaba llorando, pero si era el asesino o el inocente nadie podrá decirlo jamás. Aunque si alguno de ustedes fuera la señora Salmon, ¿podría dormir de noche?
(1939)

Graham Greene
Una salita cerca de la calle Edgware

Un hombre que perdió toda pasión entra a una salita de cine rasposa, y descubre «el dolor de dientes del horror».
Los mellizos sienten casi lo mismo: por eso uno quiere ayudar al otro que siente terror en la oscuridad. Al volver la luz advierte que no tendría que haberlo hecho.
El mayordomo Baines recuerda la aventura, la señora Baines le destruye la vida, el niño (y amito) Philip es testigo. Todo terminará en el cuarto del sótano.
Maestro del suspenso (El ministerio del miedo), de los enredos éticos (El poder y la gloria), de la novela de espionaje (Nuestro hombre en La Habana), Graham Greene también fue autor de cuentos magistrales. Cuesta creer que entre 1929 y 1954 haya escrito tantas historias perfectas que parecen terminadas hace diez minutos, o dentro de un par de años. Las recogió en un volumen titulado Twenty-One Stories. Aquí se dan a conocer dieciocho, por primera vez en castellano.

Caballito de mar, Hippocampus

caballito de mar

13 febrero 2021

13 de febrero

Datos sobre un Imperio dirigido por cerdos

Annan era un nativo de Ghana educado en los Estados Unidos, que había contribuido a dificultar que la ONU tomase medidas para impedir el genocidio de Ruanda, de acuerdo con lo que en aquellos momentos interesaba a los norteamericanos, y que se mostró posteriormente, ya como secretario, como un fiel defensor de los intereses estadounidenses, desde la autorización dada para legitimar los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia hasta su colaboración en la ocupación de Irak. Unos servicios que por una parte le valieron el premio Nobel de la Paz y que, por otra, le fueron compensados echando tierra sobre un escándalo de corrupción que afectaba a su hijo y le salpicaba a él mismo.

El enfrentamiento de Madeleine Albright con Powell, que dirigió el Joint Chiefs of Staff hasta fines de septiembre de 1993, se debió a que este sostenía que los Estados Unidos solo habían de implicarse militarmente en aquellos casos concretos en que sus intereses estuvieran directamente afectados, y que habían de hacerlo entonces con toda su fuerza, con plenas garantías de éxito y con objetivos políticos claramente definidos: «Los soldados norteamericanos —diría en sus memorias— no son juguetes que se puedan mover donde convenga en una especie de juego mundial de mesa».

A lo que Albright objetaba que no tenía sentido disponer de una soberbia maquinaria militar, si no se podía usarla; que la de Powell era una doctrina de los tiempos de la guerra fría, una consecuencia tardía del «síndrome de Vietnam», y que la globalización, en la que a los Estados Unidos le correspondía un papel único y determinante, el de «la nación indispensable», exigía un protagonismo total y continuo.

Fue en el verano de 1995, cuando el agravamiento de la cuestión de Bosnia, con las noticias sobre la catástrofe de Srebrenica horrorizando al mundo, le dio a Clinton ocasión de intervenir, en los mismos momentos en que se llegaba a los acuerdos de Dayton y en que una fuerza de la OTAN reemplazaba a la pequeña que las Naciones Unidas habían enviado en 1992. Clinton hubo de aceptar que se enviase temporalmente a 20 000 militares norteamericanos, para lo cual tuvo que enfrentarse al Congreso y vencer la resistencia de los altos mandos militares, aunque consiguió imponer que en el futuro estas acciones internacionales realizadas en el marco de la OTAN (la de Bosnia fue la primera guerra que emprendía la OTAN en los cincuenta años de su historia) se desarrollasen de acuerdo con una fórmula en que los norteamericanos ponían los aviones y las bombas, y los otros, en este caso croatas y bosnios, los hombres.

Una política semejante de utilizar los medios aéreos y minimizar la presencia de tropas la empleó contra Saddam Hussein. Pese a que la soberanía de Irak resultaba seriamente condicionada por el mantenimiento de las zonas de exclusión de vuelo y por las repetidas operaciones de bombardeo sobre sus instalaciones militares, Saddam Hussein seguía actuando de manera desafiante, hasta llegar a organizar un atentado fallido contra la vida de G.H.W. Bush cuando este visitó Kuwait en abril de 1993. Tras dos bombardeos en enero y agosto de 1993, el segundo planteado como una represalia del intento contra Bush, los Estados Unidos hubieron de reaccionar más duramente cuando en 1994 Saddam volvió a enviar fuerzas a la frontera de Kuwait.

Ello sucedía mientras algunos agentes de la CIA, en colaboración con Ahmad Chalabi, presidente del Consejo Nacional Iraquí, una de las organizaciones del exilio, preparaban una revuelta contra Saddam, con el apoyo de los kurdos en el norte y de los chiíes en el sur. La operación no llegó a iniciarse, debido a la oposición del gobierno de Washington, que no la creía viable. Los planes se reemprendieron en el verano de 1996, pero Saddam los descubrió y liquidó el problema con una serie de ejecuciones. Durante la campaña de reelección de Clinton, en septiembre de 1996, Saddam volvió a violar las reglas con un ataque a los kurdos, lo que motivó otro bombardeo con misiles sobre las provincias del sur, mientras los kurdos seguían muriendo en el norte.

Llegó, sin embargo, el momento en que Clinton decidió ajustarle las cuentas a Saddam con una gran campaña de bombardeo, Desert Fox («zorro del desierto»), que tomó como pretexto las dificultades que Saddam oponía a los inspectores de las Naciones Unidas. La operación comenzó a prepararse cuando se aproximaban las elecciones a las cámaras de noviembre de 1998 —las midterm elections que se celebran dos años después de las presidenciales— y culminó el 16 de diciembre del mismo año con el lanzamiento de un gran número de misiles —más que los que se habían empleado en toda la guerra de 1991—, seguido por cuatro días de bombardeos en masa por las aviaciones británica y norteamericana sobre un gran número de objetivos militares, lo que implicó asestar un duro golpe a la infraestructura militar iraquí.

No puede olvidarse, sin embargo, que algunas de las incursiones de Clinton en la escena internacional estuvieron ligadas a una necesidad coyuntural de distraer a la opinión pública norteamericana del acoso a que le sometían los republicanos. Así pareció ocurrir con la Operación Infinite reach («Alcance infinito»), que condujo a que el 20 de agosto de 1998, en el mismo momento en que estallaba el escándalo Lewinsky, se atacase con misiles a supuestas bases terroristas en Afganistán y a una fábrica de productos farmacéuticos en Sudán, como represalia por los atentados de al-Qaeda contra las embajadas de los Estados Unidos en Kenia y Tanzania (lo que algunos llamaron «la guerra de Monica»).

Robert Fisk escribió: «Cuando el presidente Clinton se enfrentaba a lo peor del escándalo de Monica Lewinsky, bombardeó Afganistán y Sudán. Ahora, enfrentado al impeachment, bombardea Irak. ¿Hasta dónde puede llegar una coincidencia?». Coincidencia que se repitió meses más tarde: «Al día siguiente de aquel en que terminó el proceso del Senado, 13 de febrero de 1999 —dice Sidney Blumenthal, que fue su consejero presidencial— el presidente Clinton hizo su intervención semanal en la radio sobre el tema de Kosovo».

En febrero de 1999, en efecto, una vez liberado de la amenaza del asunto Lewinsky, decidió dedicarse al tema de Kosovo, para lo que envió a Madeleine Albright a forzar el acuerdo de Rambouillet, a la vez que preparaba, aliado al británico Tony Blair, las condiciones de una nueva campaña de bombardeos, que respondía a una pretendida política de «internacionalismo del centro-izquierda». Comenzaba con estas campañas yugoslavas la experimentación de un nuevo estilo de guerra basado en la eficacia de los bombardeos en masa y en el uso de armas de avanzada tecnología; una guerra que costaba pocas vidas de soldados norteamericanos, pero que tenía unos elevados costes económicos (la campaña de Kosovo habría costado a los Estados Unidos 2300 millones de dólares).

Josep Fontana
Por el bien del imperio
Una historia del mundo desde 1945

La Carta del Atlántico (1941) garantizaba, entre otras cosas, “el derecho que tienen todos los pueblos a escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir” y una paz que había de proporcionar “a todos los hombres de todos los países una existencia libre, sin miedo ni pobreza”. Cuando se cumplen setenta años, la frustración no puede ser mayor. No hay paz, la extensión de la democracia es poco más que una apariencia y, lejos de la prosperidad global que se nos anunciaba, vivimos en un mundo más desigual. Josep Fontana, historiador de renombre, disemina, analiza y responde por las causas de este fracaso.

EN ESTE OTOÑO

 EN ESTE OTOÑO ¡Oh, Dios, somos tan frágiles! Una sombra de pájaro volando es más tiempo que los días que vivimos; una candela en medio del ...