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24 marzo 2022

Sobre el cuco - desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco

Ya se había hecho completamente de día. La luz terrible, inquisitorial, había acabado inundándolo todo, haciendo desaparecer el bosque encantado y la magia nocturna y revelando un panorama más parecido a un campo de batalla, de hierba pisoteada, botellas vacías, vasos rotos, sillas volcadas, prendas perdidas y toda clase de desagradables residuos humanos. Bajo el despiadado resplandor del sol, incluso las carpas parecían sucias y desaliñadas. Los mirlos, tordos, herrerillos, golondrinas, reyezuelos, petirrojos, estorninos y demás pájaros cantaban con fuerza, las palomas zureaban y los grajos graznaban, y, ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco. No obstante, la música de baile continuaba, aunque ahora al aire libre, bajo el cielo azul y despejado, pero entre el estruendo que armaban las aves sonaba mermada e irreal. Se estaba formando una cola para el desayuno, pero gran cantidad de gente parecía incapaz de dejar de bailar, como poseídas por un éxtasis o un deseo frenético de prolongar el hechizo y postergar el sufrimiento venidero: los remordimientos, el pesar, la esperanza empañada, los sueños hechos añicos y los horribles problemas cotidianos. A Gull le habría gustado desayunar algo. La idea de unos huevos con beicon parecía de pronto de lo más atractiva, pero no le apetecía hacer cola solo, y tenía la necesidad más fuerte e inmediata de sentarse, o mejor de tumbarse. Decidió descansar un rato y volver más tarde a por algo de comer, cuando la aglomeración fuera menor. El césped profanado, cubierto de basura, estaba asimismo salpicado, aquí y allí, de personas tumbadas, en su mayoría varones, algunos profundamente dormidos. Mientras los esquivaba, Gulliver pasó, aunque sin reconocerlo, junto al chal de cachemira de Tamar, ahora convertido en un guiñapo manchado después de que alguien lo hubiera usado para reparar un desastre provocado por una botella de vino tinto. Una tenue niebla pendía sobre el Cherwell. Pasó bajo la galería y salió al bosque. El bosque se había declarado, por motivos ecológicos y de seguridad, vedado a los asistentes al baile. Sin embargo, presumiblemente desde antes de que este concluyera, los guardas con sombrero hongo se habían esfumado y entonces infinidad de parejas se habían animado a dar un paseo entre los árboles. A lo lejos, en claros verdes y brumosos, vagaban los ciervos mientras los conejos corrían impetuosos en una y otra dirección. Gulliver avanzó tambaleándose un pequeño trecho, respirando el aire de primera hora de la mañana, delicioso, fresco y cargado de olores ribereños, y disfrutando de la hierba sin pisar. Se sentó debajo de un árbol y, entonces, se quedó dormido.
 
Iris Murdoch
El libro y la hermandad

 

23 marzo 2022

Sobre el cuco . Se escuchaban los espantosos trinos de unos pájaros desconocidos y, desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco

Una mujer abordó de pronto a Gulliver.
Después de comerse casi todos los sándwiches de pepino, se había sentido milagrosamente mejor, todo rastro de borrachera se había esfumado al mismo tiempo que crecía dentro de él un frenético deseo de bailar. Deambuló no en busca de Tamar (se había olvidado de ella) sino de alguna chica cuya pareja se hubiera desmayado y yaciera debajo de algún seto presa de un sopor etílico. Sin embargo, las chicas, aunque estuvieran en un estado lamentable o borrachas como cubas, seguían llevando a sus parejas a remolque. El amanecer se abría paso; la tenue luz que no se había apagado del todo durante la noche volvía a ser la fuerte luz del día. Se escuchaban los espantosos trinos de unos pájaros desconocidos y, desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco. En su intento desesperado de que la noche no acabara nunca, Gull fue a parar a la carpa del grupo pop, donde, pese a que la luz comenzaba a atravesar la lona, seguía reinando la oscuridad salpicada de luces parpadeantes y el ruido. El grupo ya se había ido y era un equipo de sonido el que reproducía sus canciones. Las cabriolas, más parecidas a acrobacias que a un simple baile, habían llegado a su fase más salvaje. Una suerte de desesperación se adueñó de los jóvenes cuando olfatearon el aire matutino. Los chicos se habían librado de sus chaquetas; algunos también de sus camisas. Las chicas se habían remangado los vestidos y bajado un poco las cremalleras. Tras la formalidad previa, el nuevo «atuendo» parecía de una elegancia desenfadada. Mirándose entre sí, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas, las parejas brincaban, se agachaban, giraban, hacían muecas, meneaban los brazos, las piernas, componiendo una imagen, pensó Gulliver, más propia del Inferno de Dante que de una juventud despreocupada presa del gozo primaveral.
—¡Hola, Gull! ¡Baila conmigo! ¡Llevo bailando sola una hora por lo menos!
Era Lily Boyne.
Sus frágiles brazos lo apresaron, le rodearon la cintura, y juntos se sumergieron girando y revoloteando en el torbellino ensordecedor.
Gulliver había escuchado comentarios sobre Lily de boca de «los otros», pero ella nunca había despertado su interés, salvo, fugazmente, la vez en que oyó a alguien decir que era una cocotte.
 
Iris Murdoch
El libro y la hermandad

 

14 marzo 2022

Sobre el cuco - El cuco gris de clara canción.

 Cruzamos la habitación hasta llegar a la puerta y la abrí, deteniéndonos en el umbral para mirar el panorama del exterior. El aire frío llegó hasta nosotros, penetrante. Estaba más oscuro, pero la última luz del día persistía con un brillo que parecía salir de la misma nieve. El blanco manto sin hollar se extendía hasta el punto en que las dos grandes acacias, cargadas y medio dibujadas contra la negrura, señalaban el final del césped y enmarcaban el panorama de colinas ahora invisibles en que se plegaban las perdidas aldeas de siderita de Sibford Gower y Sibford Ferris. La nieve caía calladamente y a plomo de un cielo sin viento, y por la puerta abierta percibíamos su enfático silencio. Estábamos encerrados, como en una tumba. En ese momento, oscuramente emborronado como en un dibujo chino, un mirlo que se dirigía a su nido se movió repentinamente al abrigo de un arbusto, giró la cabeza hacia nosotros y después se alejó rápidamente volando bajo sobre la nieve. A la luz crepuscular de la tarde vimos sus ojos y su pico naranja.
«El mirlo de tan negro color,
Con el pico anaranjado» murmuró Alexander.
—Lo citas demasiado oportunamente, hermano.
—¿Demasiado oportunamente?
—¿No recuerdas el resto?
—No.
«El malvis de notas tan puras,
El chochín de pequeñas plumas,
El pinzón, la alondra y el gorrión,
El cuco gris de clara canción.
Cuyas notas plenas en muchos hombres dejan huella
Y no osan desoír su llamada».
Alexander guardó silencio durante unos momentos. Después dijo:
—¿Has sido fiel a Antonia?
La pregunta me cogió por sorpresa. No obstante, contesté en seguida:
—Claro que sí.
Alexander suspiró. La luz entraba en el salón y proyectaba en el aire que se oscurecía un cono de oro por el que los copos de nieve, ya grises y apenas visibles, se filtraban para convertirse, durante unos momentos, antes de posarse, en oropel. De la ventana colgaba la rama de acebo que Rosemary trenzaba laboriosamente todas las navidades, como le había enseñado mi madre, adornaba con bolas de colores y naranjas y pájaros de larga cola, velas y muérdago, y en ese momento, vi a mi hermana subirse a una silla para encender las velas. Parpadearon y en seguida la llama se elevó con un fuerte brillo al balancearse el viejo y ambiguo símbolo con la brisa que siempre ronda esas altas ventanas victorianas que no encajan bien.
—¿Por qué «claro»? —dijo Alexander.
En ese momento oímos el tintineo del piano. Rosemary empezaba a tocar un villancico. Era Once in Roy al David’s City.
 
Iris Murdoch
La cabeza cortada
 
«La cabeza cortada» tiene tono de farsa y trata de un sexteto amoroso, o de un hexágono, según si a uno le parece que estas formaciones se parecen más a grupos musicales o a figuras geométricas, y según si le parece que sus miembros son más como intérpretes o más como lados de una misma cosa. Martin ama a su esposa, Antonia, y a su amante, Georgie. Un día, Antonia le cuenta que es amante de Anderson, y que se quiere casar con él, aunque no quiere salirse del todo de su actual matrimonio.
Se forma entonces un trío entre Martin, Antonia y Anderson. Luego Antonia se entera de la infidelidad de Martin, y se forma un amago de cuarteto con el trío anterior más Georgie. Martin se enamora a continuación de Honor, la hermana de Anderson, y la encuentra en la cama con Anderson, quien decide dejar a Antonia para seguir en su incesto. Georgie conoce al hermano de Martin, Alexander, y se compromete con él. Pero Alexander está enamorado de su cuñada, Antonia, de quien ha sido amante en secreto durante años.

25 febrero 2022

Sobre el cuco (46) - desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco. En su intento desesperado de que la noche no acabara nunca

 El amanecer se abría paso; la tenue luz que no se había apagado del todo durante la noche volvía a ser la fuerte luz del día. y, desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco. En su intento desesperado de que la noche no acabara nunca, Gull fue a parar a la carpa del grupo pop, donde, pese a que la luz comenzaba a atravesar la lona, seguía reinando la oscuridad salpicada de luces parpadeantes y el ruido. El grupo ya se había ido y era un equipo de sonido el que reproducía sus canciones. Las cabriolas, más parecidas a acrobacias que a un simple baile, habían llegado a su fase más salvaje. Una suerte de desesperación se adueñó de los jóvenes cuando olfatearon el aire matutino. Los chicos se habían librado de sus chaquetas; algunos también de sus camisas. Las chicas se habían remangado los vestidos y bajado un poco las cremalleras. Tras la formalidad previa, el nuevo «atuendo» parecía de una elegancia desenfadada. Mirándose entre sí, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas, las parejas brincaban, se agachaban, giraban, hacían muecas, meneaban los brazos, las piernas, componiendo una imagen, pensó Gulliver, más propia del Inferno de Dante que de una juventud despreocupada presa del gozo primaveral.

—¡Hola, Gull! ¡Baila conmigo! ¡Llevo bailando sola una hora por lo menos!
Era Lily Boyne.
Sus frágiles brazos lo apresaron, le rodearon la cintura, y juntos se sumergieron girando y revoloteando en el torbellino ensordecedor.

Iris Murdoch. 
El libro y la hermandad.

24 febrero 2022

Sobre el cuco (45) - ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco

 Ya se había hecho completamente de día. La luz terrible, inquisitorial, había acabado inundándolo todo, haciendo desaparecer el bosque encantado y la magia nocturna y revelando un panorama más parecido a un campo de batalla, de hierba pisoteada, botellas vacías, vasos rotos, sillas volcadas, prendas perdidas y toda clase de desagradables residuos humanos. Bajo el despiadado resplandor del sol, incluso las carpas parecían sucias y desaliñadas. Los mirlos, tordos, herrerillos, golondrinas, reyezuelos, petirrojos, estorninos y demás pájaros cantaban con fuerza, las palomas zureaban y los grajos graznaban, y, ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco. No obstante, la música de baile continuaba, aunque ahora al aire libre, bajo el cielo azul y despejado, pero entre el estruendo que armaban las aves sonaba mermada e irreal. Se estaba formando una cola para el desayuno, pero gran cantidad de gente parecía incapaz de dejar de bailar, como poseídas por un éxtasis o un deseo frenético de prolongar el hechizo y postergar el sufrimiento venidero: los remordimientos, el pesar, la esperanza empañada, los sueños hechos añicos y los horribles problemas cotidianos. A Gull le habría gustado desayunar algo. La idea de unos huevos con beicon parecía de pronto de lo más atractiva, pero no le apetecía hacer cola solo, y tenía la necesidad más fuerte e inmediata de sentarse, o mejor de tumbarse. Decidió descansar un rato y volver más tarde a por algo de comer, cuando la aglomeración fuera menor. El césped profanado, cubierto de basura, estaba asimismo salpicado, aquí y allí, de personas tumbadas, en su mayoría varones, algunos profundamente dormidos. Mientras los esquivaba, Gulliver pasó, aunque sin reconocerlo, junto al chal de cachemira de Tamar, ahora convertido en un guiñapo manchado después de que alguien lo hubiera usado para reparar un desastre provocado por una botella de vino tinto. Una tenue niebla pendía sobre el Cherwell. Pasó bajo la galería y salió al bosque. El bosque se había declarado, por motivos ecológicos y de seguridad, vedado a los asistentes al baile. Sin embargo, presumiblemente desde antes de que este concluyera, los guardas con sombrero hongo se habían esfumado y entonces infinidad de parejas se habían animado a dar un paseo entre los árboles. A lo lejos, en claros verdes y brumosos, vagaban los ciervos mientras los conejos corrían impetuosos en una y otra dirección. Gulliver avanzó tambaleándose un pequeño trecho, respirando el aire de primera hora de la mañana, delicioso, fresco y cargado de olores ribereños, y disfrutando de la hierba sin pisar. Se sentó debajo de un árbol y, entonces, se quedó dormido.

Tamar al fin había encontrado a Conrad. Se sentó un rato en una silla bajo una de las carpas y echó una cabezada. Cuando se despertó, había salido el sol y era un día radiante. La luz era espantosa.


Iris Murdoch. 

El libro y la hermandad.

23 febrero 2022

Sobre el cuco (44) - Bajaron las escaleras, cruzaron el claustro y caminaron bajo la cálida luz del sol, rodeados por el ensordecedor coro de aves y el fuerte canto del cuco

Gerard dijo enérgicamente:
—Hora de irse. Dejaré un sobre para el asistente de Levsquit.
A Rose le habría gustado volver a Londres con Gerard, pero había llevado su coche, en parte porque Gerard había dicho que iba a llevar a Jenkin, y en parte porque ella quería tener la opción de irse antes si se hubiera sentido cansada. Recogió el abrigo, que había dejado en el dormitorio de Levsquit. Hicieron una limpieza rápida y superficial de la estancia, sin poner verdadero empeño. Bajaron las escaleras, cruzaron el claustro y caminaron bajo la cálida luz del sol, rodeados por el ensordecedor coro de aves y el fuerte canto del cuco.
Gulliver estaba teniendo un sueño maravilloso. Una chica preciosa, de ojos negros, enormes y oscuros, pestañas largas y espesas, y boca húmeda y sensual, se inclinaba hacia él. Sintió su aliento cálido y dulce cuando los suaves labios de la chica tocaron su mejilla y su boca. Se despertó. Había una cara junto a la suya, y unos ojos negros y preciosos le devolvían la mirada. Un ciervo que se había topado con aquel bulto ovillado al pie de un árbol le había acercado su hocico negro y húmedo. Gulliver se incorporó de golpe. El ciervo retrocedió, le dedicó una última mirada y se alejó con un trote digno. Gulliver se frotó la cara, que el ciervo había humedecido con su hocico. Se puso en pie. Se encontraba fatal, y su aspecto era el fiel reflejo del malestar que sentía. Echó a caminar. Estaba tan mareado que veía luces brillantes danzando a su alrededor y una especie de jeroglíficos negros cuando miraba hacia los lados.

Iris Murdoch.
El libro y la hermandad.

24 enero 2022

Sobre el cuco (14) - a lo lejos el cuclillo lanzó de nuevo su grito loco y lascivo.

Los rayos del sol adormilado, que penetraban sesgados por la parte frontal de la casa, formaban alargados rectángulos color de oro en el marchito papel floreado que cubría las paredes de la gran estancia embaldosada que servía de comedor durante los fines de semana. La puerta principal estaba abierta de par en par, y por ella penetraban los distantes gritos de los cuclillos. Más allá del sendero de grava bordeado de hierba, más allá de la descendente explanada cubierta de césped recién cortado y del erecto seto de frambuesos, se divisaba el mar azul plata, de un color demasiado delgado y transparente para poderle llamar metálico, con calidad de papel de plata delgado como la piel; y el mar se alzaba y, en un punto indeterminado, se fundía con el pálido y esplendente azul del cielo de verano. En lo dorado y polvoriento del sol y en la etérea delgadez del mar había ya sugerencias de anochecida.

...

Ahora avanzaban a lo largo de una estrecha senda, encajonada entre altos márgenes de pronunciada pendiente, en los que las blancas florecillas de las ortigas formaban como una red, y la hierba se alzaba con fatiga sobre un musgo alto y amarillo que, a la luz del sol ardiente, presentaba un aspecto tan seco y polvoriento que difícilmente se hubiera dicho que pertenecía al reino vegetal. Reinaba allí un denso olor a polvo y vejez, que quizá procedía del musgo. Cerca, en el bosque, sonó el canto de un cuclillo, un canto frío, preciso, vacío, loco. Kate cogió la mano de Ducane, y dijo:

—Me parece que no te acompañaré en la visita a Willy. Últimamente ha estado un tanto deprimido, y estoy segura de que más valdrá que le veas a solas. Me parece que Willy nunca se suicidará. ¿Tú qué crees, John?

...

¡A volar!