Ya se había hecho
completamente de día. La luz terrible, inquisitorial, había acabado inundándolo
todo, haciendo desaparecer el bosque encantado y la magia nocturna y revelando
un panorama más parecido a un campo de batalla, de hierba pisoteada, botellas
vacías, vasos rotos, sillas volcadas, prendas perdidas y toda clase de
desagradables residuos humanos. Bajo el despiadado resplandor del sol, incluso
las carpas parecían sucias y desaliñadas. Los mirlos, tordos, herrerillos,
golondrinas, reyezuelos, petirrojos, estorninos y demás pájaros cantaban con
fuerza, las palomas zureaban y los grajos graznaban, y, ahora más potente,
desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco. No obstante, la música
de baile continuaba, aunque ahora al aire libre, bajo el cielo azul y
despejado, pero entre el estruendo que armaban las aves sonaba mermada e
irreal. Se estaba formando una cola para el desayuno, pero gran cantidad de
gente parecía incapaz de dejar de bailar, como poseídas por un éxtasis o un
deseo frenético de prolongar el hechizo y postergar el sufrimiento venidero:
los remordimientos, el pesar, la esperanza empañada, los sueños hechos añicos y
los horribles problemas cotidianos. A Gull le habría gustado desayunar algo. La
idea de unos huevos con beicon parecía de pronto de lo más atractiva, pero no
le apetecía hacer cola solo, y tenía la necesidad más fuerte e inmediata de
sentarse, o mejor de tumbarse. Decidió descansar un rato y volver más tarde a
por algo de comer, cuando la aglomeración fuera menor. El césped profanado,
cubierto de basura, estaba asimismo salpicado, aquí y allí, de personas
tumbadas, en su mayoría varones, algunos profundamente dormidos. Mientras los
esquivaba, Gulliver pasó, aunque sin reconocerlo, junto al chal de cachemira de
Tamar, ahora convertido en un guiñapo manchado después de que alguien lo
hubiera usado para reparar un desastre provocado por una botella de vino tinto.
Una tenue niebla pendía sobre el Cherwell. Pasó bajo la galería y salió al
bosque. El bosque se había declarado, por motivos ecológicos y de seguridad,
vedado a los asistentes al baile. Sin embargo, presumiblemente desde antes de
que este concluyera, los guardas con sombrero hongo se habían esfumado y
entonces infinidad de parejas se habían animado a dar un paseo entre los
árboles. A lo lejos, en claros verdes y brumosos, vagaban los ciervos mientras
los conejos corrían impetuosos en una y otra dirección. Gulliver avanzó
tambaleándose un pequeño trecho, respirando el aire de primera hora de la
mañana, delicioso, fresco y cargado de olores ribereños, y disfrutando de la
hierba sin pisar. Se sentó debajo de un árbol y, entonces, se quedó dormido.
Iris Murdoch
El libro y la hermandad
El libro y la hermandad
No hay comentarios:
Publicar un comentario