31 enero 2022

Sobre el cuco (21) - le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda

 La saya de Carolina y otros apuntes para retratos de hermosas

La Bella Otero
Cuando paso por Valga, camino de Caldas a Padrón y Santiago, sin darme cuenta me pongo a tararear aquello de:
A saia de Carolina
ten un lagarto pintado:
cando Carolina baila,
o lagarto dálle ao rabo.
Valga está estos días con sus manzanos estrenando las verdes hojas nuevas, y los cerezos en flor. Felices prados, en los que la abubilla saluda a don abril. Yendo hacia Raxoi —apellido de arzobispo compostelano—, le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda. Tengo amigos muy eruditos en carolinogía, algunos del Ullán, a los que tengo que preguntar dónde fue que el zapatero Venancio Romero, alias Conainas —mote que predestinaba a violentar el sexto—, se echó sobre la niña. Por el mes era de julio, siegas hechas, uvas pintando, romerías. La niña se llamaba Agustina Otero Iglesias y tenía once años. El Conainas tenía veinticinco y una flor en la oreja. La niña, a lo que dicen, parecía de quince, lo que es una atenuante. El Conainas, que trashumaba como solador de zuecos y remendón, ya había cambiado sonrisas con la rapaceta. A lo mejor, le había ofrecido unos zapatos nuevos. Unos zapatos para que Agustina Otero, luego Carolina, pudiese lucir en el San Roque de Caldas de Reis, en la Pascua de Padrón o en los Milagros de Amil. O en el Apóstol, en la propia Compostela, hecha de hermosura eso que aún dice la gente, comparando con la reina de Castilla, «una Berenguela». En el silencioso atardecer valgués en el surco hondo de un maizal, o en un pinar, allí fue la cosa. Pero no debió de haber zapatos, o los hubo a plazos, y la madre denunció al juez de Caldas la violación de la niña. Se conserva el proceso. Poco después, la muchacha saldrá a servir. A Santiago. Y tras largas y oscuras peripecias, que Piñeiro Ares o Manuel de la Fuente, biógrafos de la Bella Otero, pondrán un día en puntual literario, la de Valga aparecerá en París, sabiendo abanicarse deliciosamente, preguntando en francés si va a llover, bañándose todos los días, y apasionada por los helados tutti-frutti. ¡Carolina Otero! Me gustaría saber quién fue el primero que en Valga dio la noticia de que Agustina Otero Iglesias era aquella Carolina Otero que sacaba perlas de los bigotes de los grandes duques rusos, y diamantes de las orejas de los marqueses y los banqueros de Francia, tras bailar endemoniadamente un andaluz de propia minerva. Y lo del juego, si había hecho saltar la banca de Montecarlo, y si era cierto que Guillermo II escribía para ella la letra de una opereta. Ya se había puesto la saya de Carolina, la saya con el lagarto pintado, que dice la canción gallega. Acaso el primer sorprendido fuese el Conainas, que la tuvo en el campo. Corrían noticias de que galanes franceses rechazados por Carolina se habían suicidado. Los ojos se abrían, porque en Galicia no había galán francés conocido más que don Gaiferos de Mormaltán de mozo, vestido de color violeta. Y los únicos que en el país sabían algo de la vida nocturna de París eran los señoritos de Ourense, quienes ponían telegramas a los íntimos, detallando sus éxitos venéreos. Se corrió que Carolina estaba preñada del zar de Rusia, y que viajaba en colchón de pluma, no se malograse el fruto. Y cuando estalló la guerra del 14, se afirmó en las tertulias de Pontevedra que Carolina Otero había empeñado sus joyas en favor de la apisonadora zarista. Algo había de verdad. La moza de Valga, acaso llevada por los recuerdos de su estancia en San Petersburgo, había metido todo su dinero en el famoso empréstito ruso. Cuando muere en Niza, en la miseria, todavía estarán allí, en la maleta, los famosos bonos, amarillos, azules, verdes, blancos… Resoñando los días gloriosos, más de una vez, en las largas noches de invierno, sentada junto a la pequeña estufa, las piernas envueltas en una manta, Carolina habrá abierto la maleta y habrá recontado y acariciado aquellos papeles, en los que estaban escondidas las jornadas gloriosas, los amores grandes y pequeños, las horas locas de la ruleta, los brillantes reventando de luz, un río de champagne, dos o tres vizcondes muertos, relucientes monedas de oro, y la saya, la endemoniada saya con el lagarto pintado, que fue el gran secreto de Carolina: cuando Carolina baila, el lagarto le da al rabo.
Y Venancio Romero, alias Conainas, zapatero remendón de oficio, pasando la subela por el pelo entre puntada y puntada, levantaba la vista hacia el retrato de Carolina, arrancado de una revista ilustrada y pegado con engrudo en la pared; un retrato en el que Carolina, enseñando la pierna, sonríe golosona. Pero casi no la ve. El Conainas a quien ve, en la curva del camino, es a aquella amapola de un lejano mes de julio, en un cómaro.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Patio de los naranjos

Córdoba, tres días de un octubre

30 enero 2022

Sobre el cuco (20) - «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?»

 Cantando el cuco

Ya he escuchado, matinal, la solfa primera del polígamo augur, del cuco que anuncia el alegre tiempo. Todavía en mi valle natal pasarán algunas semanas antes de que se le oiga, al contador partidor de los amores, y pueda la niña que anda con un hato de ovejas pardas en el pastizal dialogar con él aquello de «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?». Y a contar el canto del cuco, como quien deshoja una margarita que dice la hora en que llega el galán, «se será por Pascoa ou pola Trindá». Este cuco que escuché ayer mismo en una arboleda del valle Miñor parecía sorprenderse de sorprender la mañana con su voz. Al gallego le preocupó lo de si el cuco emigraba, o echaba aquí escondido los largos inviernos. En un valle cercano al mío —en el Valadouro, que preside A Frouseira, una cumbre oscura en la que tuvo almenas el mariscal Pero Pardo, degollado por la justicia de los Reyes Católicos—, se comprobó que el cuco hiberna en el país. Habían echado al fuego un cachopo de roble, un toro de un tronco hueco, y ya prendían en él las alegres llamas —iba a escribir «las alegres mariposas», que lo son las llamas azules, rojas, doradas—, cuando de su escondite en el hueco salió el cuco, que fue a posarse en la campana de la chimenea. Despertando presto, dicen que comentó en voz alta:
—Axiña se foi este ano o inverno!
¡Que pronto se fue este año el invierno! Creía el cuco que el fuego era el sol de abril o mayo, y le sabían a poco las jornadas de sueño en su camarote. Hace algunos años, diez o doce, preocupó también en ambas riberas de la ría de Vigo el que se oyese al cuco por las noches, y hubo más de un arúspice y más de una meiga que anunciaron catástrofes, cometa o monstruo, como aquellos que en vísperas de que César pasase el Rubicón —léase en la Farsalia—, vio Arrunx de Luca, en mántico etrusco, nacidos de la propia tierra, sin necesidad de semilla. Yo le dirigí por entonces dos cartas sobre el asunto a José María Castroviejo, quien andaba muy inquisidor, preguntando y preguntándose qué iba a pasar con la nocturnidad canora del cuclillo. Le citaba al doctor Johnson, quien sostiene que hay animales que sueñan y otros no, y al cuco podía despertarlo una pesadilla. Frobenius o Blaise Cendrars, que no recuerdo bien, hablan de un ave africana que sueña que arde la selva, y aterrada se precipita a las aguas de los grandes ríos, donde muere ahogada. Yo quise tranquilizar a las gentes, diciéndoles que el cantar por las noches el cuco quizá fuese por productividad, y que si anunciaba algo todo lo más sería una epidemia de peladas barberas, cosa que siempre se supo por aves…
Pero el cuco que escuché la pasada mañana llena de sol, más allá de las camelias en flor del huerto de un pazo hacia los álamos que se cubren de hojillas nuevas, estaba despreocupado de agüeros, simplemente feliz porque su anuncio de alegre tiempo era irrefutable.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

29 enero 2022

Sobre el cuco (19) - Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar

 El cuco

Este año hemos vuelto a ver cigüeñas en Galicia, en la hermosa villa de Sarria. Las cigüeñas habían desaparecido hace muchos años de nuestros valles, del de Verín, de Lemos, del de Sarria. Confiemos en que la pareja que ha venido a Sarria a hacer su nido, el próximo año traiga con ella otras parejas más. Y el que ha venido tempranero es el cuco. Ha ido al monasterio de Poio, sobre la ría de Pontevedra —dicen que en él está enterrada Santa Trahamunda, una virgen vagabunda que algunos quisieron titular de patrona de los saudosos, porque se fue, recordó, tuvo soledades y regresó—, y dando un paseo al dulce sol ribeirano, escuché al cuco, por vez primera este año. Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar. Un cuco que decía como el cómico malo los versos y el sacristán los latines. Se veía bien que no le emocionaba la hermosa tarde soleada, llena de camelias, ni le importaba emocionar a nadie. Era la gran ocasión para un cuco alegre, expectante de la primavera, generoso en los augurios. Como debió serlo aquel cuco del poema de William Henry Davies, que se pone a cantar cuando ha cesado de llover y ha aparecido el arco iris. El poeta habla a las vacas y a las ovejas, a las que dice por qué está tanto tiempo parado en la hierba que mojó la lluvia. Pues porque «a rainbow and a cuckoo’s song / may never come together again…»«un arco iris y un cuco cantando / quizás nunca más juntos los encuentre; nunca los encuentre juntos, de este lado del sepulcro»«may never come / this side the tomb…».
¿Cómo puede ser que un cuco cante aburrido en el bosque de la primavera? ¿Es que, como aquellos del Dante, es triste en el aire que del sol se alegra? El mundo va a peor cada día, cucos incluidos.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

En las calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

28 enero 2022

Sobre el cuco (18) - aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus»

 En la muerte de un bosque

Algunos de mis lectores recordarán que más de una vez he escrito acerca del bosque de Silva. Un bosque que en mi Mondoñedo yo veía todas las mañanas al levantarme y escuchaba todas las noches, cuando el vendaval lo sobresaltaba. El bosque cubría una colina antigua. Pravias, álamos, chopos, abedules, algunos robles y castaños mezclaban sus ramas en él. Al pie de la colina, regando parvos prados, va el Sixto, un regato claro, que más abajo, antaño, será el foso junto a la cerca de la ciudad. Entre el bosque y el río sube el camino viejo a Lugo, descalzo por las torrenteras. En marzo yo escuchaba en el bosque el cuco agorero, que despertaba a un tiempo para amores y para profecías. El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos, donde el abrigo del norte son parras vetustas y fecundas. Los cuervos cubrían con su grave vuelo la distancia que hay entre el bosque y los agros alcantarinos del Sabelo. Al caer la tarde, palomas torcaces regresaban a sus nidos. Y en la hora vespertina, en el verano, en el enorme silencio saludé una vez respetuosamente al encantador serótino:
Quita a monteira, amigo
que xa o reiseñor
vai cantando no bosque,
ferido de amor!
Pero la hora más hermosa del bosque de Silva llegaba cuando mediaba otoño y grandes manchas rojas y doradas sustituían al verde en la espesura forestal. Una mañana cualquiera, con grandes y oscuras nubes en el cielo, aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus», en la plenitud de su poder, y con sus manos abiertas se llevaba todas las hojas secas. Y quedaba en el bosque desnudo. Pero los días en que habitaba el otoño en las copas de los árboles, yo tenía vecino, visto desde mi ventana, un país profundo de Claudio de Lorena, uno de aquellos bosques en los que la imaginación europea aprendió a contemplar precisamente el otoño —invención tardía de la sensibilidad occidental.
Pues ese bosque vecino mío lo han ido talando. Descubierta queda la corona de la colina castrexa, y yacen en la ladera los troncos, que los leñadores han descortezado lentamente. Tengo la triste sensación de haber perdido un gran amigo, un compañero de ocios. Y como le imaginaba al bosque mío todos los misterios que son propios de las selvas, aprendidos en mil relatos, ¡ah, Brocelandia de Arturo y de Merlín!, he perdido también la estampa que me servía para poner de fondo en las historias que más amé, y amo todavía. Para mí el bosque de Silva lo era todo, y especialmente Sangri-la, es decir, la espesura que en su corazón ocultaba un claro con una fuente, el jardín de la Edad de Oro.
Está visto que no le dejan a uno envejecer en paz. Y he durado yo más que el bosque. Quisiera encontrar palabras para los versos de una elegía, en la que poder decirle al bosque, al oído, que existe la resurrección de las verdes ramas, allá, en el Paraíso.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Una ventana con flores

Córdoba, tres días de un octubre

27 enero 2022

Sobre el cuco (17) - En abril me gusta escuchar el cuco agorero

 El ruiseñor

En abril me gusta escuchar el cuco agorero, con su voz amarga madrugando en el bosque. Y ahora, en agosto, el ruiseñor. Lo escuché hace cuatro o cinco días en un valle ourensano de viñas, en un otero, un pazo con dos cipreses en el jardín. «Palomar y ciprés, pazo es», dice el refrán, enseñándole al viajero la calidad de la casa que contempla desde una vuelta del camino. Hubo un pintor inglés que le gustó mucho a Dickens, un pintor fantástico. Se llamó Francisco Oliverio Finch. Uno de sus cuadros se titulaba «El castillo de la Indolencia», y se aseguró que adormilaba al contemplador. Yo tuve durante muchos años en una carpeta una reproducción de un cuadro de Finch, una lámina recortada de una revista. Se titulaba el cuadro «Ideal landscape from Keats’ Ode to the Nightingale», «Paisaje ideal para la oda de Keats al ruiseñor», y escuchando el cantor vespertino en aquel pequeño valle recordé el cuadro de Finch y me pareció que el país era el mismo, tan vestido de verde, tan hondo hacia Levante, el río en sus vueltas y revueltas imitando lagunas plateadas y el sol ciñendo de oro las fatigadas cumbres que cierran el valle. Creo recordar que en el cuadro de Finch había un hombre que contemplaba, desde la puerta de una casa, en primer término, el valle donde cantaba el ruiseñor. Donde cantaban el ruiseñor y Keats. Tenía un sombrero azul en la mano —¿lo tenía o sueño que lo tenía?—. Escuché durante un rato el ruiseñor, tan melancólico como suele, y recordé un verso de mocedad: «reiseñor, corazón do meu silencio fonte»… («ruiseñor, corazón, de mi silencio fuente»…).

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Se recogen aquí gran parte de los artículos publicados por Álvaro Cunqueiro en la revista catalana Destino entre 1961 y 1976. Aunque su colaboración comenzó en 1938, se reúnen en este volumen sólo aquellos artículos que no han visto la luz en formato de libro. En total, se presentan casi trescientos artículos, clasificados en las siguientes secciones: «En la ruta de la seda», un itinerario que transcurre entre Venecia, Córdoba y China; «Florilegio» recoge publicaciones de tema literario, de Sherlock Holmes al caballero de Olmedo; «Onírica», un conjunto de textos mágicos donde habitan brujas, demonios y unicornios; «Retratos de hermosas», con cinco visiones femeninas, desde la bailarina Cléo de Mérode a la reina de Saba; en «Del lejano país» surge el mundo gallego, con sus tópicos revisitados (lobos, curanderos) y el Camino de Santiago; unas «funestas lentejas» o una «teoría e iluminaciones del aguardiente» son ejemplos, en «De lo coquinario y vinícola», del Cunqueiro gastrónomo; «De santos y otras gentes», un recorrido por las vidas de santos y otros personajes singulares; «El variado mundo», artículos de la década de 1970 donde se analiza la actualidad; por último, «En tiempo de adviento» recorre las tierras gallegas en busca de las tradiciones paganas y religiosas de la Navidad.

En Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

26 enero 2022

Sobre el cuco (16) - En Galicia creemos que al cuco le gusta que le den el don y le llamen con nombre de humano.

El cuco
Creo recordar que el año pasado, por estas mismas fechas, les dije a ustedes que había llegado el cuco a esta orilla de la ría viguesa, y que yo había, pasando cerca de una robleda, escuchado cantar al ave que todo Occidente tiene por agorera. Un poeta inglés salió una vez al campo y, en mañana de lluvia, vio que se abrían las nubes para dejar paso un rayo de sol, y escuchó el cuco cantar. Se dijo, emocionado: «¡grandes y hermosos son los tiempos! ¡Hasta el Paraíso quizá no me sea dado asistir a nada semejante!». Yo iba anteayer distraído, y me sorprendió el monótono canto. Puedo decir que me dio un vuelco el corazón, y me quedé un rato escuchando la voz que venía del bosque. En Galicia creemos que al cuco le gusta que le den el don y le llamen con nombre de humano. Martiño, es decir, Martín, por ejemplo. Hace años viajaba yo a Ourense con un amigo y sus hijos, pequeñuelos de ocho y diez años; paramos junto a un bosque y, siendo abril, me extrañó no escuchar cuco en la dulce mañana. Por si estaba dormido, me puse a despertarlo a grandes voces:
—Ei, señor cuco! Ei, don Martiño!
Y desde los robles y los castaños vino la respuesta:
—¡Cu có! ¡Cu có! ¡Cu có!
Fue como un milagro, de aquellos que hacían los santos que hablaban con los pájaros, antaño.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Se recogen aquí gran parte de los artículos publicados por Álvaro Cunqueiro en la revista catalana Destino entre 1961 y 1976. Aunque su colaboración comenzó en 1938, se reúnen en este volumen sólo aquellos artículos que no han visto la luz en formato de libro. En total, se presentan casi trescientos artículos, clasificados en las siguientes secciones: «En la ruta de la seda», un itinerario que transcurre entre Venecia, Córdoba y China; «Florilegio» recoge publicaciones de tema literario, de Sherlock Holmes al caballero de Olmedo; «Onírica», un conjunto de textos mágicos donde habitan brujas, demonios y unicornios; «Retratos de hermosas», con cinco visiones femeninas, desde la bailarina Cléo de Mérode a la reina de Saba; en «Del lejano país» surge el mundo gallego, con sus tópicos revisitados (lobos, curanderos) y el Camino de Santiago; unas «funestas lentejas» o una «teoría e iluminaciones del aguardiente» son ejemplos, en «De lo coquinario y vinícola», del Cunqueiro gastrónomo; «De santos y otras gentes», un recorrido por las vidas de santos y otros personajes singulares; «El variado mundo», artículos de la década de 1970 donde se analiza la actualidad; por último, «En tiempo de adviento» recorre las tierras gallegas en busca de las tradiciones paganas y religiosas de la Navidad.

En Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

25 enero 2022

Sobre el cuco (15) - la llamada del cuclillo desde los montes de robles

RESUELTO, PERO LLENO de aprensiones, Noel se detuvo a tomar aliento en el primer rellano de la escalera. Abrió una ventana y miró hacia el mundo. Era, sin duda, un mundo familiar. Sobre ese mismo paisaje había abierto su ventana, sólo veinticuatro horas antes, pues el día anterior había madrugado para galopar hacia Horton Down.

Dos largas manchas grises se movían a lo lejos en el parque. Una era la niebla, arrastrándose, arremolinándose y dispersándose en la atmósfera; la otra, el rebaño, que empezaba a pastar en la pradera cubierta de rocío.

El día anunciaba ya su reino. El aroma de las lilas, denso como el de los azahares, se escapaba de los jardines. El coro en sordina de la aurora se aguzaba en notas ya distintas. Eran las currucas con su monótono canto descendente, y los pinzones con el suyo jubiloso. Eran los efectos de suspenso a cargo sólo de los reyezuelos, indecisos entre callar o responder. Y dominador e insistente, como si temiera ser condenado al silencio por una quincena o por una semana, la llamada del cuclillo desde los montes de robles. Para Noel, que salvo algunas pocas variedades conocidas de los brezales sólo consideraba a los pájaros como ingenuos poetas de la naturaleza y emisarios de las doncellas, estos sones llegaban confundidos. Pero esa simple sensación integral resultábale perturbadora, y miró casi con ansiedad alrededor buscando un signo cualquiera, indicador de que todo había cambiado.

Y el signo estaba allí. Estaba allí bajo la forma de un rizo de humo que se elevaba, una hora antes de lo habitual, en medio del panorama. Era Mrs. Manley, en la verja sur, sabedora de que el cielo se había desplomado, y dispuesta a afrontar lo desconocido adelantando la rutina del día. Estaba allí, más evidente aún, en la figura de los policías de guardia. Y estaba también encarnado en ese pequeño grupo que subía a la cumbre de la colina de Horton, precedido por una silueta gesticulante, y seguido por otro grupo cargado con cámaras, esta vez al parecer de tipo cinematográfico y telescópico.

Y también estaba, aunque Noel no lo supiera, en el par de automóviles que volaba por la pendiente de la carretera de Horton: era la prensa, que se bebía los vientos por llegar a Scamnum Court.

Y estaba igualmente allí, aunque lo ignorara también, en esa lejana pincelada blanca sobre el horizonte. Porque ése era el humo del expreso que llevaba las noticias de Londres hacia el sur y el oeste; y la historia de Scamnum figuraba impresa en dos pulgadas de tinta roja en todos los periódicos. Es decir, en todos excepto en el Despatch Record, cuyo redactor había contado con algunos minutos suplementarios para dedicarle una columna entera en letras llameantes, que fue el comentario de Fleet Street durante varios días.

Noel se inclinó un poco más sobre el alféizar de la ventana, calculó automáticamente la posibilidad de escupir sobre el casco de un policía apostado debajo, y luego volvió rápidamente la vista a la fachada este. En la más remota lejanía se divisaba una fugitiva línea azul.

—«El mar —cantó— yace risueño a lo lejos…».

Saludó con la mano al policía, estupefacto.

—«Y en las praderas y en los campos bajos

queda toda la dulzura de todas las auroras…».

Y luego de haberse reanimado con procedimiento tan peculiar, cerró de golpe la ventana, trepó los escalones que le faltaban y golpeó enérgicamente la puerta de Diana Sandys.

—¡Hola! —saludó Diana, que estaba sentada en la cama, con un lápiz de oro detrás de la oreja, y comiendo bombones de chocolate—. Entre.

Miró con cierta vacilación a su visitante.

—Puede usted sentarse en la cama —invitó, por último, con decisión.

Noel se sentó a los pies de la cama. Hubo una pausa que pudo resultar incómoda si tanto Noel como Diana no hubieran sabido que por lo menos uno de los dos no se sentía incómodo.

—A esto le llamo yo una nochecita —dijo Noel al cabo de un momento.

—Una noche de todos los diablos.

El lenguaje de Diana era a veces un poco efectista y las Terborgs, sin duda, lo desaprobaban.

—Sin embargo, no la ha dejado anémica —prosiguió Noel galantemente.

—¿No me ha dejado qué? Tome un bombón.

Michael Innes
¡Hamlet, venganza!
John Appleby - 2
El séptimo círculo - 34
Selecciones Séptimo Círculo - 14

En el transcurso de la representación del drama shakespeariano, Polonio, oculto tras los cortinajes, muere de un disparo de pistola. En «¡Hamlet, venganza!», así pues, la ficción se funde con la realidad y el teatro isabelino con la novela policiaca dentro de la sorprendente y original estructura que la maestría de Michael Innes logra articular.

En Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

24 enero 2022

Sobre el cuco (14) - a lo lejos el cuclillo lanzó de nuevo su grito loco y lascivo.

Los rayos del sol adormilado, que penetraban sesgados por la parte frontal de la casa, formaban alargados rectángulos color de oro en el marchito papel floreado que cubría las paredes de la gran estancia embaldosada que servía de comedor durante los fines de semana. La puerta principal estaba abierta de par en par, y por ella penetraban los distantes gritos de los cuclillos. Más allá del sendero de grava bordeado de hierba, más allá de la descendente explanada cubierta de césped recién cortado y del erecto seto de frambuesos, se divisaba el mar azul plata, de un color demasiado delgado y transparente para poderle llamar metálico, con calidad de papel de plata delgado como la piel; y el mar se alzaba y, en un punto indeterminado, se fundía con el pálido y esplendente azul del cielo de verano. En lo dorado y polvoriento del sol y en la etérea delgadez del mar había ya sugerencias de anochecida.

...

Ahora avanzaban a lo largo de una estrecha senda, encajonada entre altos márgenes de pronunciada pendiente, en los que las blancas florecillas de las ortigas formaban como una red, y la hierba se alzaba con fatiga sobre un musgo alto y amarillo que, a la luz del sol ardiente, presentaba un aspecto tan seco y polvoriento que difícilmente se hubiera dicho que pertenecía al reino vegetal. Reinaba allí un denso olor a polvo y vejez, que quizá procedía del musgo. Cerca, en el bosque, sonó el canto de un cuclillo, un canto frío, preciso, vacío, loco. Kate cogió la mano de Ducane, y dijo:

—Me parece que no te acompañaré en la visita a Willy. Últimamente ha estado un tanto deprimido, y estoy segura de que más valdrá que le veas a solas. Me parece que Willy nunca se suicidará. ¿Tú qué crees, John?

...

Calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

23 enero 2022

Sobre el cuco (13) - cuando un cuco macho se aparea, lo hace con un cuco hembra

  El libro genético de los muertos

Recuerda la sabiduría de los viejos días… *
W.B. Yeats, The Wind Among the Reeds [El viento entre las cañas] (1899)
* Remember the wisdom out of the old days…
La primera redacción escolar que puedo recordar llevaba por título «El diario de un penique». Uno tenía que imaginar que era una moneda y contar su historia, de cómo pasó cierto tiempo en un banco hasta que fue entregada a un cliente, cómo sintió el tintineo de las demás monedas en el bolsillo, cómo fue entregada en pago de alguna compra, cómo fue entregada a otro cliente como cambio, y después… bueno, seguro que el lector escribió también una redacción similar alguna vez. Es útil pensar del mismo modo en un gen que viaja no de un bolsillo a otro, sino de un cuerpo a otro a través de las generaciones. El primer punto que la analogía de la moneda deja claro es que, por supuesto, no hay que tomar la personificación del gen al pie de la letra, del mismo modo que cuando teníamos siete años de edad no pensábamos que nuestras monedas pudieran hablar. La personificación es a veces un artificio útil, y el que algunos críticos nos acusen de tomarla al pie de la letra es casi tan estúpido como el hecho mismo de tomar la personificación al pie de la letra. Los físicos no están literalmente «encantados» por sus partículas, y el crítico que les acusara de ello sería un fastidioso pedante.
Llamamos «acuñación» de un gen a la mutación que lo hizo nacer por alteración de un gen previo. Sólo una de las muchas copias de un gen en la población se modifica (por un evento de mutación, pero una mutación idéntica puede modificar otra copia del mismo gen en el acervo genético en algún otro momento). Las demás continúan produciendo copias del gen original, que ahora puede decirse que compite con la forma mutante. Producir copias es, desde luego, algo que los genes, a diferencia de las monedas, hacen extraordinariamente bien, y nuestro diario de un gen debe incluir las experiencias no de los átomos concretos que constituyen el ADN, sino las experiencias del ADN en forma de múltiples copias a lo largo de generaciones sucesivas. Como vimos en el capítulo anterior, gran parte de la «experiencia» de un gen de las generaciones anteriores consiste en interactuar con otros genes de su misma especie, y ésta es la razón por la que cooperan de manera tan amigable en la empresa colectiva de construir cuerpos.

En Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

22 enero 2022

Sobre el cuco (12) - La hembra del cuco pone lo menos cinco o seis huevos

Hállanse numerosas especies de aves en las verdeantes llanuras que rodean a Maldonado. Hay allí varias especies de una familia que por su conformación y sus hábitos se aproxima mucho a nuestro estornino; una de esas especies (Molothrus niger) tiene unas costumbres muy notables. Con frecuencia puede verse a muchos de sus individuos posados en los lomos de un caballo o de una vaca; cuando se encaraman sobre un seto, limpiándose las plumas al sol, intentan algunas veces cantar o más bien silbar. El sonido que emiten es singularísimo: se asemeja al ruido que haría el aire saliendo por un pequeño orificio debajo del agua, pero con fuerza suficiente para producir un sonido agudo. Según Azara, este ave deposita sus huevos en los nidos de otras, como hace el cuco. Los campesinos me han dicho varias veces que hay ciertamente un ave que tiene esta costumbre; mi ayudante, persona muy cuidadosa, encontró un nido del gorrión de este país (Zonotrichia matutina), nido que contenía un huevo mayor que los otros, de color y forma diferentes también. Hay otra especie de Molothus en la América del Norte (Molothrus pecoris) que tiene esa misma costumbre del cuco y que desde todos los puntos de vista se asemeja mucho a la especie del Plata, hasta en el insignificante detalle de posarse en el lomo de las reses; sólo difiere de ella en ser un poco más pequeña, y en que su plumaje y sus huevos tienen un tinte algo diferente. Esta semejanza chocante de conformación y de costumbres en especies representativas que habitan en los dos extremos de un gran continente, tiene siempre sumo interés, aunque se encuentra con frecuencia.

Mr. Swainson ha advertido con mucha razón que, excepto el Molothrus pecoris (al cual conviene añadir el Molothrus niger), los cucos son las únicas aves que realmente pueden llamarse parásitas, es decir «que se adhieren, digámoslo así, a otro animal vivo, animal cuyo calor hace desarrollarse a su cría, que alimenta a sus hijuelos y la muerte del cual causaría la de éstos». Es muy de notar que algunas especies del cuco y del molotro, aunque no todas, hayan adoptado esta extraña costumbre de propagación parásita, cuando difieren casi todas sus otras costumbres. El molotro es un ave esencialmente sociable, como nuestro estornino, y vive en llanuras abiertas sin tratar de esconderse o de ocultarse; por el contrario (como todo el mundo lo sabe), el cuco es tímido en extremo, no frecuenta sino los matorrales más retirados y se alimenta de frutos y de orugas. Estos dos géneros tienen también una conformación muy diferente. Se han propuesto muchas teorías, llegándose a invocar hasta la frenología, para explicar el origen de ese tan curioso instinto que induce al cuco a poner sus huevos en los nidos de otras aves. Creo que sólo las observaciones de M. Prévost han dado alguna luz respecto a este problema. La hembra del cuco pone lo menos cinco o seis huevos; según la mayor parte de los observadores; y, según M. Prévost, tiene que ayuntarse con el macho cada vez que ha puesto uno o dos huevos. Pues bien, si la hembra se viese obligada a incubar sus propios huevos, tendría que incubarlos todos juntos, y por consiguiente, los de las primeras puestas quedarían abandonados tanto tiempo que se pudrirían, o tendría que ir incubando cada huevo por separado, inmediatamente después de ponerlo; y como el cuco permanece en nuestro país mucho menos tiempo que ninguna otra ave emigrante, la hembra no dispondría del necesario para ir incubando uno tras otro todos sus huevos durante su permanencia. El hecho de que el cuco se ayunta varias veces y la hembra pone los huevos con intervalos, parece explicar que los deposite en los nidos de otras aves y los abandone a los cuidados de sus padres postizos. Estoy tanto más dispuesto a aceptar esta explicación, cuanto que, como pronto se verá, he llegado de una manera independiente a adoptar las mismas conclusiones respecto a los avestruces de la América meridional, cuyas hembras son parásitas unas de otras, si así puede decirse; en efecto, cada hembra deposita varios huevos en los nidos de otras hembras, y el macho se encarga de todos los cuidados de la incubación, como los padres postizos respecto al cuco.

Charles Darwin,
Viaje de un naturalista alrededor del mundo

En Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

21 enero 2022

Sobre el cuco (11) - Entraba y salía, en los círculos de la tarde serena, el frívolo cuclillo con su flautín irreverente.

Negro, sobre la lumbrada del ocaso, el arruinado molino tenía inmóviles las aspas. El Marqués de Bradomín, a mitad de la cuesta, muy velazqueño con atavíos de cazador, oía los cuentos de la molinera, y atendían de lejos, sentadas en un ribazo del camino, Feliche y la Marquesa Carolina. Agorinaba la molinera:

—¡Subitáneo, mi señorita! ¡Subitáneo! ¡Fue aquel desate un propio santiamén de Lucifer! ¡Como lo pinto! ¡A pique de perecernos sin el aviso de la viga!… ¡Y vaya un revuelo de tejas por los aires, más negras que cárabos! ¡Como lo pinto! ¡Propio desboque de yeguas era aquel tumulto de mares monte abajo! ¿Y ahora qué se hace? ¡Buscar una cueva para acabar estos tristes años! ¡Todo aquel arreglo bendito se lo llevó el desate de aguas! ¡Santísimo Dios! ¡Ya nos tienes otra vez coritos como al nacer! ¿Qué cueva nos deparas, Justo Juez? ¡Y si tampoco quieres darnos una cueva, mándanos un tabardillo y acaba tu obra misericordiosa, ya que tan desnudos nos dejaste! ¡No lo descuides, Rey de los Cielos! ¡Cinco inocentes, dos de un parto, un hombre impedido que pinga los reumas!… ¡Y qué te cuento, si sabido lo tienes!

En el cielo raso y azul, serenaban las lejanías sus crestas de nieves, y en pujante antagonismo cromático encendía sus rabias amarillas la retama de los cerros. Remansábase el agua en charcales. Asomaba, en anchos remiendos, el sayal de la tierra. Volaban los pájaros en aparejado noviazgo: Entraba y salía, en los círculos de la tarde serena, el frívolo cuclillo con su flautín irreverente.

Ramón María del Valle-Inclán
La Corte de los Milagros
El ruedo ibérico - 1

En los últimos años del reinado de Fernando VII el absolutismo va mitigando su rigor, mientras que en la corte se va formando una vasta intriga alrededor del hermano del monarca, que continúa con la subida al trono de Isabel II tras la derogación de la ley sálica. Todo su reinado será una serie ininterrumpida de conspiraciones, revueltas y camarillas. Trazando la caricatura de la ya de por sí esperpéntica realidad, Valle acierta a exponer todos los tópicos vigentes, todos los lemas de los partidos, y a componer un mosaico de personajes reales e inventados, a través de la historia de la familia Torre-Mellada. Una obra protagonizada por las intrigas, el cabildeo y las camarillas de una época en la que no faltaron milagros palaciegos ni monjas estigmatizadas.

Patios de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

20 enero 2022

Sobre el cuco (10) - Un cuco, posado sobre el montante de una puerta, cantaba su entrecortada canción de junio: «cucú»

Los niños estaban en el teatro; representaban ante las Tres Vacas todo lo que recordaban de El sueño de una noche de verano. Su padre les había preparado un pequeño resumen de la gran obra de Shakespeare, y ellos lo habían repetido, con su madre y con él, hasta aprenderlo de memoria. Comenzaban allí donde Nick Bottom, el tejedor, aparece entre los arbustos con una cabeza de asno sobre los hombros, y encuentra dormida a Titania, Reina de las Hadas. De ahí saltaban al momento en que Bottom pide a tres pequeñas hadas que le rasquen la cabeza y le lleven miel, y deteníanse cuando Bottom se duerme en los brazos de Titania. Dan hacía los papeles de Puck y Nick Bottom, y también los de las tres hadas. Llevaba un casquete de tela de orejas puntiagudas, para representar a Puck, y una cabeza de asno de papel, procedente de uno de los navideños petardos con sorpresa —pero se rompía cuando no se tenía cuidado con ella—, para representar a Bottom. Una, en el papel de Titania, llevaba una guirnalda de ancolias y una rama de digital como varita.

El teatro se hallaba en una pradera llamada el Campo Largo. Un canalillo, que alimentaba a un molino situado a dos o tres prados de allí, rodeaba una de las esquinas, y, en medio de ellas, se encontraba un viejo Ruedo de hadas de yerba oscurecida, que hacía las veces de escena. Los bordes del canalillo, cubiertos de mimbres, de avellanos y de bolas de nieve, ofrecían cómodos rincones para esperar el instante de entrar en escena; y una persona mayor que había visto el lugar decía que el mismo Shakespeare no hubiese podido imaginar mejor cuadro para su obra. Con toda seguridad no se les hubiera permitido representar en la misma noche de San Juan, pero la víspera de esta fiesta habían bajado después del té; a la hora en que las sombras crecen, y habían llevado sus cenas: huevos duros, galletas «Bath Oliver» y sal en un paquete. Las Tres Vacas habían sido ya ordeñadas y pastaban incesantemente y el sonido que producían al arrancar la yerba podía oírse hasta el límite del prado; el ruido del molino, al trabajar, imitaba el de los pasos de unos pies descalzos sobre la hierba. Un cuco, posado sobre el montante de una puerta, cantaba su entrecortada canción de junio: «cucú», mientras un martín pescador cruzaba afanoso la pradera entre el canalillo y el arroyo. El resto no era más que una especie de calma espesa y soñolienta, perfumada de ulmarias y de yerba seca.

La obra marchaba de maravilla. Dan se acordaba de todos sus papeles, —Puck, Bottom, y las tres hadas—, y Una no olvidaba una sola palabra del de Titania, incluso el difícil pasaje en que ella dice a las hadas que habrá que alimentar a Bottom con «albaricoques, higos maduros y zarzamoras», y donde todos los versos tenían la misma rima. Los dos estaban tan contentos que la representaron tres veces, de cabo a rabo, antes de sentarse en el centro del Ruedo para comerse los huevos y las galletas «Bath Oliver». Fue entonces cuando oyeron entre los chopos del ribazo un silbido que los sobresaltó bastante.

Los arbustos se abrieron. En el mismo lugar en que Dan había representado el personaje de Puck, vieron a un pequeño ser cetrino, de anchos hombros, orejas puntiagudas, nariz roma, ojos azules y separados y en cuyo conjunto una mueca sonriente hendía el rostro cubierto de manchas rojizas. Se protegió los ojos como si mirara a Quince, Snout, Bottom y los demás en trance de repetir Piramo y Tisbe, y con una voz profunda, como la de las Tres Vacas cuando pedían ser ordeñadas, comenzó:

¿Qué rústicos bribones aquí se pavonean

tan cerca de la cuna de nuestra Hada Reina?

Se detuvo y llevó una de sus manos tras su oreja, y con la mirada chispeante de malicia continuó:

¿Es esto una comedia? Yo seré espectador

y, si veo un motivo, seré también actor.

Los niños le miraron embobados. El hombrecillo —apenas llegaría al hombro de Dan— entró tranquilamente en el Ruedo.

—Ya he perdido un poco de práctica —dijo—, pero así es cómo se representa mi papel.

Los niños no habían cesado de mirarle, desde su sombrerillo azul oscuro, semejante a una flor de ancolia, hasta sus pies descalzos y velludos. Por último él se echó a reír.

—Os ruego que no me miréis así. No es ciertamente mi defecto. ¿Qué podíais esperar de otro? —dijo.

—Nosotros no esperamos nada —repuso Dan lentamente—. Este campo es nuestro.

—¿Sí? —dijo el visitante, sentándose—. Entonces, ¿por qué, gran Dios, representáis El sueño de una noche de verano tres veces seguidas en víspera de San Juan, en medio del Ruedo y al pie sí precisamente al pie de una de las más viejas colinas que poseo en la vieja Inglaterra? La colina de Pook; la colina de Puck; la colina de Puck; la colina de Pook. Está tan claro como el agua.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook

Pinto, Plaza Mayor

Pinto, Plaza Mayor

19 enero 2022

Sobre el cuco (9) - El valle estaba tan lleno de forjas y refinerías como un bosquecillo está lleno de cucos en mayo.

La granjera acudió a la puerta con un niño en brazos; se protegió los ojos contra el sol, se inclinó para recoger una brizna de romero y se alejó por el huerto. El viejo podenco, en el barril que le servía de caseta, lanzó algunos ladridos para demostrar que se quedaba al cuidado de la casa vacía. Puck empujó la puerta del jardín, que chirrió al abrirse.
—¿Te maravilla que ame este rincón? —preguntó Hal, en un soplo de voz—. ¿Qué puede saber la gente de la ciudad acerca del carácter de las casas o de la tierra?
Se sentaron en fila sobre el viejo banco de roble desbastado del jardín de los Tilos, y contemplaron luego, sobre la otra vertiente del valle cruzada por el arroyo, las sinuosidades de la Forja cubiertas de helechos tras la cabaña de Hobden. El anciano tocaba un fagot en su jardín, cerca de las colmenas. Antes de que el ruido causado por el golpe de la podadera llegase a sus perezosos oídos, había transcurrido un segundo.
—¡Dios! —exclamó Hal—. Ahí donde se encuentra ese viejo compadre hallábase en otro tiempo la Forja de Abajo, la fundición del maestro John Collins. ¡Cuántas noches me ha sobresaltado el martilleo de su macho! ¡Bum, bum! ¡Bum, bum! Si el viento procedía del Este, podía oír a la forja del maestro Tom Collins contestar a su hermano: ¡Bom, bom! ¡Bom, bom! Y a medio camino entre ambas, los martillos de Sir John Pelham en Brightling, formaban parte del coro como una escolanía, y decían: «Hic, haec, hoc! Hic, haec, hoc!», hasta que me quedaba dormido. Sí. El valle estaba tan lleno de forjas y refinerías como un bosquecillo está lleno de cucos en mayo. ¡Y todo esto lo ha cubierto ahora la hierba!
—¿Qué se forjaba entonces? —preguntó Dan.
—Cañones para las naves del rey… y para otras. Culebrinas y cañones, principalmente. Cuando las armas habían sido fundidas aparecían los oficiales del rey, requisaban nuestros bueyes de labor y arrastraban las piezas hasta la costa. ¡Mirad! He aquí a uno de los primeros y más orgullosos artesanos del mar.
Hojeó su cuaderno y mostró la cabeza de un hombre joven. Debajo estaba escrito: «Sebastianus».
—Vino de parte del rey a encargar en casa del maestro John Collins veinte culebrinas (¡qué miserables eran esos pequeños cañones!), para equipar los buques que partían de expedición. Así lo dibujé, sentado ante nuestro fuego, hablándole a mamá de las nuevas tierras que descubriría al otro lado del mundo. ¡Y a fe que las descubrió! ¡Esta nariz está hecha para hender los mares desconocidos! Se llama Cabot. Era un muchacho de Bristol, extranjero a medias. Me merecía mucho crédito. Me ayudó mucho en la construcción de mi iglesia.
—Yo creía que era Sir Andrew Barton —dijo Dan.
—¡Oh, no empecemos a construir la casa por el tejado! —contestó Hal—. Fue Sebastián Cabot el primero que me facilitó la tarea. Yo había venido aquí para servir a Dios como buen artesano, pero también para mostrar a los míos qué gran artista era. Les importaba un ardite (y yo me lo merecía) tanto mi arte como mi grandeza. ¿Qué diablo, decían, me había metido en la cabeza que me preocupara del viejo San Bernabé? La iglesia quedó en ruinas desde la peste negra, y ruinosa había de quedar; y yo hubiera podido ahorcarme en las cuerdas de mis andamios. Nobles y plebeyos, grandes y pequeños (los Hayes, los Fowles, los Fenners y los Collins), ni uno faltaba a la llamada contra mí. Sólo Sir John Pelham, en Brightling, me aconsejó honradamente. Pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? ¿Le pediría al maestro Collins su carro de madera para transportar los cabrios? Los bueyes habían partido para Lewes en busca de cal. ¿Me prometería un juego de ganchos o de tirantes de hierro para el techo? No llegaba nunca, pero cuando lo hacía llegaba agrietado y fibroso. Y así todo. Nadie decía nada, pero nada se hacía si yo no estaba allí vigilándolo, e incluso entonces todo se hacía mal. Yo creí que todo el país estaba embrujado.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook


Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

18 enero 2022

Sobre el cuco (8) - Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.

 Se produjo un rumor sobre sus cabezas. Un faisán, que se había desviado después de haber sido herido, cayó cerca de ellos como una granada, arrastrando un montón de hojas en su caída.

Flora y Loco se lanzaron sobre él, y cuando los niños hubieron apartado a los perros y alisado el plumaje del ave, vieron que Kadmiel había desaparecido.
Bien dijo Puck tranquilamente¿Qué tenéis que decir a eso? Weland dio la espada; la espada dio el tesoro y el tesoro ha dado la ley. Es tan natural como que crezca un roble.
No comprendo. ¿Acaso no sabíél que se trataba del antiguo tesoro de Sir Richard? preguntó Dan¿Y por qué Sir Richard y Hugh lo dejaron allí? Y, y
No te preocupes dijo alegremente Una. Esto nos permitirá ir y venir, ver y saber de nuevo. ¿No es verdad, Puck?
Sí, tal vez de nuevo repuso Puck¡Brrr! ¡Qué frío hace! Es tarde. Corramos a vuestra casa.
Lanzáronse por el resguardado valle. El sol casi se había ocultado tras la Carraca de los Cerezos. El terreno pisoteado por el ganado estaba helado ya por las orillas, y el viento del Norte, que acababa de levantarse, lanzaba sobre ellos la noche desde detrás de las colinas. Corrían velozmente, cruzando los parduscos prados, y cuando se detuvieron, jadeantes, entre las nubecillas de vapor que exhalaba su aliento, las hojas muertas se elevaban tras ellos en torbellinos. Hojas de Roble, de Espino y de Fresno; y había tantas en aquel chubasco de finales de otoño como para hacer desaparecer mil recuerdos en un olvido mágico.
Llegaron, pues, corriendo, al arroyo que se deslizaba entre el césped, preguntándose por qué Flora y Loco habían abandonado al zorro en el hoyo del camino.
El viejo Hobden acababa de dar fin a un trabajo en su seto. Distinguieron su blusa blanca en el crepúsculo, mientras ataba los desperdicios en haces.
¡Ea, Maese Dan! Me parece que el invierno ha llegado exclamó¡Maldita estación! Ahora, hasta la feria de los Cucos de Heffle. Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.
Oyeron un estrépito, un rumor de pasos, un chapoteo, como si una vieja vaca caminara pesadamente ante sus narices.
Hobden, disgustado, corrió hacia el esguazo.
El buey de Gleason quiere todavía correr a Robin por toda la hacienda. ¡Oh, mire Maese Dan, sus huellas, tan grandes como zanjas! A veces se creería que es un hombre o
Una voz profunda gruñó al otro lado del arroyo:
Me asombra ver en qué se cambia el manto
de Puck, cuando lo vuelve del revés
o cuando lo iluminan fuegos fatuos
Entonces, los niños entraron cantando a dos voces Adiós, premios y hadas. No se acordaron de que no le habían dado las buenas noches a Puck.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

17 enero 2022

Sobre el cuco (7) - Cuclillo

Le viene a la memoria un cuadro que ha visto hace poco. Es de un ruso: Orest Vereisky cree que se llama el pintor.

El cuadro representa un bosque nevado. Muchos árboles. Los troncos brotando de la sábana de nieve, de un blanco perfecto. Los troncos sin cabeza, sin copa…, sin fin. Los árboles del bosque de Vereisky terminan fuera del cuadro.

El cielo también está fuera del cuadro…

A través de los troncos se asoman tímidos o atrevidos un cervatillo, una gacela, un ratón, una liebre, un osito, una marta…

Y un poco más altos, posados en los troncos, en las primeras ramas, una lechuza, un mirlo, un cuclillo, una ardilla…

Y en primer término, muy destacadas en la blancura de la nieve, unas pisadas, unas huellas oscuras.

Ahora, el regreso a la ciudad lo imagina como el cuadro de Vereisky.

Ahora, la cinta gris une los dos polos: en uno, el conglomerado urbanístico de Madrid; en el otro, el cuadro de Vereisky.

Imagina el cuadro final de la carretera, del otro lado.

Los árboles son las casas, los edificios. Edificios sin chimeneas, sin terrazas, sin antenas de televisión. Edificios… sin cielo. Edificios cortados por la dimensión del cuadro, a lo sumo en el segundo piso.

Y el asfalto, blanco, helado…

Y asomándose a las esquinas, todos los animalitos, todas las facetas de Sara.

Siempre Sara:

El oso: Sara, huidiza de los otros.

El castor: Sara, trabajadora incansable.

El ratón: Sara, inteligente, intuitiva.

La liebre: Sara, rápida, prudente, avispada.

La gacela: Sara, asustada en el amor, temerosa, palpitante…, a su merced.

El ciervo: ¿Qué tiene Sara del ciervo? ¡Sí! La belleza de líneas; la belleza de la osamenta.

Y luego, en las primeras ventanas:

La ardilla: Sara, ligera, ágil de ideas, tímida.

La marmota: Sara, despierta ¡al fin! de un largo letargo.

La lechuza: Sara, taciturna, con ojos muy abiertos, siempre interrogantes, expectantes…

El cuclillo: Sara, golpeando fuertemente las materias para hacer salir de su interior los gusanos de las ideas. Y Sara, cuclillo también, hembra anómala que pone sus huevos (¡su amor!) en nido ajeno.

El mirlo: Sara, domesticada, repetidora, eco fiel de los susurros del amor.

La marta: Sara, ¡lo más preciado para mí!

Y en primer plano, las pisadas: mis pasos. Mis pasos, mis huellas, que vienen de ella y vuelven a ella. A encontrarla en la jungla de la ciudad. A descubrirla bajo tan diferentes aspectos. A acariciarla por encima de variopintos pelajes…

El cuadro de Orest Vereisky se titula «Cuento de Hadas».

Marta Portal
A tientas y a ciegas

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

16 enero 2022

Sobre el cuco (6) - Reloj

Las emociones de un hombre que llega a una casa de campo para pasar en ella un tiempo indefinido y se ve arrojado a patadas a los veinte minutos de su entrada son, necesariamente, algo caóticas, pero había un punto que Bill veía muy claro, y era que tenía mucho tiempo por delante. No eran todavía las seis, y el día parecía alargarse indefinidamente. A fin de matar las horas, emprendió un vago paseo por aquellas tierras, evitando cuidadosamente pasar por las de delante de la casa, donde el peligro de encontrarse de nuevo con lady Hermione era más grave, y llegó al segundo matorral a la derecha del balcón del dormitorio de Prudence. Allí se sentó a fin de analizar la situación y tratar de valorar exactamente las probabilidades que tenía de volver a ver a la mujer que amaba.
Y tan caprichosa es la fortuna, que antes de que hubiesen transcurrido dos minutos la había vuelto a ver. Cierto es que salió y desapareció como el cuco de un reloj, pero la había visto. Y, como hemos dicho, marcó cuidadosamente el sitio, antes de salir en busca de una escalera.

P. G. Wodehouse
Luna llena
Novela humorística

Vista emblemática de Madrid

Vista emblemática de Madrid

15 enero 2022

Sobre el cuco (5) - Cuervo: un amigo del cuco o casi.

Prefacio a la edición de 1849

Tras haber expresado el ya fallecido señor Waterton, hace algún tiempo, que los cuervos se estaban extinguiendo poco a poco en Inglaterra, le ofrecí las siguientes palabras acerca de mi experiencia con esas aves.
El cuervo de esta historia esta concebido a partir de dos grandes originales de los que fui, en distintos momentos, orgulloso propietario. El primero estaba en la flor de la juventud cuando fue descubierto en un modesto retiro de Londres por un amigo mío, que me lo dio. Tuvo desde el principio, como dice sir Hugh Evans de Anne Page, «buenas dotes» que mejoró por medio del estudio y la atención de manera ejemplar. Dormía en un establo —generalmente encima de un caballo— y tenía atemorizado a un perro ladrador gracias a su sobrenatural sagacidad; era conocido por poder, gracias a la superioridad de su genio, llevarse la comida del perro ante sus narices con total tranquilidad. Estaba adquiriendo rápidamente conocimientos y virtudes cuando, en una mala hora, su establo fue pintado. Observó a los pintores con atención, vio que manejaban con cuidado la pintura, e inmediatamente deseó poseerla. Cuando se fueron a comer, se comió toda la que habían dejado allí, una libra o dos de plomo blanco, y su juvenil indiscreción le llevó a la muerte.
Estando yo inconsolable a causa de su muerte, otro amigo mío de Yorkshire descubrió un cuervo más viejo y más dotado en el pub de una aldea, a cuyo propietario convenció para que le permitiera llevárselo a cambio de una pequeña cantidad de dinero, y me lo hizo llegar. El primer acto de este sabio fue disponer de todos los efectos de su predecesor, desenterrando todo el queso y las monedas de medio penique que había enterrado en el jardín, un trabajo que requirió inmensa laboriosidad y búsqueda, y al que dedicó todas sus energías mentales. Cuando hubo logrado esto, se aplicó a la adquisición del lenguaje del establo, en el que pronto fue un maestro hasta el punto de colocarse junto a mi ventana y conducir caballos imaginarios con gran habilidad durante todo el día. Quizá ni siquiera le vi en sus mejores momentos, pues su antiguo dueño mandó con él sus intenciones, «y siempre que quería que el pájaro pareciera muy fuerte, no tenía más que enseñarle a un hombre borracho», cosa que yo nunca hice, puesto que (por desgracia) no tenía más que a gente sobria a mi alrededor. Pero difícilmente podría haberlo respetado más, cualesquiera que hubieran sido las influencias estimulantes que pudiera haber visto. Él, sin embargo, no sentía el menor respeto por mí ni por nadie con la salvedad del cocinero, por el que sentía un gran apego, aunque sólo, me temo, como lo podría haber sentido un policía. En una ocasión, me lo encontré inesperadamente a media milla de mi casa, caminando por el medio de la calle, rodeado de una gran muchedumbre y exhibiendo espontáneamente todas sus virtudes. Su elegancia en esas circunstancias no la olvidaré nunca, como tampoco la extraordinaria galantería con que, negándose a volver a casa, se defendió tras una fuente hasta quedar en inferioridad numérica. Es bien posible que tuviera un genio demasiado brillante para vivir mucho, o puede que metiera alguna sustancia perniciosa en su pico, y por lo tanto en su buche, lo cual no es improbable, puesto que llenó de agujeros la pared del jardín picoteando el mortero, rompió incontables cristales rasgando la masilla que los sostenía a los marcos, y destrozó e ingirió, en astillas, la mayor parte de la escalera de madera de seis escalones y un descansillo, pero después de tres años también él enfermó y murió ante el fuego de la cocina. Miró atentamente la carne mientras se asaba, y de repente cayó sobre su espalda con un grito sepulcral de «¡Cuco!». Desde entonces no he tenido ningún cuervo.
Por lo que respecta a la historia de Barnaby Rudge, no creo poder decir nada aquí más apropiado que los siguientes pasajes del prefacio original.

Charles Dickens.
Barnaby Rudge.
Novela.

Cuervo: un amigo del cuco o casi.

Bajando la Cuesta de Moyano

Bajando la Cuesta de Moyano

14 enero 2022

Sobre el cuco (4) - Reloj

Sin embargo, el Segador sí se movía y sufría espasmos, dos por segundo, con exactitud y regularidad. Pero sus padecimientos cuando el reloj estaba a punto de dar la hora resultaban un espectáculo pavoroso, y cuando un Cuco asomaba por la trampilla del Palacio y entonaba su nota seis veces, provocaba que el hombrecillo se sacudiese otras tantas como si oyese una voz espectral o como si algo tirase de sus piernas con fuerza.

...

El reloj holandés del rincón dio las diez cuando el Carretero se sentó junto al hogar, tan desazonado y apesadumbrado que pareció asustar al Cuco, que, tras acortar cuanto pudo sus diez melodiosos anuncios, se retiró de nuevo al interior de su Palacio Morisco y cerró a su paso la pequeña puerta, como si aquel inusitado espectáculo fuese excesivo para su sensibilidad.

...

¡Y honores también para el Cuco —¿por qué no?— por salir repentinamente por la portezuela del Palacio Morisco como si fuera un ladrón e hipar doce veces para los allí reunidos, como si se hubiese emborrachado de alegría!

Charles Dickens.
Novelas de Navidad.
Novelas cortas

Caballo