30 mayo 2008

A pasar de... cuartos

a pasar de cuartos

Cómo Lanzarote Se Volvió A La Corte Del Rey Artús Y De Lo Que Allí Ocurrió

LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Lanzarote Se Volvió A La Corte Del Rey Artús Y De Lo Que Allí Ocurrió (4/...)
Entonces se va Lanzarote junto con sus compañeros; cabalgan todos hasta llegar a Camaloc a la hora de tercia; el rey había ido al monasterio para oír misa, acompañado de numerosos nobles. Cuando llegaron los tres primos, descabalgaron en el patio y subieron a la sala de arriba. Entonces empezaron a hablar del niño que Lanzarote había nombrado caballero; Boores dijo que no había visto nunca a nadie que se pareciese tanto a Lanzarote como aquél. «Y ciertamente -añadió-, creería que éste es Galaz, el que fue engendrado en la hermosa hija del Rico Rey Pescador, pues de manera asombrosa se parece a ese linaje y al nuestro.» «En verdad -dijo Lionel-, bien creo que lo sea, pues se asemeja mucho a mi señor.» Largo rato hablaron de este tema por ver si lograban sacar algo de la boca de Lanzarote, pero en ningún momento contestó éste, por ahora.

Al dejar de hablar de esto, dirigieron la mirada a los asientos de la Tabla Redonda y encontraron escrito en cada uno de ellos: AQUI DEBE SENTARSE FULANO. Fueron mirando así todos los lugares hasta que llegaron al sillón que se llamaba el Asiento Peligroso. Allí encontraron letras recién escritas, al parecer. Leyeron las letras que decían: 454 AÑOS HAN PASADO DESDE LA PASION DE JESUCRISTO; EL DIA DE PENTECOSTES DEBE ENCONTRAR DUEÑO ESTE ASIENTO. Al ver estas letras se dicen los unos a los otros: «Por nuestra fe, ¡he aquí una aventura maravillosa!» «En nombre de Dios -dijo Lanzarote-, el que quiera sacar la cuenta desde la Resurrección de Nuestro Señor hasta ahora, hallaría, al menos así lo creo, que hoy debe ser ocupado este puesto, ya que es la Pentecostés del año 454. Bien desearía que nadie de los que vengan hoy viera estas letras, pues debe someterse a esta aventura.» Dicen que lo ocultarán a la vista: hacen traer un velo de seda y lo echan por encima del asiento para ocultar las letras.

Al volver el rey del monasterio vio que Lanzarote había regresado y que había traído consigo a Boores y Lionel, lo cual le alegró mucho; les dio la bienvenida. Entonces comenzó la fiesta, grande y maravillosa, pues los compañeros de la Tabla Redonda estaban muy contentos con el regreso de los dos hermanos.

Galván les pregunta cómo les había ido desde que marcharon de la corte, a lo que ellos responden: «Bien, gracias a Dios», ya que estuvieron siempre sanos y salvos. «En verdad -continúa Galván-, eso me agrada mucho.» Grande es la alegría que los de la corte tienen por Boores y Lionel, pues hacía mucho que no les habían visto.

El rey ordena que sean colocados los manteles, porque ya es hora de comer, al menos eso cree. «Señor -dice Kay, el senescal-, si os sentáis a comer me parece que quebraríais la costumbre que hasta aquí habéis mantenido: hemos visto que vos, en las fiestas solemnes, no os sentabais a la mesa sin que hubiese ocurrido en la corte una aventura ante todos los nobles de vuestro séquito.» «Cierto, responde el rey; Kay, decís verdad; yo he mantenido siempre esta costumbre y la mantendré aún cuanto tiempo pueda, pero tenía tanto gozo de que Lanzarote y sus primos hayan vuelto a la corte sanos y salvos que no me había acordado de la costumbre.» «Por eso os lo recuerdo», dice Kay.

29 mayo 2008

Puerto deportivo de Gijón

puerto deportivo de Gijón

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (EL BAUTIZO)

EL BAUTIZO
ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos.
Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volviose hacia ellos y preguntó qué deseaban.
–Se trata de bautizar esta cosa –contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño.
–¿Quién lo hizo? –preguntó don Camilo, mientras bajaba.
–Yo –contestó la mujer de Pepón.
–¿Con tu marido? –preguntó don Camilo.
–¡Se comprende!... ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? –replicó secamente la mujer de Pepón.
–No hay motivo para enojarse –observó don Camilo, encaminándose a la sacristía–. Yo sé algo... ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre?
Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo.
–¿Habéis oído? –y don Camilo rió burlonamente–. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios.
–No digas estupideces, don Camilo –contestó fastidiado el Cristo–. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido.
–Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y...
–¿Y qué? –preguntó severo Jesús.
–Nada, digo por decir –repuso rápidamente don Camilo, levantándose.
–Don Camilo, cuidado –lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal.
–¿Cómo quieren llamarlo? –preguntó a la mujer de Pepón.
–Lenin, Libre, Antonio –contestó la mujer.
–Vete a bautizarlo en Rusia –dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal.
Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó.
–¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño.
–Jesús –contestó don Camilo–, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo...
–Don Camilo –interrumpió el Cristo–, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso...
–Jesús, no hagamos drama –rebatió don Camilo–. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa.
–Eso no quiere decir nada –observó Cristo–. puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico... Tú debías haberlo bautizado.
Don Camilo abrió los brazos.
–Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso.
–Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo –dijo secamente Jesús–. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes.
–Está bien –respondió don Camilo–. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo.
En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador.
–De aquí no salgo –dijo– si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero.
–Ahí lo tenéis –murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo–. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan.
–Ponte en su pellejo –contestó el Cristo–. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender...
Don Camilo sacudió la cabeza.
–He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero –repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante.
–¡Jesús! –imploró don Camilo–. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes!
–¡Bah! –replicó el Cristo–. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender...
–¿Y si me aporrea?
–Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo.
Entonces volvió don Camilo y dijo:
–Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no.
–Don Camilo –refunfuñó Pepón–, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco...
–No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior –contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja.
Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas
–¡Fuerza, don Camilo!... ¡Pégale en la mandíbula!
Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente.
–¿Cómo lo llamaremos? –preguntó don Camilo.
–Camilo, Libre, Antonio –gruñó Pepón.
Don Camilo meneó la cabeza.
–No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin –dijo–. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer.
–Amén –murmuró Pepón tentándose la mandíbula.
Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo
–Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo.
–Y en dar puñetazos también –dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente...

28 mayo 2008

Nubes y amapolas

un camino


campos de valdemoro


campos de valdemoro


campos de valdemoro

'Viento, agua, piedra' de Octavio Paz

El agua horada la piedra,
el viento dispersa el agua,
la piedra detiene al viento.
Agua, viento, piedra.
El viento esculpe la piedra,
la piedra es copa del agua,
el agua escapa y es viento.
Piedra, viento, agua.
El viento en sus giros canta,
el agua al andar murmura,
la piedra inmóvil se calla.
Viento, agua, piedra.
Uno es otro y es ninguno:
entre sus nombres vacíos
pasan y se desvanecen
agua, piedra, viento.
Octavio Paz
(en el Fuego de cada Día)

27 mayo 2008

Amenaza lluvia

amenaza lluvia

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (PECADO CONFESADO)

PECADO CONFESADO
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.

26 mayo 2008

Tres de Toledo

Toledo

toledo

toledo

Fotos.: Mª Ángeles y Jesús

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Tercera Historia)

TERCERA HISTORIA
¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
–¿Quieres hacerme de escalera? –le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
–Extiende el delantal, que vamos a medias –dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
–¿No te agradan las ciruelas? –pregunté.
–Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí –me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
–Tú tomas el pelo a la gente –exclamé mirándola enojado–; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
–¡Adiós, larguirucha! –le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
–¿Se podría saber por qué me miras así? –le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
–Yo no te miro –contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
–¡Cuídate, larguirucha! –le grité–. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla.
–Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él –dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
–¿Por qué hablas así? –me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
–Porque sí –contesté–. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
–Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
–Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité–. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
–Adiós –le decía al pasar.
–Adiós –me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
–Tengo dieciocho años –le dije–. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
–Tú tienes dieciocho años –me contestó–, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
–¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
–Los muchachos –exclamé–, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
–Decía por decir –explicó la muchacha–. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!... Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
–¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
–No –contestó la muchacha– entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
–En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar –dije saltando en la bicicleta–. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
–Mañana parto para la conscripción.
–Hasta la vista –contestó la muchacha.
–Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
–Concluí –le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
–Es muy linda –contestó la muchacha.
–Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
–¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? –pregunté.
La muchacha suspiró.
–Lo siento, pero el árbol se quemó.
–¿Se quemó? –dije con asombro–. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
–Hace seis meses –contestó la muchacha. –Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
–¿Y tú? –le pregunté.
–También yo –dijo con un suspiro–; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
–¿Te hice daño? –pregunté.
–Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
–¿Y entonces? –dije finalmente.
–Te he esperado –suspiró la muchacha– para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
–Entonces –repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
–No –le contesté. –Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
–Está bien –dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
–Adiós.
–Adiós.
–¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica.


Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias?
Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales.
Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de– un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella.
He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política.
En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado.
Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porqué el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia.
Asunto mío personal; asuntos íntimos míos.
Conque, cada uno para sí y Dios con todos.

25 mayo 2008

Postales de Madrid

postales de Madrid

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Segunda Historia)

SEGUNDA HISTORIA
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los bulones del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. –Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla –respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera.

Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera.
–¡Uh! ¡Uh! –dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
–Hay algún forastero o alguna mala bestia –dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
–¿Qué hacen aquí? –preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
–Hago mi oficio –explicó el imbécil sin darse vuelta–, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
–¡Salga de ahí! –gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
–¡Fuera! –dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
–Es ése –dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
–Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo –explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso –dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo–. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
–Si nos conviene, el tranvía pasará –dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
–Es cosa gubernativa –concluyó.
–Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente –barbotó mi padre–. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
–Esta es la nota –dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
–Léelo despacio –me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve a decirles que entren –concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
–Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche –dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
–Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo –dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
–Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno –explicó mi padre.
–Hace veinticinco días que el campo está anegado –afirmó un viejo.
–Veinticinco días –dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
–Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno –razonó el vaquero– es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
–Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer –explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
–¡Fuera, perro!– gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.

Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista.

Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.
'Don Camilo' de Giovanni Guareschi

24 mayo 2008

Mirlos en el jardín de Ilu

crías de mirlo

crías de mirlo

cría de mirlo

Fotos.: Ilu

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Primera Historia)

PRIMERA HISTORIA
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme y quema!... ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. –Reverendo –dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. –Reverendo –prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité con el último aliento.– ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
de 'Don Camilo' por Giovanni Guareschi

23 mayo 2008

Estación de Atocha. Madrid

estación de atocha

estación de atocha

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi

AQUÍ, CON TRES HISTORIAS Y UNA REFERENCIA, SE EXPLICA EL MUNDO DE "UN MUNDO PEQUEÑO"...
De joven, yo trabajaba de cronista en un diario y daba vueltas en bicicleta todo el día en busca de sucesos que contar.
Después conocí a una muchacha, y entonces pasaba los días pensando cómo se habría comportado esa muchacha si yo me hubiera vuelto emperador de Méjico o si me muriese. De noche llenaba mis carillas inventando sucesos y éstos gustaban bastante a la gente porque eran mucho más verosímiles que los verdaderos.
En mi vocabulario tendré más o menos doscientas palabras, y son las mismas que empleaba para relatar la aventura del viejo atropellado por un ciclista o del ama que se había rebanado la yema de un dedo pelando papas.
Así que, nada de literatura o de cualquier otra mercadería semejante: en este libro soy ese cronista de diario y me limito a referir hechos de crónica. Cosas inventadas y por eso tan verosímiles que me ha ocurrido un montón de veces escribir una historia y a los dos meses verla repetirse en la realidad. En lo que no hay nada de extraordinario. Es una simple cuestión de razonamiento: uno considera el tiempo, la estación, la, moda y el momento psicológico y concluye que, siendo las cosas así, en un ambiente equis, puede suceder tal o cual acontecimiento.
Estas historias, pues, viven en un determinado clima y en un determinado ambiente. El clima político italiano de diciembre de 1946 a diciembre de 1947. La historia, en suma, de un año de política.
El ambiente es un pedazo de la llanura del Po: y aquí debo precisar que, para mí, el Po empieza en Plasencia.
Que de Plasencia hacia arriba sea siempre el mismo río, no significa nada: también la Vía Emilia de Plasencia a Milán, es al fin y al cabo el mismo camino; pero la Vía Emilia es la que va de Plasencia a Rímini.
Sin duda no se puede hacer un parangón entre un río y una carretera porque los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía.
¿Y con eso?
La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia, por lo demás, está en función de la geografía.
Los hombres procuran corregir la geografía horadando montañas y desviando ríos, y obrando así se ilusionan de dar un curso diverso a la historia, pero no la modifican absolutamente, ya que un buen día todo irá patas arriba: las aguas engullirán los puentes, romperán los diques e inundarán las minas; se derrumbarán las casas y los palacios y las chozas, la hierba crecerá sobre las ruinas y todo retornará a ser tierra. Los sobrevivientes deberán luchar a golpes de piedra con las fieras y volverá a empezar la historia.
La acostumbrada historia.
Después, al cabo de tres mil años descubrirán, sepultado bajo cuarenta metros de fango, un grifo del agua potable y un torno de la Breda de Sesto San Giovanni y dirán: "¡Miren qué cosas!".
Y se afanarán para organizar las mismas estupideces de los lejanos antepasados, porque los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso, el cual tiende irremediablemente a sustituir el viejo Padre Eterno por las novísimas fórmulas químicas. Y de este modo, al final, el viejo Padre Eterno se fastidia, mueve un décimo de milímetro la última falange del meñique de la mano izquierda, y todo el mundo salta por los aires.
Así, pues, el Po empieza en Plasencia y hace muy bien, porque es el único río respetable que existe en Italia y los ríos que se respetan a sí mismos se extienden por la llanura, pues el agua es un elemento hecho para permanecer Horizontal y sólo cuando está perfectamente horizontal el agua conserva entera su natural dignidad. Las cascadas del Niágara son fenómenos de circo, como los hombres que caminan sobre las manos.
El Po empieza en Plasencia, y también en Plasencia empieza el Mundo Pequeño de mis historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos.

"... el cielo es a menudo de un hermoso color azul, como doquiera en Italia, salvo en la estación menos buena en que se levantan espesísimas nieblas. El suelo en su mayor parte es amable, arenoso y fresco, algo duro yendo hacia el norte y a veces francamente arcilloso. Una lujuriante vegetación tapiza el territorio, que no presenta un palmo despojado de verdura, la cual procura extender su dominio hasta sobre los anchos arenales del Po.
"Los campos de ondulantes mieses, rayados doquiera por las hileras de vides casadas con los álamos, coronados en sus términos por crinadas moreras, muestran la feracidad el suelo... Trigo, maíz, copia de uvas, gusanos de seda, cáñamo, trébol, son los principales productos. Crece bien cualquier linaje de plantas, y mucho prosperaban antaño los robles y toda suerte de frutos. Tupidos mimbrerales erizan las riberas del río, a lo largo del cual, más en el pasado que ahora, verdeaban anchos y ricos bosques de álamos, aquí y allá intercalados de alisos y sauces, o hermoseados por la olorosa madreselva, que abrazando las plantas forman chocitas y pináculos salpicados de coloridas campanillas.
"Hay muchos bueyes, ganado porcino y aves de corral, acechadas éstas por la marta y la garduña. El cazador descubre no pocas liebres, presa frecuente de los zorros; y en su tiempo, hienden el aire codornices, tórtolas, perdices de plumaje entrecano, becadas que picotean el terreno convirtiéndolo en criba, y otros volátiles transeúntes. Sueles ver en el espacio bandadas de estorninos y de ánades, que en invierno se extienden sobre el Po. La gaviota blanquecina centellea atenta sobre sus alas; luego se precipita y atrapa el pez. Entre los juncos se esconde el multicolor alción, la canastita, la polla de agua y la astuta fúlica. Sobre el río oyes pinzones, divisas garzas reales, chorlitos, avesfrías y otras aves ribereñas; rapaces halcones y gigantescos cernícalos, terror de las cluecas, nocturnos mochuelos y silenciosos búhos. Algunas veces fueron admiradas y cazadas aves mayores, traídas por los vientos de extrañas regiones, por encima del Po o aquende los Alpes. En aquella cuenca te punzan los mosquitos ("de fangosas – charcas sus antiguos layes cantan las ranas"), pero en las luminosas noches del estío el hechicero ruiseñor acompaña con su canto suavísimo la divina armonía del universo, lamentando quizá que otra semejante no venga a endulzar los libres corazones de los hombres.
"En el río, rico en peces, culebrean los barbos, las tencas, los voraces lucios, las argentadas carpas, exquisitas percas de rojas aletas, lúbricas anguilas y grandes esturiones –que, a veces, atormentados por pequeñas lampreas, remontan el río–, de un peso hasta de ciento cincuenta y más kilogramos cada uno.
“... Sobre las playas del río yacen los restos de la villa de Stagno, un día muy extensa, ahora casi enteramente tragada por las aguas. En el ángulo donde la comuna toca Stirone, cerca del Taro, está la aldea de Fontanelle, soleada y esparcida. Allá donde la carretera provincial se cruza con el dique del Po está el caserío de Ragazzola. Hacia el oriente, donde la tierra es más baja, se alza el pueblecillo de Fossa y la apartada aldehuela de Rigosa, humilde y arrinconada entre olmos y álamos y otros árboles, no lejos del lugar donde el arroyo Rigosa desagua en el Taro. Entre estas aldeas se ve Roccabianca... "
Doctor FRANCISCO LUIS CAMPARI: Un castillo del parmesano a través de los siglos (ed. Battei, Parma, 1910)


Cuando releo esta página del notario Francisco Luis Campari, me parece verme convertido en un personaje de la conseja que él relata, porque yo he nacido en esa aldea "soleada y esparcida".
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive, allí, sin embargo; no está en ningún sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y enseguida nace una historia.

22 mayo 2008

De vivos, de muertos y la ciudad al fondo

ermita de san isidro
desde la pradera2

de "las sandalias del pescador' por Morris West

El Papa había muerto. El camarlengo lo había anunciado. El maestro de Ceremonias, los nota­rios, los médicos, lo habían consignado bajo su fir­ma para la eternidad. Su anillo estaba ya destro­zado, y rotos sus sellos. Las campanas habían sonado en la ciudad. El cuerpo pontifical había sido entregado a los embalsamadores para ofrecerlo de­corosamente a la veneración de los fieles. Ahora yacía entre velas blancas, en la Capilla Sixtina, y la Guardia Noble velaba sus restos bajo los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel.
El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las meda­llas y monedas que había acuñado serían sepul­tadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerra­rían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certifi­cado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.
El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu sier­vo, oh, Señor... Líbralo de la muerte eterna.» Lue­go, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser tam­bién mayor después de la muerte.
Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pe­dro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.
La Sede de Pedro se hallaba vacante. De ma­nera que los cardenales del Sacro Colegio se trans­formaron en depositarios de la autoridad del Pes­cador, aunque no poseyeran facultades para ejer­cerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una trans­misión y elección legítimas.
La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camar­lengo, que ostentaba un gran paraguas sobre lla­ves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, in­dicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Concla­ve: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las ha­bitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.
Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la mis­ma leyenda en su portada, y mantendría su fran­ja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.
Todos los servicios informativos del mundo te­nían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde to­dos los puntos cardinales acudían ancianos doble­gados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.

21 mayo 2008

Espíritu del 68: Raimon, "Al vent"

al vent: el espíritu del 68
Al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.

I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.

La vida ens dóna penes,
ja el nàixer és un gran plor:
la vida pot ser eixe plor;
però nosaltres

al vent,
la cara al vent,
el cor al vent,
les mans al vent,
els ulls al vent,
al vent del món.

I tots,
tots plens de nit,
buscant la llum,
buscant la pau,
buscant a déu,
al vent del món.



OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

Al vent (1959)
Traducción de Miquel Pujadó.

AL VIENTO

Al viento,
la cara al viento,
el corazón al viento,
las manos al viento,
los ojos al viento,
al viento del mundo.

Y todos,
todos llenos de noche,
buscando la luz,
buscando la paz,
buscando a dios,
al viento del mundo.

La vida nos da penas,
ya al nacer es un gran llanto:
la vida puede ser ese llanto;
pero nosotros

al viento
la cara al viento,
el corazón al viento,
las manos al viento,
los ojos al viento,
al viento del mundo.

Y todos, todos llenos de noche
buscando la luz,
buscando la paz,
buscando a dios,
al viento del mundo.

20 mayo 2008

Visiones generales de Toledo

Toledo: una vista general
Toledo: una vista generalToledo: una vista general
Fotos.: Jesús y Mª Ángeles

Cómo Lanzarote Quedó En El Monasterio E Hizo Que El Joven Velara

LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Lanzarote Quedó En El Monasterio E Hizo Que El Joven Velara (3/...)
Aquella noche permaneció allí Lanzarote e hizo que el doncel velara en el monasterio; a la mañana siguiente, a la hora de prima, lo armó caballero; le calzó una de las espuelas y le dio el espaldarazo, deseándole que Dios lo hiciera noble caballero, pues no le faltaba ninguna virtud. Cuando había cumplido con todo lo que a novel caballero corresponde, le dijo: «Noble señor, ¿vendréis conmigo a la corte de mi señor, el rey Artús?» «Señor -le responde-, de ningún modo; no iré con vos.» Entonces, dice Lanzarote a la abadesa: «Señora, permitid que nuestro novel caballero venga con nosotros a la corte del rey, mi señor, pues allí aumentará bastante más su condición que si se queda aquí con vos.» «Señor –le responde-, no irá ahora; pero tan pronto como creamos que sea justo y necesario lo enviaremos.»

19 mayo 2008

Las afueras: mojón y campos de cereal y olivos

Las afueras: mojón

las afueras

Cómo Lanzarote Se Fue Con La Doncella

LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Lanzarote Se Fue Con La Doncella (2/...)
Tras esto ordena a un escudero que ensille su caballo y le traiga las armas. Al instante todo queda listo. Cuando el rey y los demás que estaban presentes ven esto, les pesa mucho. Al darse cuenta de que no conseguirán que se quede, le dejan ir. La reina le dice: «Lanzarote, ¿acaso nos vais a abandonar un día tan señalado como hoy?» «Señora, dice la doncella, sabed que lo tendréis de nuevo aquí mañana antes de la hora de cenar». «Id entonces, dice, pues si mañana no volviera, no iría hoy con mi consentimiento». El monta y la doncella también.

Se marchan sin más despedidas y sin más compañía que un escudero que con la doncella había venido. Cuando salen de Camaloc cabalgan tan deprisa que llegan al bosque. Toman el gran camino de herradura y avanzan más de media legua hasta llegar a un valle. Entonces contemplan delante de ellos, perpendicular al camino, una abadía de monjas. En cuanto se hubieron acercado un poco, la doncella se dirige hacia allá. Al llegar a la puerta llama el escudero, les abren, descabalgan y entran. Cuando supieron los de dentro que Lanzarote había llegado corren todos a su encuentro, manifestándole una gran alegría. Lo llevaron a un aposento, donde fue desarmado, y luego vio acostados sobre sendos lechos a sus dos primos, Boores y Lionel. Se sorprende. Los despierta, y cuando éstos lo ven, lo abrazan y lo besan. Entonces comienza la alegría entre los primos. «Noble señor -dice Boores a Lanzarote-, ¿qué aventura os ha traído aquí? Pensábamos encontraron en Camaloc.» El les cuenta cómo una doncella le ha llevado a aquel lugar, pero aún no sabe por qué.

Mientras hablaban así, entraron tres monjas que iban detrás de Galaz, muchacho tan hermoso y tan bien proporcionado en todos sus miembros que apenas encontraréis uno semejante en el mundo. La dama que era más alta lo llevaba por la mano y lloraba muy tiernamente. Al llegar ante Lanzarote le dijo: «Señor, os traigo a nuestro criado, nuestro gozo, nuestra protección y nuestra esperanza, para que lo hagáis caballero, pues, a nuestro entender, de nadie más noble que vos podría recibir la orden de caballería.» Mira al niño y lo ve adornado tan maravillosamente con todas las bellezas, que piensa no haber visto jamás a nadie de su edad con una figura tan perfecta de hombre. Por la sencillez que se ve en él, espera que haga tantos bienes que le agrada prepararle para caballero. Responde a las damas que no se preocupen por esto, pues, ya que así lo desean, con gusto lo hará caballero. «Señor -dice la que lo llevaba-, queremos que sea esta noche o mañana.» «Por Dios -dice- será como queréis.»

18 mayo 2008

Careto de portalón

careto

calles y detalles

Cómo La Doncella Vino A Llamar A Lanzarote

LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo La Doncella Vino A Llamar A Lanzarote (1/...)
La víspera de Pentecostés, cuando los compañeros de la Tabla Redonda habían llegado a Camaloc y después de haber oído los oficios, mientras iban a colocarles las mesas a la hora de nona, en ese momento entró en la sala a caballo una bellísima doncella; había venido muy deprisa, como bien se podía apreciar, pues sus cabellos todavía estaban empapados de sudor. Descabalgó y vino hasta el rey; éste la saluda y le dice que Dios la bendiga. «Señor -pregunta ella-, por Dios, indicadme si Lanzarote se encuentra aquí». «En verdad que sí -dice el rey- vedlo ahí». Lo señala. Ahora se dirige ella a donde está y le dice: «Lanzarote, os comunico, de parte del rey Pelés, que debéis venir conmigo al bosque». El le pregunta que de quién es. «Soy -responde- de aquél de quien os he hablado». «¿Y qué necesidad, le pregunta, tenéis de mí?» «Eso ya lo veréis», le contesta aquélla. «Por Dios, dice, iré con gusto».

17 mayo 2008

Al astronauta

el astronauta

astronauta2

astronauta

ELECCIÓN por Carlos Casares

Onte pola tarde, aproveitando a fermosura do día, funlle facer unha visita á mazaira. Desta vez, a pesar da chuvia e da pedra que caeu, non se está portando mal. Se as cousas non se torcen, vou ter polo menos unhas vinte mazás e non só unha, como o ano pasado. Igual que sucede cos porcos cando nacen, ou cos cans e os gatos, hai algunhas que están medrando ben, con aspecto de gordiñas, cheas de saúde, con color, e outras que se van quedando atrás, algo esmirriadas e ruíns, con cara de fame. A estas últimas, se fosen bichos, sempre se lles podería dar unha sobredose de biberón, pero neste caso supoño que non hai nada que facer. Por desgracia, eu non falo con elas, nin sequera lles digo as boas tardes, como fan algúns. Daríame algo de vergonza e sentiríame un pouco tolo. Pero se fose menos racionalista e algo máis poeta, non me importaría contarlles algún conto. Como non son capaz, conténtome con miralas, quitarlles as follas secas e comprobar se necesitan algo. Hai unha, a máis pequena de todas, que dá algo de pena. Ten pinta de ser unha calamidade: dun tamaño non superior a un garabanzo, é fea, máis parecida a unha faba que ó froito que debe ser. Por riba, está chea de pintas negras, como se un grupo de moscas se dedicasen e burlarse dela, ou a humillala, polo procedemento escatolóxico de empregala como letrina ou retrete. A pobre naceu sen sorte, como lles sucede a tantos nenos no mundo. Alguén me dixo que debía arrincala porque pode ter unha peste e contaminar ás restantes. Entendo, pero non resulta fácil elixir entre ser responsable ou ser sentimental. Se non me equivoco, sospeito que xa elixín. (20 mayo 2000)

15 mayo 2008

Repeticiones

composición para cuerda y viento

espigas

en la naturaleza

AUTOPSICOGRAFIA

O POETA é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.

E os que lêem o que escreve,
Na dor lida sentem bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.

E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama o coração.
ooooooooooooooooooooooo
EL POETA es un fingidor.
Finge tan enteramente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
En el dolor leído sienten bien,
No los dos que el poeta tuvo,
Pero sólo el que ellos no tienen.

Y así por las vías rueda
Gira, para entretener la razón,
Este tren de cuerda
Que se llama corazón

Fernando Pessoa 1-04-1931

14 mayo 2008

Flores de cantueso

cantueso
flores de cantueso

Soneto de Juan Boscán

Dulce soñar y dulce congojarme,
cuando estaba soñando que soñaba;
dulce gozar con lo que me engañaba,
si un poco más durara el engañarme
dulce no estar en mí, que figurarme
podía cuanto bien yo deseaba;
dulce placer, aunque me importunaba
que alguna vez llegaba a despertarme:
¡oh sueño, cuánto más leve y sabroso
me fueras si vinieras tan pesado
que asentaras en mí con más reposo!
Durmiendo, en fin, fui bienaventurado,
y es justo en la mentira ser dichoso
quien siempre en la verdad fue desdichado.
'SONETOS' Juan Boscán (circa 1490-1542)

13 mayo 2008

Flores silvestres

flores amarillas

Ingredientes de una 'Olla Podrida'

1 Kg. de garbanzos, envueltos en redecilla, a fin de poder extraerlos sin necesidad de andar con difíciles trasvases.
1 y 1/2 Kg. de carne vacuna para cocido.
10 manitas de cordero y una mano de cerdo.
4 pimientos morrones, secos.
1 Kg. de panceta de cerdo.
1 Kg. de hueso de jamón.
1 Kg. de falda de ternera.
1/2 Kg. de falda de cordero.
Kg. de zanahorias grandes, enteras.
cabezas de ajos enteras.
1 Kg. de nabos, también enteros.
1 Kg. de puerros, atados en dos manojos.
1 Kg. de col de Bruselas, envuelta en un paño.
300 gramos de ciruelas secas y orejones, también en muñeca.
1 gallina.
10 choricitos de Jabugo.
6 morcillas serranas.
6 morcillas de cebolla.
2 morcillas de Burgos, gruesas.
2 pichones.
12 codornices.
6 alcachofas pequeñas y tiernas.
Azafrán, pimienta molida y en grano, comino, lau­rel, y sal.


La historia y su elaboración AQUÍ

12 mayo 2008

En Valdemoro. Madrid

valdemoro

entre olivos

Oración por la belleza de una muchacha

Tú le diste esa ardiente simetría
de los labios, con brasa de tu hondura,
y en dos enormes cauces de negrura,
simas de infinitud, luz de tu día;
esos bultos de nieve, que bullía
al soliviar del lino la tersura
y, prodigios de exacta arquitectura,
dos columnas que cantan tu armonía.
¡Ay, tú, Señor, le diste esa ladera
que en un álabe dulce se derrama
miel secreta en el humo entredorado!
¿A qué tu poderosa mano espera?
Mortal belleza eternidad reclama
¡Dale la eternidad que le has negado!

de Dámaso Alonso en 'Oscura noticia'

11 mayo 2008

Parece que llueve

días de lluvia

a destiempo

1. Entrada del valeroso soldado Schwejk en la Guerra Mun­dial

—De modo que nos han matado a Fernando —dijo la sir­vienta al señor Schwejk, el cual hacía años que, habiendo sido declarado tonto por la comisión médica militar, había abando­nado el servicio y vivía de la venta de perros, feos monstruos de malas razas, falsificando sus árboles genealógicos.
Además de esta ocupación padecía reumatismo y ahora pre­cisamente se frotaba la rodilla con linimento alcanforado.
— ¿Qué Fernando, señora Müller? —preguntó Schwejk sin dejar de darse masajes en la rodilla—. Conozco a dos Fernan­dos. Uno es criado del droguero Pruscha y alguna vez se ha equivocado y ha bebido tinte para el pelo, y luego conozco también a Fernando Kokoschka, que anda recogiendo estiér­col. El mundo no se pierde nada con ninguno de los dos.
¡Pero señor! Ha sido al archiduque Fernando, al de Konopischt, al gordo y piadoso.
— ¡Jesús María! — exclamó Schwejk—. ¡Qué curioso! Y ¿dónde le ha ocurrido eso al señor archiduque?
—En Sarajevo. Lo han matado con un revólver, señor. Fue allá en automóvil con la archiduquesa.
— ¡Vaya, señora Müller! ¡En automóvil! Sí, un señor como él puede permitirse ese lujo y no piensa ni por un momento que un viaje así puede acabar en desgracia. Y además en Sarajevo, que es Bosnia, señora Müller. Seguro que lo han hecho los tur­cos. Es que no hubiéramos debido quitarles Bosnia y Herzego­vina. Bueno, señora Müller: ¡de modo que el archiduque des­cansa en el seno divino! ¿Ha sufrido mucho?
—El archiduque se fue en seguida, señor. Ya sabe, un revól­ver no es ninguna broma. Hace poco en Nusle un señor, ju­gando con un revólver, mató a toda su familia, incluido el ad­ministrador, que fue a ver quién estaba disparando en el tercer piso.
—Hay revólveres que no se disparan por mucho que uno se empeñe, señora Müller. Pero para el archiduque seguro que se han comprado algo bueno. Apostaría a que además el hom­bre que lo ha hecho iba bien vestido, porque disparar contra todo un archiduque es muy difícil. No es como cuando un caza­dor furtivo dispara contra un guardabosques. Lo que importa es la manera de acercarse a él. Uno no puede ir con harapos a ver a un señor así. Hay que ir con sombrero de copa para qué no le pesque antes la policía.
—Han sido varios, señor.
—Bueno, esto es natural, señora Müller —dijo Schwejk dando fin al masaje de su rodilla—. Si usted quisiera matar a un archiduque o a un emperador seguro que consultaría con al­guien. Dos cabezas piensan más que una. Uno aconseja esto, otro lo otro, y así se llevan a cabo sin dificultad las cosas más difíciles, como dice nuestro Himno Nacional. Lo principal es aprovechar el momento en que pase el personaje en cuestión. ¿Se acuerda todavía del señor Lucheni, que apuñaló con la lima a nuestra difunta Elisabeth? Iba de paseo con ella. ¡Para que se fíe usted de nadie! Desde entonces ninguna emperatriz sale de paseo. Y la misma suerte le espera a mucha gente más. Ya verá, señora Müller; también le tocará el turno al zar, y a la zarina, y, Dios no lo quiera, a nuestro emperador. Ya han empezado con su tío. Tiene muchos enemigos el vejete; aún más que Femando. Como dijo hace poco un señor en la taberna, llegará una época en que los emperadores se evaporarán uno tras otro si es que no los quita de en medio antes la fiscalía. Luego no pudo pagar la cuenta y el dueño tuvo que mandarle prender. Y él le dio una bofetada y dos al guardia. Entonces se llevaron en el carro municipal. Sí, señora Müller, ¡hoy en día pasa cada cosa! Otra pérdida para Austria. Cuando estaba en el ejército, un soldado de infantería mató a tiros al capitán. Cargó su fusil y se fue a la oficina. Allí le dijeron que no tenía nada que buscar en aquel lugar pero él insistió en que tenía que hablar con el capitán. Éste salió y le soltó gruñendo un arresto de cuartel. Él cogió el fusil y le dio directo en el corazón. La bala le atravesó la espalda y causó varios daños en la oficina: rompió una botella de tinta que manchó todos los expedientes.
— ¿Y qué pasó con el soldado? —preguntó al cabo de un rato la señora Müller mientras Schwejk se vestía.
—Se colgó de los tirantes —dijo Schwejk limpiando su duro sombrero—. Y los tirantes no eran ni suyos. Le pidió al carce­lero que se los prestara porque se le caían los pantalones. ¿Iba a esperar que lo fusilaran? Ya sabe, señora Müller, en una situa­ción como ésta a uno la cabeza le da vueltas como si fuera una rueda de molino. Al carcelero lo degradaron y le cargaron seis meses, pero no los cumplió: se escapó a Suiza y hoy es predica­dor de no se qué parroquia. Hoy en día hay poca gente de­cente, señora Müller. Yo, la verdad, supongo que el archiduque Fernando en Sarajevo no imaginó que aquel hombre iba a ma­tarle. Vio que era un caballero como los demás y pensó: si grita “¡Viva!” seguro que es un hombre honrado. Y entonces el ca­ballero le pega un tiro. ¿Disparó una sola vez o varias?
—Los periódicos dicen que el archiduque quedó como un ce­dazo, señor. Le disparó todas las balas.
—Sí, va terriblemente aprisa, señora Müller, terriblemente aprisa. Para esto yo me compraría una Browning. Parece un juguete pero en dos minutos puede matar a veinte archiduques, flacos o gordos, a pesar de que, dicho sea entre nosotros, se­ñora Müller, acierta mejor con un archiduque gordo que con uno flaco. ¿Se acuerda de cómo mataron al rey de Portugal? Era igual de gordo. Claro que un rey no va a ser flaco...
Bueno, me voy al "Kelch". Si viene alguien a por el perro fal­dero del que me mandaron el primer pago dígale que lo tengo en el campo, en la perrera, que hace poco le he cortado las ore­jas y que ahora no es posible transportarlo hasta que se le curen las heridas para que no se enfríe. La llave désela a la casera.
En la taberna "Zum Kelch" había un cliente solitario. Era el policía civil Bretschneider. El tabernero, Palivec, estaba la­vando las tazas y Bretschneider se esforzaba en vano por enta­blar conversación con él.
Palivec era conocido como hombre ordinario: a cada dos palabras soltaba un taco. No obstante era un hombre leído y llamaba a todo el mundo la atención sobre lo que Víctor Hugo escribe a ese respecto al relatar la respuesta que dio la vieja guardia de Napoleón a los ingleses en la batalla de Waterloo.
—¡Qué verano tan bueno tenemos! —dijo Bretschneider para empezar su seria conversación.
—¡ Y de qué diablos nos sirve! —contestó Palivec ordenando las tazas en el aparador.
—¡Nos la han hecho buena en Sarajevo! —dijo de nuevo Bretschneider con pocas esperanzas.
—¿En qué Sarajevo? —preguntó Palivec—. ¿En la bodega de Nusle? Allí hay peleas a diario. Ya sabe, ¡Nusle!
—En Sarajevo de Bosnia, tabernero. Allí han matado al ar­chiduque Fernando. ¿Qué me dice?
—Yo no me meto en estas cosas. Por mí que hagan lo que les dé la gana —contestó amablemente el señor Palivec encen­diendo su pipa—. Hoy en día meterse en estas cosas le puede costar a uno la cabeza. Yo soy comerciante. Si viene alguien y pide cerveza se la sirvo. Pero ese Sarajevo, la política y el di­funto archiduque no son para nosotros. De eso lo único que re­sulta es Pankrác (Gran cárcel de Praga).
Bretschneider enmudeció y miró decepcionado en torno suyo en el vacío comedor.
—Allí había en otro tiempo un cuadro del emperador —dijo al cabo de un rato—, precisamente en el sitio donde ahora está el espejo.
—Sí, tiene razón —contestó el señor Palivec—. Estuvo colga­jo allí pero como las moscas se cagaban encima suyo lo quité. Ya sabe, hubiera podido suscitar comentarios que hubieran traído consigo desagradables consecuencias. ¿Para qué?
—Pero en Sarajevo la cosa está muy fea, tabernero. ¿No? A esta maliciosa pregunta contestó el señor Palivec con extraordinaria prudencia.
—En esta época en Bosnia hace un calor asqueroso. Cuando; hacía el servicio a nuestro teniente tuvimos que echarle hielo en la cabeza.
— ¿En qué regimiento estuvo, tabernero?
—No me acuerdo de estos detalles. Jamás me he preocupado por estas porquerías ni he tenido curiosidad por saberlo —contestó el señor Palivec—. La curiosidad desmedida es perjudicial.
El policía civil Bretschneider enmudeció definitivamente y su triste expresión sólo se animó con la llegada de Schwejk, que al entrar en la taberna pidió una cerveza negra con la siguiente observación:
—En Viena hoy también están de luto.
Los ojos de Bretschneider se iluminaron. Esperanzado dijo sin rodeos:
—En Konopischt han desplegado diez banderas negras.
—Allí tendría que haber doce —dijo Schwejk después de echar un trago.
— ¿Por qué doce? —preguntó Bretschneider. —Porque es un número redondo. Va mejor calcular por do­cenas, y además por docenas todo resulta más barato —contes­tó Schwejk.
Se hizo una calma que el propio Schwejk interrumpió con un profundo suspiro.
— ¡De modo que ya descansa en el seno divino! —dijo—. Que Dios le dé la paz eterna. No ha podido pasar la experien­cia de ser emperador. Cuando hacía la mili una vez un general se cayó del caballo y se mató tan tranquilamente. Quisieron ayudarle a montar de nuevo y entonces se dieron cuenta de que estaba muerto y bien muerto. ¡Y tenían que ascenderle a maris­cal de campo! Esto ocurrió durante un desfile. En Sarajevo también hubo un desfile así. Me acuerdo de que una vez en uno de esos desfiles me faltaban veinte botones del uniforme y por ello me encerraron quince días. Estuve doce días con los grillos puestos, como Lázaro. Pero en el ejército tiene que haber disci­plina, de otro modo todos harían lo que les pasara por la ca­beza. Nuestro teniente, Makovec, nos decía siempre: "Tiene que haber disciplina, estúpidos, sino os subiríais a los árboles como monos. El ejército os hará hombres, imbéciles." ¿Y no es verdad? Imagínese un parque, digamos el de Karlplatz con un soldado indisciplinado sobre cada árbol. Siempre me ha dado mucho miedo.
—Lo de Sarajevo lo han hecho los servios —prosiguió Bretschneider.
—Se equivoca —dijo Schwejk—. Lo han hecho los turcos por lo de Bosnia y Herzegovina.
Y Schwejk expuso sus opiniones acerca de la política inter­nacional de Austria en los Balcanes. Dijo que en el año 1912 los turcos habían perdido la guerra con Servia, Bulgaria y Gre­cia y que como habían pedido ayuda a Austria y ésta no se la había dado habían matado a Fernando.
— ¿Les tienes simpatía a los turcos? —preguntó Schwejk a Palivec— ¿Les tienes simpatía a esos perros paganos? Claro que no, ¿verdad?
—Lo mismo da un diente que otro —dijo Palivec—, aunque sea turco. Para nosotros, los comerciantes, la política no existe. Paga tu cerveza, siéntate y di tantas tonterías como quieras. Este es mi lema. Que quien ha matado a Fernando sea turco, servio, católico o mahometano, anarquista o de la Joven Che­coslovaquia, me importa un higo.
—Bien, tabernero —dijo Brestschneider, cuyas esperanzas de poder poner en un aprieto a uno de los dos se habían desvane­cido una vez más—. Pero reconocerá usted que es una gran pér­dida para Austria.
En vez del tabernero contestó Schwejk:
—Es una pérdida; esto no se puede negar. Una pérdida te­rrible. A Fernando no puede sustituirlo cualquier imbécil. Sólo que hubiera tenido que ser más gordo.
—¿Qué quiere decir? —protestó Bretschneider.
—¿Que qué quiero decir? —contestó Schwejk alegremente—. Bueno, sólo esto: si hubiera sido más gordo seguro que hubieran acertado antes en el blanco, cuando corría tras las viejas de Konopischt que recogían leña y esponjas en el distrito, y no hubiera tenido que morir de una manera tan denigrante. Cuando lo pienso, ¡un tío de Su Majestad el Emperador y lo matan! Es un verdadero escándalo, todos los periódi­cos hablan de eso. Hace años en el mercado de Budweis mata­ron a un comerciante de ganados en una pequeña disputa, a un tal Bratislav Ludwig. Cuando su hijo Bohuslav iba a vender sus cerdos nadie se los quería comprar y todos decían: "Éste es el hijo de aquel que apuñalaron. Seguro que también es un re­domado pícaro." Tuvo que echarse al Moldava desde el puente de Krummau, hubo que sacarle el agua del cuerpo y entregó su espíritu en brazos del médico que le dio no sé qué inyección.
—Hace unas comparaciones muy especiales —dijo Bretsch­neider en significativo tono—. Primero habla de Fernando y después de un comerciante de ganado.
— ¡ Bah! —se defendió Schwejk—. Dios me libre de compa­rar a nadie con nadie. El tabernero ya me conoce. ¿Verdad que nunca he comparado a nadie con nadie? Sólo que no quisiera estar en el pellejo de la archiduquesa. ¿Qué va a hacer ahora? Los niños están huérfanos, el señorío de Konopischt sin señor. ¿Casarse de nuevo con algún archiduque? ¿Y qué sacará con ello? Volverá a ir con él a Sarajevo y se quedará viuda por se­gunda vez. Hace dos años vivió en Zliw, junto a Hluboká, un guardabosques que tenía el feo nombre de Pinscher. Los caza­dores furtivos lo mataron a tiros y dejó una viuda con dos ni­ños, y ella al cabo de un año volvió a casarse con otro guarda­bosques, con Pepi Schawlovic de Mydlowaf. Y también a éste se lo mataron. Entonces se casó por tercera vez, de nuevo cor un guardabosques y dijo: "Todo lo bueno va de tres en tres. Si esta vez no va bien ya no sé qué voy a hacer. "Naturalmente también se lo mataron. Con esos guardabosques tuvo en total seis hijos. Entonces se fue a Hluboká a quejarse a la cancillería del príncipe de haber tenido tal desgracia con los guardabosques. Allí le recomendaron al guardaviveros Jarosch, del vivero de Razitzer. Y ¿qué me dice? Se lo ahogaron cuando estaba pescando en el vivero, y con él ya había tenido dos hijos. En­tonces se quedó con un capador de Vodñan, y el la mató una noche con la azada y luego fue a entregarse. En Pisek, cuando le colgaron por acuerdo del consejo de guerra, mordió la nariz al cura y dijo que no estaba arrepentido y además añadió algo muy feo sobre nuestro emperador.
— ¿Y no sabe qué dijo? —preguntó Bretschneider con voz esperanzada.
—Esto no puedo decírselo porque nadie se ha atrevido a re­petirlo, pero fue tan espantoso y horrible que un consejero del tribunal que se encontraba allí se volvió loco y aún hoy lo tie­nen aislado en una celda para que no salga nada a la luz. No fue una ofensa corriente, como las que se dicen cuando se está borracho.
—Y ¿qué delitos de lesa majestad se cometen cuando se está así? —preguntó Bretschneider.
—Señores, se lo ruego, hablen de otra cosa —dijo el taber­nero Palivec— ¿Saben? Esto no me gusta. Uno puede dejar caer algo que algún día le perjudique.
— ¿Qué delitos de lesa majestad se cometen cuando se está borracho? —repitió Schwejk—. Varios. Emborráchese, mande que le toquen el Himno austriaco y verá lo que empieza a decir. Se le ocurrirán tantas cosas sobre Su Majestad que sólo la mi­tad bastaría para imposibilitarlo para toda la vida. Pero la ver­dad es que el viejo no se lo merece. Tenga en cuenta esto: per­dió a su hijo Rodolfo cuando era aún muy joven, cuando tenía todas sus energías. A su esposa Elisabeth la atravesaron con un puñal. Luego perdió a Johann Orth. A su hermano, el empera­dor de Méjico, lo fusilaron en una fortaleza, junto a una vulgar pared. Ahora, en su vejez, le han eliminado a su tío. Desde luego habría que tener unos nervios de hierro. Y luego va un borracho cualquiera y lo llena de improperios. Si hoy empieza una nueva guerra me alisto como voluntario y me voy a servir a nuestro emperador hasta que me despedacen. Schwejk tragó un buen sorbo y prosiguió: — ¿Cree usted que nuestro emperador dejará que las cosas queden así? ¡Qué poco lo conoce! Tiene que haber guerra con los turcos. Habéis matado a mi tío; ahora vais a tener que ca­llar la boca. Seguro que habrá guerra. Servia y Rusia nos ayudarán. ¡Caramba, vamos a dar una buena tunda a los enemigos!
En este momento profético el aspecto de Schwejk era mag­nifico. Su ingenuo rostro sonreía como la luna en cuarto cre­ciente y resplandecía de entusiasmo. ¡Lo veía todo tan claro!
—Puede que si hacemos la guerra contra los turcos los alemanes se nos echen encima por la espalda porque los alemanes y los turcos se ayudan —prosiguió en su descripción del futuro de Austria—. Pero nosotros podemos aliarnos con Francia, que desde el año 71 está enemistada con Alemania, y así las cosas saldrán bien. Habrá guerra; no os digo más.
Bretschneider se levantó y dijo solemnemente:
—Ni tiene por qué decir nada más. Venga conmigo al pasi­llo; allí le diré una cosa.
Schwejk siguió al policía al pasillo, donde le esperaba una pequeña sorpresa: su compañero de taberna le enseñó el águila (distintivo de la policía secreta austriaca) y le dijo que lo detenía y que lo llevaría inmediatamente a la Jefatura de Policía. Schwejk se esforzó por aclararle que tal vez se equivocaba, que él era completamente inocente y que no ha­bía pronunciado ni una sola palabra que pudiera ofender a na­die.
No obstante Bretschneider le dijo que había cometido una serie de actos punibles, entre los cuales desempeñaba un papel importante el delito de alta traición.
Entonces volvieron al comedor y Schwejk dijo a Palivec:
—Tengo cinco cervezas y una salchicha con pan. Déme un aguardiente de ciruelas y luego tendré que irme porque estoy detenido.
Bretschneider enseñó el águila al señor Palivec, lo miró un rato y luego preguntó:
—¿Está casado?
-Sí.
—Su mujer ¿puede llevar el negocio en su ausencia?
-Sí.
—Entonces todo está arreglado —dijo Bretschneider alegre­mente—. Dígale a su mujer que venga, déselo todo y al atarde­cer vendremos a buscarle.
—No le haga caso —lo consoló Schwejk—; yo sólo voy por alta traición.
—Pero ¿por qué motivo voy yo? —gimió el señor Palivec—. ¡Con lo prudente que he sido!
Bretschneider rió y, feliz por su triunfo, dijo:
—Porque ha dicho que las moscas se cagaron en nuestro em­perador. Habrá que quitarle a nuestro emperador de la cabeza.
Y Schwejk abandonó la taberna "Zum Kelch" acompañado por el policía civil, al cual preguntó con su amable sonrisa una vez ya en la calle:
— ¿Debo bajar de la acera?
— ¿Por qué?
—Pienso que si estoy detenido ya no tengo derecho a ir por la acera.
Cuando llegaron a la puerta de la Jefatura de Policía Sch­wejk dijo:
— ¡Qué aprisa nos ha pasado el tiempo! ¿Va a menudo al "Kelch"?
Y mientras conducían a Schwejk a la oficina de ingreso, el señor Palivec en el "Kelch" dio instrucciones a su mujer y la consoló a su especial manera:
—No llores, no llores. ¿Qué pueden hacerme por un retrato del emperador manchado de excrementos?
Y así fue como el valeroso soldado Schwejk se metió en la Guerra Mundial.
A los historiadores les interesará saber que predijo el futuro. Si más adelante las cosas no se desarrollaron tal como él había expuesto en el "Kelch" debemos tener en cuenta que no poseía preparación diplomática alguna.
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk de Jaroslav Hasek