La primavera, en Bretaña, es más benigna que en los alrededores de París, y florece tres semanas antes. Los cinco pájaros que la anuncian, la golondrina, la oropéndola, el cuco, la codorniz y el ruiseñor, llegan con las brisas que se albergan en los golfos de la península armoricana. La tierra se cubre de margaritas, pensamientos, junquillos, narcisos, jacintos, ranúnculos y anémonas, igual que los espacios abandonados que rodean San Juan de Letrán y Santa Croce in Gerusalemme, en Roma. Los claros del bosque se empenachan de elegantes y altos helechos: campos de retamas y de aulagas resplandecen con sus flores que se dirían mariposas de oro. Los setos, en los que abunda la fresa, la frambuesa y la violeta, están adornados de espinos albares, de madreselva y de zarzamoras, cuyos pardos y curvados retoños están cuajados de hojas y frutos magníficos. Todo hormiguea de abejas y de pájaros; los enjambres y los nidos hacen detenerse a los niños a cada paso. En determinados abrigos, el mirto y la adelfa crecen en pleno suelo, como en Grecia; el higo madura como en Provenza; cada manzano, con sus flores color carmín, se asemeja a un gran ramo de novia de pueblo.
François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba
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