Por
la noche los alambres del teléfono producían un sonido como si estuvieran
murmurando. No era el viento, según dijo Golowin, sino los cambios de
temperatura los que originaban este ruido.
Al
levantarse, Laura vio el campo verde con grupos de árboles. En el fondo, el
Jura, una línea de montes suaves, azulados. Le recordaron el Guadarrama. Había
muchos árboles en flor, gran silencio, cantaban los cucos
y los cuervos volaban por el aire.
De
la ventana se veían pasar con frecuencia los aviones. Los cuervos en el campo
seguían el arado del labrador, a comer los insectos que se descubrían al
remover la tierra.
A
pocos pasos jugueteaban las urracas.
Natalia
quiso que su alcoba estuviese cerca de la de su mamá, como llamaba a Laura, y
pidió que se le trasladara a un cuarto próximo. Las dos habitaciones daban a la
biblioteca. Esta era una sala cuadrada, baja de techo, con una gran ventana de
guillotina, llena de armarios con libros y una porción de estampas, cuadros,
arcas antiguas y un globo terráqueo de más de un metro de diámetro, publicado por
una casa editora de Berlín.
En
esta habitación se disfrutaba de una calma y de una tranquilidad
extraordinarias.
Natalia
era absorbente y atrevida. Entraba en el cuarto de Laura y la abrazaba y la
besaba. Después salía a la terraza seguida de Troll y se marchaba por el campo
cantando, y volvía al poco rato. Era turbulenta y muy difícil de vigilar. Era
verano y paseaban al anochecer y algunas veces a la luz de la luna por los
alrededores.
Laura o la soledad sin remedio
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