30 septiembre 2022

Al comprador indeciso

 Al comprador indeciso
(Poema inicial de «LA ISLA DEL TESORO»)

SI los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios,
De barcos, islas, perdidos Robinsones
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:
—¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantine,
O con Cooper, y atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas.
Junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.

Robert Louis Stevenson

Poemas


Traducción: Txaro Santoro & José María Álvarez

Banco de carpintero

banco de carpintero

29 septiembre 2022

Si...

SI…

Si puedes mantener la cabeza en su sitio
cuando todos la pierden —y te culpan por ello—;
si confías en ti cuando los otros
desconfían —y les das la razón—;
si puedes esperar sin cansarte, si no
mientes cuando te vienen con mentiras
ni odias a los que te odian y, aún así,
no te las das de santo ni de sabio;

si sueñas, sin llegar a ser esclavo
de tus sueños; si piensas, pero no te conformas
con pensar; si te enfrentas al Triunfo y al Desastre
y das el mismo trato a esos dos impostores;
si soportas que tuerzan tus palabras
para embaucar con ellas a los tontos;
si se rompen las cosas a las que has dedicado
tu existencia y te agachas a rehacerlas;

si juntas todas tus ganancias para
jugártelas a cara o cruz, y pierdes,
y vuelves a empezar de nuevo, una vez más,
sin mencionar siquiera lo perdido;
y si tu corazón, tus músculos, tus nervios
cumplen incluso cuando ya no son
lo que eran, y resistes cuando ya no te queda
sino la voluntad de resistir;

si hablas con multitudes sin perder la honradez
y paseas con reyes sin perder la humildad:
si no pueden hacerte daño tus enemigos
—tampoco tus amigos— y todo el mundo cuenta
contigo —no en exceso—; si no desaprovechas
ni un segundo de cada minuto de carrera,
la tierra y cuanto en ella existe es para ti;
serás, en fin, lo que se dice un hombre.



POEMAS
Rudyard Kipling




Madrid, tejados, terrazas, azoteas y remates

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28 septiembre 2022

EL POETA es un fingidor

 AUTOPSICOGRAFIA
1-4-1931

EL POETA es un fingidor.
Finge tan enteramente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
En el dolor leído sienten bien,
No los dos que el poeta tuvo,
Pero sólo el que ellos no tienen.

Y así por las vías rueda
Gira, para entretener la razón,
Este tren de cuerda
Que se llama corazón.

Fernando Pessoa
Poemas

En traducción de:
Miguel Ángel Flores


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27 septiembre 2022

VELAS. Constantino Kavafis

 VELAS
 
 
Ante nosotros yérguense los días venideros
como fila de velas encendidas—
doradas, cálidas y vivas velitas.
 
Los días pasados atrás quedan,
triste fila de velas apagadas.
Las más cercanas aún despiden humo,
frías velas, derretidas, y torcidas.
 
No quiero verlas: me aflige su figura,
y me aflige recordar su luz primera.
Miro adelante mis velas encendidas.
 
No quiero volverme, por no ver con horror
cómo la fila oscura avanza rápida,
cómo los cirios apagados aumentan tan de prisa.


C. P. Cavafis

Poemas

  

Traducción, prólogo y notas de Ramón Irigoyen

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26 septiembre 2022

De aquellos tres que llegaron a donde estaba Hallblithe, el de la Casa del Cuervo

 CAPÍTULO I

De aquellos tres que llegaron a donde estaba Hallblithe, el de la Casa del Cuervo

Se dice que antaño vivió un hombre de libre condición que respondía al nombre de Hallblithe: era rubio, fuerte y avezado en el combate; pertenecía a la antigua Casa del Cuervo.
Aquel joven amaba a una damisela de extremada belleza llamada la Rehén, la cual pertenecía a la Casa de la Rosa, con cuyas mujeres era costumbre establecida desde antiguo que casaran los hombres de la Casa del Cuervo.
Como ella le correspondía, y ningún hombre de su parentesco se oponía a su amor, ambos decidieron casarse el día del solsticio del verano.
Cierta mañana, a comienzos de la primavera, cuando los días aún son cortos y largas las noches, Hallblithe se sentaba ante el porche de la casa, alisando un largo palo de fresno para hacer con él una lanza. Al escuchar el ruido de los cascos de unos caballos que se acercaban y levantar la vista, vio que unos jinetes cabalgaban hacia la casa y que en aquel instante pasaban por la puerta de su cerca. Como era el único hombre que estaba en la casa, se levantó y fue a su encuentro: sólo eran tres, llevaban armas y montaban excelentes caballos; pero no suponían ninguna amenaza, porque dos de ellos eran viejos y débiles, y al tercero, sombrío, se le veía triste, cansado y muy abatido. Le pareció que venían de muy lejos y que habían cabalgado muy deprisa, pues sus espuelas estaban manchadas de sangre, y sus caballos de sudor.
Hallblithe los saludó cordialmente, diciendo:
—Cansados parecéis por el viaje que quizá aún tengáis que proseguir, así que descabalgad y entrad en la casa: tomad comida y bebida para vosotros, y paja y grano para vuestros caballos. Y luego, si aún queréis continuar vuestro camino, partid, habiendo ya reposado; más, si podéis permitíroslo, quedaos aquí toda la noche y partid mañana, pues hasta entonces todo lo nuestro será vuestro y os pertenecerá.
Y el más viejo de aquellos ancianos habló con voz de falsete, diciendo:
—Joven, te lo agradecemos. Por más que los días de la primavera aún estén lejos de terminarse, las horas de nuestras vidas se desvanecen, así que no nos quedaremos en esta casa a menos que nos convenzas, en verdad, de que hemos llegado a la Tierra de la Llanura Esplendente. Si así es, no te demores y llévanos ante tu señor, pues seguramente nos dará una alegría.
Luego habló el que parecía menos consumido por la edad que él, diciendo:
—¡Te lo agradecemos! Pero no nos basta con la comida y la bebida, pues necesitamos algo más, a saber: la Tierra de los Vivientes. Y, ¡oh!, el tiempo apremia.
Y dijo el hombre de aspecto triste y decaído:
—Buscamos la tierra donde los días son tan numerosos que, quien olvidó cómo se ríe, consigue recordarlo y dejar atrás los días de la aflicción.
Y entonces los tres preguntaron con fuerte voz:
—¿Es ésta la Tierra? ¿Es ésta la Tierra?
Y Hallblithe rio, maravillado por todo aquello, y dijo:
—Viajeros, si miráis con atención más abajo del sol, justo en la pradera que se encuentra entre las montañas y el mar, veréis una llanura llena de esplendor a causa de los lirios primaverales. Para nosotros no es la Llanura Esplendente, sino la Tierra de los Riscos Junto al Mar. En ella los hombres mueren cuando les llega la hora, y aunque ignoro si los días que conforman sus vidas son tan numerosos que les permitan olvidar las penas, pues aún soy demasiado joven para sufrir el yugo de la aflicción, sé que les bastan para cumplir las hazañas que nunca mueren. Y en cuanto a esa palabra, «señor», que decís, sabed que desconozco su significado, pues todos los Hijos del Cuervo moramos aquí en buena amistad, junto con nuestras esposas legítimas, las madres que nos trajeron al mundo y las hermanas que nos sirven. Así que una vez más os invito a bajar de vuestros caballos para comer, beber y descansar, y para que, cuando lo deseéis, prosigáis la búsqueda de esa tierra que perseguís.
Ellos apenas le miraron y exclamaron al mismo tiempo con voces quejumbrosas:
—¡No es la Tierra! ¡No es la Tierra!
Y sin decir más, volvieron grupas a sus caballos, salieron por la puerta de la cerca y, entre el estruendo de sus arneses, tomaron el camino que subía hacia el paso situado entre las montañas. Hallblithe, maravillado, escuchó el sonido de los cascos de sus caballos hasta que se desvaneció y luego volvió a lo que estaba haciendo: para entonces eran las dos del mediodía.
 
William Morris
Historia de la Llanura Espledente

Título original: The Story of the Glittering Plain which has been also called the Land of Living Men, or the Acre of thr Undying

William Morris, 1890

Traducción: Javier Martín Lalanda

 

El joven Hallblithe, de la Casa del Cuervo, y su prometida viven pacíficamente en una comunidad agrícola-ganadera asentada en la Tierra de los Riscos, junto al Mar. Pero, un mal día, el muchacho descubre que su amada, la Rehén de la Casa de la Rosa, ha sido raptada por unos piratas. Hallblithe inicia un viaje por mar en su busca acompañado por Zorro Pequeño, personaje ambiguo y tretero, tan pelirrojo como el cánido. Hallblithe llega primero a la Tierra del Rescate y de ahí es conducido por el anciano Águila de Mar a una especie de Paraíso, la Tierra de la Llanura Esplendente, también llamada el Campo de los Inmortales o la Tierra de los Vivientes. En ella asiste al rejuvenecimiento del anciano, que se convierte en un alegre y hermoso joven, allí las mujeres le ofrecen su amor y belleza, y allí el mismísimo rey del lugar le da a comer de su plato y a beber de su vino. Sin embargo, el joven Hallblithe, de la Casa del Cuervo, no repara en el atractivo de las mujeres ni aprecia sabor alguno en los manjares que le ofrecen, pues solo piensa en encontrar a su amada. ¿Conseguirá el amable y valeroso joven escapar de una tierra sin necesidades materiales, donde los visitantes olvidan sus anteriores vidas, donde el goce y la alegría son el único objetivo?

 

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25 septiembre 2022

LA CANCIÓN DEL PASTOR FELIZ. William Butler Yeats

 LA CANCIÓN DEL PASTOR FELIZ
Los bosques de la Arcadia yacen muertos,
su lejana alegría ya no existe;
de sueños se nutría el mundo antiguo;
hoy es verdad gris su juego de colores;
pero aún vuelve inquieto la cabeza:
con todo, oh hijos hastiados del mundo,
de cuantas cosas mudan, incontables,
siguiendo la cascada melodía
que Cronos canturrea, solamente
las palabras son un bien verdadero.
¿Dónde están ya los reyes aguerridos
que del Verbo se burlaban? Por Dios,
¿dónde están ya los reyes aguerridos?
Una palabra vana es hoy su gloria
dicha por el alumno balbuciente
que lee alguna historia enrevesada:
los reyes de antaño ahora están muertos;
incluso la errante tierra puede ser
una palabra sólo, luz muy breve,
casi inaudible en el sonoro espacio,
que perturba el ensueño interminable.
No adores, pues, hazañas polvorientas
ni quieras —pues esto es cierto también—
ansiar intensamente la verdad,
no sea que tus afanes alimenten
sueños y sueños: la verdad no existe
sino en tu propio corazón. No busques
el vano conocer de esos ilusos
que con cristales ópticos persiguen
las sendas rotatorias de los astros.
Ni busques, pues esto es cierto también,
palabra alguna de ellos, pues la ruina
de una estrella rompió sus corazones:
muerta está toda su verdad humana.
Ve y recoge junto al bullente mar
una concha espiral que abrigue un eco,
y nárrale tu historia entre sus labios,
pues ellos te podrán reconfortar
con arte melodioso repitiendo
tus palabras de queja unos instantes
hasta que el canto compasivo acabe
y una fraternidad de nácar muera.
Sólo las palabras son un bien cierto:
canta entonces, que esto es cierto también.
Tengo que marchar: hay una sepultura
en que se mecen lirios y narcisos,
quisiera complacer al pobre fauno
que yace bajo el suelo soñoliento
con cantos de alegría antes del alba.
El gozo coronó sus días de gritos
y todavía sueño que huella el césped
caminando espectral sobre el rocío,
penetrado de mi alegre cantar,
mis canciones de aquella juventud
soñadora de la ya anciana tierra:
pero ¡ah! ya ella no sueña. ¡Sueña tú!
Hermosa es la amapola de la cumbre.
Sueña, sueña, que esto es cierto también.

Traducción: Antonio Rivero Taravillo

ENCRUCIJADAS [1889]


William Butler Yeats

Poesía reunida





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24 septiembre 2022

GUERRA PERDIDA, Joan Margarit

 
GUERRA PERDIDA

Al alba esta ciudad se vuelve sórdida
enfermedad de estucos, arquitectura
de tenderos y Wagner, una historia
con símbolos tan vulgares como la derrota
y las putas del puerto, y la avaricia.
Pero aún se refleja en el asfalto
la soledad de una ciudad más sucia
donde hoy se pudre el que serás
en los últimos pasos del invierno.
La poesía te consoló con una vieja astucia
de solitario, pero siempre llega
la vez de la derrota en una lucha donde,
al perder el amor, pierdes la vida.

Joan Margarit

Todos los poemas (1975-2012)

Desde Restos de aquel naufragio hasta Se pierde la señal

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22 septiembre 2022

Paisaje. El mudejarillo. José Jiménez Lozano

 Paisaje

Y cuando se fueron a vivir a Arévalo, pues era igual pero no era lo mismo, y le preguntaban los muchachos de Arévalo que cómo era su pueblo del niño: Fontiveros.
—Pues un pueblo —decía el niño.
Pero que estaba lleno de cosas y tenía la torre y la iglesia, las campanas y la cigüeña, la plaza y las calles, los palacios, las casas y las nagüelas; los corrales, los cobertizos, los establos, los zaguanes, los portales, las puertas, los portones, las portadas, las puertas traseras, los portillos, las portezuelas, los canceles, las ventanas, las claraboyas, las gateras, los miradores, las celosías, los balcones, las buhardillas, los ojos de buey; las verjas, las rejas, las vallas, los aleros, las chimeneas, los salientes, los colgadizos, los huertos, las huertas, las bardas, los cigüeñales, los arrabales, las cijas, las ovejas, los perros, los asnos, las mulas, los bueyes, los caballos, las vacas, las terneras, los corderos, las cabras, los cabritillos, las gallinas, los gallos, los pollitos, los conejos, las palomas, las torcaces, los dormileros, los mochuelos, los aguiluchos, las alondras, los tordos, las perdices, las codornices, las garzas, las avutardas, los topos, los erizos, los grillos, los sapos, los lagartos, las lagartijas, las ranas, los renacuajos, las culebras, los escarabajos, los saltamontes, las aceiteras, las lombrices, las orugas, las mariposas, las rosas, los lirios, los geranios, los pensamientos, las azucenas, los acianos, los escaramujos, las zarzas, las retamas, el hinojo, el tomillo, el romero, la menta, la hierbabuena, el yantel, las acederas, el espliego, el cantueso, los berros, los espárragos, las coles, las lechugas, los judigüelos, los ajos, las cebollas, los manzanos, los perales, los guindos, las higueras, los membrillos, los álamos, los chopos, las parras, las vides, las encinas, los robles, la luna, las estrellas, el carro triunfante, las Tres Marías, el lucero del alba, la estrella del pastor, el sol de agua, la solanilla, la sombra, la lluvia, la primavera de mayo, el aire austro, el verano, la otoñada, la siembra, el cierzo, el ventisquero, la nieve, el ventarrón, los truenos, los relámpagos, los rayos, las exhalaciones, los trabajadores, los gañanes, los truhanes, los trujimanes, los alarifes, los albañiles, los maestros de obras, los carpinteros, los ebanistas, los tallistas, los pedreros, los peones, los caleros, los yeseros, los ladrilleros, los baldoseros, los ensoladores, los aguadores, los carreteros, los odreros, los taberneros, los mieleros, los melcocheros, los queseros, los aceiteros, los molineros, los horneros, los anacalos, los panaderos, los amasadores, los pasteleros, los recaderos, los verederos, los propios, los correos, los mayorales, los pastores, los rabadanes, los zagales, los esquiladores, los pelaires, los zurradores, los pelliteros, los tejedores, los burateros, los sastres, los buhoneros, los plateros, los sombrereros, los zapateros, los chapineros, los remendones, los herreros, los cerrajeros, los guadañeros, los joyeros, los boneteros, los labradores, los hortelanos, los maestros de niños, los dómines, los latinistas, los médicos, los boticarios, los cirujanos, los sangradores, los curas, los hidalgos, los nobles, los frailes. Las monjas, las beatas, las damas, las dueñas, las señoras, las criadas, las esclavas, las fregadoras, las recaderas, las amas, las ayas, las cereras, las amortajadoras, las lloradoras, las curanderas, las mondongueras, las lavanderas, las costureras, las bordadoras, las que dan hierro, las enamoradas. Las torrenteras, el río, los regatos, las lagunas, los labajos, los manantiales, las fuentes, los caños, los pinares, las alamedas, los almendrales, las olmedas, las choperas, las povedas, los encinares, los robledales, los trigales, los cebadales, los centenos, los garrobales, los barbechos, los guisantales, los garbanzales, los senderos, los puentes, los pasos, los vados, los zanjones, lo llano, la niebla, el rocío, la montaña que se ve lejos y hace así alabeando. Y los cristianos y los moriscos, y muchas cosas y muchos oficios más.
—¿Y cómo se llama tu pueblo?
—Fontiveros.
—¿Y cómo va a haber tantas cosas en tu pueblo, si es más pequeño que Arévalo?
Y el niño respondía:
—No sé.

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
El mudejarillo

Calles de Madrid

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21 septiembre 2022

20 septiembre 2022

De Ambrosio Merlín cuando vivió en tierras gallegas

Ahora que viejo y fatigado voy, perdido con los años el amable calor de la moza fantasía, por veces se me pone en el magín que aquellos días por mí pasados, en la flor de la juventud, en la antigua y ancha selva de misteriosas, son solamente una mentira; que por haber sido tan contada, y tan imaginada en la memoria mía, creo yo, el embustero, que en verdad aquellos días pasaron por mí, y aun me labraron sueños e inquietudes, tal como una afilada trincha en las manos de un vago y fantástico carpintero. Verdad o mentira, aquellos años de la vida o de la imaginación fueron llenando con sus hilos el huso de mi espíritu, y ahora puedo tejer el paño de estas historias, ovillo a ovillo. Cuando de obra de nueve años cumplidos por Pascua Florida, con la birreta en la mano, me acerqué a la puerta de mi amo Merlín, ¿quién diría que me la iban a llenar, la gorrilla nueva, de las más misteriosas magias, encantos, inventos, prodigios, trasiegos y hechizos? Nunca regalo como éste, digo yo, le fue hecho a un niño, y como de un cuerno maravilloso saco cinta tras cinta, cuento tras cuento, y con mis propios ojos contemplo toda aquella tropa profana que a Merlín acudía y a sus siete saberes: en Merlín se juntaban, tal los hilos de un sastre invisible, todos los caminos del trasmundo. Él, el maestro, hacía el nudo que le pedían. Ya lo veréis.

MIRANDA


1. La selva de Esmelle

Quizá mejor que decirla fuera pintarla, la selva de Esmelle, que cae a mano derecha viniendo a este reino por la banda de León. El camino que yo llevé hasta el campo de las Colmenas se adentra subiendo vuelta a vuelta por la fraga de Eirís, que es tan espesa: el camino va por la orilla del río, y cuando gana el llano, donde llaman Paradas, se mete por entre charcos lodaneros hasta donde dicen Fontigo, que es una puente baja de madera, en la que es muy sabroso oír el trote corto de los caballos de los viajeros que van y vienen, camino de Belvís. Los molinos del Fontigo son ahora dos morenas de piedra negra, en las que la hiedra prende y crece, pero yo recuerdo todavía los días en que molían el trigo vallino y el centeno montañés, y había manzanos a lo largo de las presas: el viento tiraba manzanas al agua, y siempre había una docena, verdes o coloradas, bailando en la espuma, gorda y amarillenta, junto a la reja del canal. Siempre ventea en la robleda de Mourás, tan tenebrosa, y el camino tiene prisa en pasarla y en llegar a la abierta campiña de Miranda, a la descubierta de las anchas sementeras, a los barbechos que huelgan las colinas antiguas, a los pastos del Rey… Desde Miranda se ve Esmelle todo alrededor, el castillo de Belvís, la fraga de la Sierpe, la laguna de los Cabos, y de día, casi al pie de la puerta, el humo de las herrerías del Villar. Por la noche, desde Miranda, yo me ponía a ver como se encendían las luces de Belvís en las altas y aparejadas torres, y en comparación con ellas, como posadas en el suelo, las luces del Villar: cuando corría viento de Meira, yo me tenía porque oía las batinadas del mazo de los herreros. Desde Miranda se ve todo el llano de Quintas hasta el Castro, y las eras de centeno darse en ondas, como el mar, al amor de la brisa, y el ir y venir de las mujeres a la fuente del Couso. Siempre me recordaré de la cerca de la era, de laurel romano, tan pajarero, en la que tantos nidos velé, y de la higuera ramona, tan viciosa, al pie de la casa, junto al pajar grande. Miranda era la fonda de don Merlín.
Yo dormía en el desván, en una camareta estrecha, que tenía un ventanuco que caía mismo encima del catre. Tomé gusto, por la anochecida, de subirme a éste, y estarme más de una hora asomado. Claro que era por las luces. En Esmelle, en la noche, todo se hacía con luces. Ya no digo de las luces de Belvís, que bien las veía subir y bajar, como pájaros encendidos, por las ventanas de ambas torres; por veces, todo Belvís quedaba a oscuras, pero al poco rato se encendía una luz pequeñita, como el ojo de un mochuelo, en el balcón de la fachada de respeto, y esa luz corría por el castillo, y yo veía cómo pasaba de una cámara a otra, siguiéndola cuando se derramaba y guiñaba por ventanas y saeteras, y súbitamente hacía unas señas en lo alto de las almenas. Yo sabía que era el farol del enano del castillo, que hacía la última ronda. Ya no digo tampoco de las luces del Villar, con las que jugaban las ramas de los abedules. Hablo de las luces que andaban por los caminos, por el camino real viniendo de Meira, y por el camino de Quintas, y por el camino viejo, que se ahoga en la laguna de los Cabos, y también por la laguna. Y corrían y se cruzaban, y de cuando en cuando se juntaban tres o cuatro, que hacían como una pequeña hoguera en el corazón de la oscura noche. Caballos galopando debían de llevarlas, tal corrían. Y si alguna tomaba el camino de Miranda y venía hada mí, y hasta parecía, tan viva venía, que silbaba, prendía el miedo en mí como alfiler en el acerico, y sin desnudarme me metía en el catre, y me tapaba hasta la cabeza con la manta: una manta a fajas verdes, que por ambos lados tenía escrito en letras coloradas: DAVID. Yo tenía, en verdad, a aquel David nombrado por mi defensor, y hasta le rezaba. Pero ahora se me ocurre pensar que tales miedos me gustaban… Al alba venían a verme, formando todavía parte de mis sueños, las campanas de Quintas y el arrullo de las palomas en el tejado. Una mañana por el tiempo de la siega fue cuando vi en la laguna el barco velero, y otra de otoño, en lo alto del Castro, la viga de oro. El invierno es largo, largo, en Esmelle, y como no caiga una luna de heladas, todo él de lluvia y de nieve es. Pero el verano es dulce, y también la otoñada.
A veces, por hacer fiesta, el señor Merlín salía a la era, y en una copa de cristal llena de agua vertía dos o tres gotas del licor que él llamaba «de los países», y sonriendo, con aquella abierta sonrisa que le llenaba el franco rostro como llena el sol la mañana, nos preguntaba dé qué color queríamos ver el mundo, y siempre que a mí me tocaba responder, yo decía que de azul, y entonces don Merlín echaba aquella agua al aire, y por un segundo el mundo todo, Esmelle todo alrededor, las blancas torres de Belvís, las palomas y el perro Ney, el rubio pelo de Manueliña, la blanca barba de mi amo, el caballo tordo, los abedules de Quintas y el tojo de la corona del Castro, todo era una larga nube azul que lentamente se desvanecía. El señor Merlín sonreía mientras secaba la copa con un pañuelo negro. Esmelle, selva ancha y antigua, en la memoria la llevo yo de azul pintada, como si una enorme y tibia luna posara, en un repente, en la tierra.

Álvaro Cunqueiro

Merlín y familia

Madrid, tejados, terrazas, azoteas y remates

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19 septiembre 2022

La ciudad de Gotinga, célebre por sus salchichas y su universidad,

 La ciudad de Gotinga, célebre por sus salchichas y su universidad, pertenece al rey de Hannover y comprende 999 hogares, varias iglesias, una casa de maternidad, un observatorio astronómico, un calabozo, una biblioteca y una taberna municipal cuya cerveza, por cierto, es realmente buena. El arroyo que la atraviesa se llama Leine y sirve para el baño durante el verano. Su agua es muy fría y en algunos lugares se hace tan ancho que Lüder tuvo que coger gran impulso para saltarlo. En sí misma, la ciudad es bonita, aunque cuando más agradable resulta es cuando uno la abandona. Debió de alzarse ya hace mucho tiempo, pues recuerdo que hace cinco años, cuando me matriculé en su universidad y poco después fui expulsado, ya tenía el mismo aspecto gris y resabiado y estaba plenamente surtida de bofia, caniches, disertaciones, lavanderas, Theedansants, compendios, asado de paloma, güelfos, carruajes de graduados, cazoletas de pipa, consejeros áulicos, consejeros ministeriales, consejeros de legación, bufones, archibufones y demás archimandritas. Algunos sostienen incluso que la ciudad se erigió en los tiempos de la invasión de los bárbaros y que cada una de las tribus germánicas dejó allí en aquel entonces un ejemplar suelto de sus miembros. De ellos provienen todos los vándalos, frisones, suabos, teutones, sajones, turingios, etc., que en Gotinga todavía a día de hoy, en tropel y separados por los colores de sus gorros y de la guarnición de sus pipas, pasean por la Weenderstraβe, andan eternamente a golpes entre ellos en las sangrientas asambleas electorales de Rasenmühle, de Ritschenkrug y de Bovden; viven aún según los usos y costumbres de los tiempos de la invasión de los bárbaros y gobiernan, en parte a través de sus duces o condotieros, llamados «gallos principales», en parte a través de su vetusto código de leyes, denominado Comment, y que bien merece un lugar en las legibus barbarorum.
En general, los habitantes de Gotinga se agrupan en estudiantes, profesores, filisteos y ganado, cuatro estamentos estos que están rigurosamente separados. El estamento pecuario es el de mayor trascendencia. Enumerar aquí los nombres de todos los estudiantes y de todos los profesores, ordinarios y desordenados, sería demasiado prolijo; tampoco recuerdo en este instante el nombre de todos los estudiantes, y, entre los profesores, hay quienes incluso carecen aún de él. La cifra de filisteos de Gotinga debe de ser numerosa como la arena o, mejor dicho, como la porquería en la orilla del mar; ciertamente, cuando los veía por la mañana, con sus sucias caras y sus blancas cuentas, plantados ante los portones del Tribunal Académico, apenas podía comprender cómo Dios había podido crear tal atajo de gentuza.
Para obtener mayor minuciosidad acerca de la ciudad de Gotinga, se puede consultar fácilmente la topografía de la misma de K. F. H. Marx. Aunque con el autor, que fue médico mío y me manifestó mucho afecto, tenga contraída la más sacrosanta de las obligaciones, no puedo recomendar su obra de forma incondicional, y debo reprender el hecho de que no contradiga con severidad suficiente la falsa opinión de que las ciudadanas de Gotinga tienen los pies demasiado grandes. Sí, desde hace mucho tiempo me he dedicado con absoluta seriedad a refutar esta opinión; por eso asistí como oyente a clases de anatomía comparada, seleccioné las obras más raras de la biblioteca, estudié durante horas en la Weenderstraβe los pies de las damas que por allí pasaban y, en el doctísimo tratado donde se recogen los resultados de estos estudios, hablo: 1.º de los pies en general; 2.º de los pies entre las personas mayores; 3.º de los pies de los elefantes; 4.º de los pies de las ciudadanas de Gotinga; 5.º recopilo todo lo que ya se ha dicho sobre estos pies en el Ullrichs Garten; 6.º considero los mismos en su contexto y aprovecho para hacer un excurso sobre las pantorrillas, rodillas y más arriba y, por fin, 7.º si soy capaz de conseguir papel de tamaño suficiente, le añado aún algunas placas de cobre con el facsímil de los pies de las damas de Gotinga.
Todavía era muy temprano cuando dejé Gotinga. El erudito *** estaba seguramente todavía en su cama y soñaba, como de costumbre, que caminaba por un hermoso jardín en cuyos arriates crecían puros y blancos papelillos que, escritos con citas, brillaban deliciosos bajo la luz del sol, y los cuales iba cogiendo aquí y allá y, con esfuerzo, trasplantando a un nuevo arriate, mientras los ruiseñores regocijaban su viejo corazón con los más dulces tonos.
Ante el Weender Tor me encontré con dos pequeños escolares oriundos, uno de los cuales dijo al otro: «No quiero volver a tratar con Theodor, es un bribón, ayer ni siquiera sabía cuál es el genitivo de mensa». Pese a lo insignificantes que suenan tales palabras, debo, sin embargo, repetirlas; sí, querría escribirlas justo sobre la puerta como lema de la ciudad; pues los jóvenes pían, así como los ancianos silban, y esas palabras indican perfectamente el estrecho, seco y puntilloso orgullo de la eruditísima Universidad Georgia Augusta.

 

Heinrich Heine

CUADROS DE VIAJE

VIAJE AL HARZ

 

Iglesia de san José, Madrid

 Iglesia de san José, Madrid

18 septiembre 2022

La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia

 La ley de Herodes

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante…
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesio y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las «muestras obtenidas» de nuestras dos funciones.
¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sulfato de magnesio) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues había tenido cierta dificultad en obtener una de las muestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo; él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: «Desvístase.» Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente «úlceras en el recto»; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa.
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: «Vístase.»
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde?
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

Jorge Ibargüengoitia

La ley de Herodes

libros al reclamo

libros al acecho de viandantes curiosos

17 septiembre 2022

FLANNERY O’CONNOR: Querido Dios

 Querido Dios:

No puedo amarte como quiero. Tú eres la medialuna sutil que veo y yo soy la sombra de la tierra que me impide ver toda la luna. La medialuna es muy hermosa y, a lo mejor, es todo lo que debería ser visible para alguien como yo; pero de lo que tengo miedo, querido Dios, es de que mi sombra se haga tan grande que me tape la luna entera, y de que yo me juzgue a mí misma por la sombra, que no es nada.

No te conozco, Dios, porque me pongo en medio. Por favor, ayúdame a que me aparte a un lado.

Querría triunfar en el mundo con lo que me gusta hacer. Te lo he pedido ansiosamente en todos mis pensamientos, y he llegado a tal tensión mental que te he dicho: «Dios, por favor», «tengo que poder», y «por favor, por favor». Me temo que no te lo he pedido de la mejor forma. Permíteme que, de ahora en adelante, te lo pida con resignación, lo que no es ni pretende ser un descuido en la oración, sino que sea menos frenética, porque ese frenesí lo causa el ansia por lo que quiero y no una confianza espiritual. No quiero ser presuntuosa. Quiero amar.

Oh, Dios, despeja mi mente.

Por favor, límpiala.

Te pido un mayor amor por mi santa Madre y le pido a ella un mayor amor por Ti.

Por favor, ayúdame a meterme en las cosas y a encontrarte dónde estés.

No quiero renegar de las oraciones tradicionales que he rezado toda la vida; el problema es que las rezo sin sentirlas. Pierdo fácilmente la atención. De esta forma, [escribiendo] estoy atenta todo el tiempo. Cuando pienso en estas cosas y te las escribo, siento la calidez de un amor inflamándome. Por favor, no dejes que las explicaciones psicológicas hagan que se enfríe de repente. Mi inteligencia es tan limitada, Señor, que solo puedo confiar en que seas Tú quien me proteja.

Por favor, ayuda a que las personas que quiero sean libres de sus sufrimientos. Por favor, perdóname.

 

DIARIO DE ORACIÓN

FLANNERY O’CONNOR

Traducción de Isabel Berzal Ayuso y Guadalupe Arbona Abascal

Rebaño colorido

El rebaño

16 septiembre 2022

Un niño está en nuestra aldea (a modo de villancico - siglo XVI)

 FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR

Un niño está en nuestra aldea
en brazos de una zagala,
que en tierra y cielo no hay gala,
que igual con la suya sea.
Un niño que es rey del cielo
y señor de lo criado
con librea de encarnado
hoy se disfrazó en el suelo :
que no hay pastor que le vea
en brazos de su zagala,
que no diga que no hay gala
que igual con la suya sea.
Ni el cielo ni el sol lumbroso
no tienen que ver con él,
porque el garrido doncel
es en todo más hermoso
y está agora en nuestra aldea
en brazos de la zagala,
que en tierra y cielo no hay gala,
que igual con la suya sea.
Hoy sale el sol de la luna
siendo del la luz que tiene,
que el resplandor del le viene
y no de otra causa alguna,
hoy el Verbo en nueva idea
concebido sin iguala
nace con divina gala
de encarnado en nuestra aldea.
(Del s. xvi. Bibl. Nao., ms. 14070.)

D. JULIO CEJADOR Y FRAUCA
FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR (TOMO IX)

Rebaño de colores

El rebaño

15 septiembre 2022

 Aquella noche

La noche en que nos conocimos
yo empecé a perder
La cerilla explotó
y me quemó los dedos
manché mi blusa con el vino
Olvidé por completo
el nombre del mes y del día.
Tanta turbación
solo podía ser la prueba
de un deseo muy grande
tan grande
que ni tú misma
podías satisfacer.


Cristina Peri Rossi

Aquella noche

sambucus ebulus, saúco menor, yezgo

Parque natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel

14 septiembre 2022

¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja... de Antonio Machado

 ¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja,
que me traes el retablo de mis sueños
siempre desierto y desolado, y sólo
con mi fantasma dentro,
mi pobre sombra triste
sobre la estepa y bajo el sol de fuego,
o soñando amarguras
en las voces de todos los misterios,
dime, si sabes, vieja amada, dime
si son mías las lágrimas que vierto!
Me respondió la noche:
Jamás me revelaste tu secreto.
Yo nunca supe, amado,
si eras tú ese fantasma de tu sueño,
ni averigüé si era su voz la tuya,
o era la voz de un histrión grotesco.
Dije a la noche: Amada mentirosa,
tú sabes mi secreto;
tú has visto la honda gruta
donde fabrica su cristal mi sueño,
y sabes que mis lágrimas son mías.
y sabes mi dolor, mi dolor viejo.
¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado,
yo no sé tú secreto,
aunque he visto vagar ese que dices
desolado fantasma, por tu sueño.
Yo me asomo a las almas cuando lloran
y escucho su hondo rezo,
humilde y solitario,
ese que llamas salmo verdadero;
pero en las hondas bóvedas del alma
no sé si el llanto es una voz o un eco.
Para escuchar tu queja de tus labios
yo te busqué en tu sueño,
y allí te vi vagando en un borroso
laberinto de espejos.


Antonio Machado

Soledades

Anas platyrhynchos

al agua patos

12 septiembre 2022

Así comienza... Corazón tan blanco de Javier Marías (1951-2022) - STTL

 No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie. Antes, con gesto automático, el padre había cerrado el grifo del lavabo, el del agua fría, que estaba abierto con mucha presión. La hija había estado llorando mientras se ponía ante el espejo se abría la blusa, se quitaba el sostén y se buscaba el corazón porque, tendida en el suelo frío del cuarto de baño enorme tenía los ojos llenos de lágrimas, que no se habían visto durante el almuerzo ni podían haber brotado después de caer sin vida. En contra de su costumbre y de la costumbre general, no había echado el pestillo, lo que hizo pensar al padre (pero brevemente y sin pensarlo apenas, en cuanto tragó) que quizá su hija, mientras lloraba, había estado esperando o deseando que alguien abriera la puerta y le impidiera hacer lo que había hecho, no por la fuerza sino con su mera presencia, por la contemplación de su desnudez en vida o con una mano en el hombro. Pero nadie (excepto ella ahora, y porque ya no era una niña) iba al cuarto de baño durante el almuerzo. El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y aún firme, y fue hacia él hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era sólo sangre. Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se transformó o empezó a ser maternal, y por eso no sólo se sintió espantado, sino también turbado. La otra niña, la hermana, que sí lo había visto cambiado en su adolescencia y quizá después, fue la primera en tocarla, y con una toalla (su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger) se puso a secarle las lágrimas del rostro mezcladas con sudor y con agua, ya que antes de que se cerrara el grifo, el chorro había estado rebotando contra la loza y habían caído gotas sobre las mejillas, el pecho blanco y la falda arrugada de su hermana en el suelo. También quiso, apresuradamente, secarle la sangre como si eso pudiera curarla, pero la toalla se empapó al instante y quedó inservible para su tarea, también se tiñó. En vez de dejarla empaparse y cubrir el tórax con ella, la retiró en seguida al verla tan roja (era su propia toalla) y la dejó colgada sobre el borde de la bañera, desde donde goteó. Hablaba, pero lo único que acertaba a decir era el nombre de su hermana, y a repetirlo. Uno de los invitados no pudo evitar mirarse en el espejo a distancia y atusarse el pelo un segundo, el tiempo suficiente para notar que la sangre y el agua (pero no el sudor) habían salpicado la superficie y por tanto cualquier reflejo que diera, incluido el suyo mientras se miró. Estaba en el umbral, sin entrar, al igual que los otros dos invitados, como si pese al olvido de las reglas sociales en aquel momento, consideraran que sólo los miembros de la familia tenían derecho a cruzarlo. Los tres asomaban la cabeza tan sólo, el tronco inclinado como adultos escuchando a niños, sin dar el paso adelante por asco o respeto, quizá por asco, aunque uno de ellos era médico (el que se vio en el espejo) y lo normal habría sido que se hubiera abierto paso con seguridad y hubiera examinado el cuerpo de la hija, o al menos, rodilla en tierra, le hubiera puesto en el cuello dos dedos. No lo hizo, ni siquiera cuando el padre, cada vez más pálido e inestable, se volvió hacia él y, señalando el cuerpo de su hija, le dijo “Doctor”, en tono de imploración pero sin ningún énfasis, para darle la espalda a continuación, sin esperar a ver si el médico respondía a su llamamiento. No sólo a él y a los otros les dio la espalda, sino también a sus hijas, a la viva y a la que no se atrevía a dar aún por muerta, y, con los codos sobre el lavabo y las manos sosteniendo la frente, empezó a vomitar cuanto había comido, incluido el pedazo de carne que acababa de tragarse sin masticar. Su hijo, el hermano, que era bastante más joven que las dos niñas, se acercó a él, pero a modo de ayuda sólo logró asirle los faldones de la chaqueta, como para sujetarlo y que no se tambaleara con las arcadas, pero para quienes lo vieron fue más bien un gesto que buscaba amparo en el momento en que el padre no se lo podía dar. Se oyó silbar un poco. El chico de la tienda, que a veces se retrasaba con el pedido hasta la hora de comer y estaba descargando sus cajas cuando sonó la detonación, asomó también la cabeza silbando, como suelen hacer los chicos al caminar, pero en seguida se interrumpió (era de la misma edad que aquel hijo menor), en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados o que sólo se habían desprendido de los talones y una falda algo subida y manchada —unos muslos manchados—, pues desde su posición era cuanto de la hija caída se alcanzaba a ver. Como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión), suponiendo que antes o después volvería a aparecer por allí la doncella, quien normalmente le daba las instrucciones y no se hallaba ahora en su zona ni con los del pasillo, a diferencia de la cocinera, que, como miembro adherido de la familia, tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera y se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él. La doncella, que en el momento del disparo había soltado sobre la mesa de mármol del office las fuentes vacías que acababa de traer, y por eso lo había confundido con su propio y simultáneo estrépito, había estado colocando luego en una bandeja, con mucho tiento y poca mano —mientras el chico vaciaba sus cajas con ruido también—, la tarta helada que le habían mandado comprar aquella mañana por haber invitados; y una vez lista y montada la tarta, y cuando hubo calculado que en el comedor habrían terminado el segundo plato, la había llevado hasta allí y la había depositado sobre una mesa en la que, para su desconcierto, aún había restos de carne y cubiertos y servilletas soltados de cualquier manera sobre el mantel y ningún comensal (sólo había un plato totalmente limpio, como si uno de ellos, la hija mayor, hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido carne). Se dio cuenta entonces de que, como solía, había cometido el error de llevar el postre antes de retirar los platos y poner otros nuevos, pero no se atrevió a recoger aquéllos y amontonarlos por si los comensales ausentes no los daban por finalizados y querían reanudar (quizá debía haber traído fruta también). Como tenía ordenado que no anduviera por la casa durante las comidas y se limitara a hacer sus recorridos entre la cocina y el comedor para no importunar ni distraer la atención, tampoco se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño por no sabía aún qué motivo, sino que se quedó esperando, las manos a la espalda y la espalda contra el aparador, mirando con aprensión la tarta que acababa de dejar en el centro de la mesa desierta y preguntándose si no debería devolverla a la nevera al instante, dado el calor. Canturreó un poco, levantó un salero caído, sirvió vino a una copa vacía, la de la mujer del médico, que bebía rápido. Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia, y sin verse capaz de tomar una decisión, oyó el timbre de la puerta de entrada, y como una de sus funciones era atenderla, se ajustó la cofia, se puso el delantal más recto, comprobó que sus medias no estaban torcidas y salió al pasillo. Echó un vistazo fugaz a su izquierda, hacia donde estaba el grupo cuyos murmullos y exclamaciones había oído intrigada, pero no se entretuvo ni se acercó y fue hacia la derecha, como era su obligación. Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a colonia (el descansillo a oscuras) procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había regresado de su viaje de bodas no hacía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente porque habían coincidido en la calle o en el portal (sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café). La doncella casi rió por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba en seguida la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud. El marido, el cuñado, corría detrás muy pálido, con una mano sobre el hombro del hermano, como si quisiera frenarlo para que no viera lo que podía ver, o bien agarrarse a él. La doncella no regresó ya al comedor, sino que los siguió, apretando también el paso por asimilación, y cuando llegó a la puerta del cuarto de baño volvió a notar, aún más fuerte, el olor a colonia buena de uno de los caballeros o de los dos, como si se hubiera derramado un frasco o lo hubiera acentuado un repentino sudor. Se quedó allí sin entrar, con la cocinera y con los invitados, y vio, de reojo, que el chico de la tienda pasaba ahora silbando de la cocina al comedor, buscándola seguramente; pero estaba demasiado asustada para llamarle o reñirle o hacerle caso. El chico, que había visto bastante con anterioridad, sin duda permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse los cascos de botellas vacíos, ya que cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido y la copa de la mujer del médico volvía a estar sin vino. Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez.

Javier Marías

Corazón tan blanco

Laurentia de la estrella azul

flores, plantas y más. Isotoma axilaris, Laurentia de la estrella azul de la enredadera de flores, rosado de la estrella,

11 septiembre 2022

LIMONERO

LIMONERO
Escuchas, mientras caen de la tarde,
las notas del piano de Glenn Gould.
Las «Golberg Variations»
son gotas transparentes de una lluvia
que alguien piensa en silencio.
Junto a las grandes hiedras de este patio,
mientras llenas tus ojos de crepúsculo,
hallas entre las notas el recuerdo
de cuando al instalarte en esta casa
plantaste un limonero, hoy ya muerto.

Joan Margarit

Todos los poemas (1975-2012)

Desde Restos de aquel naufragio hasta Se pierde la señal


LUZ DE LLUVIA
Primera edición publicada en
Ediciones Península, colección Poética,
Barcelona, 1987

Cabezas de girasoles

flores, plantas y más

10 septiembre 2022

FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR

 (Canzoniére Classcnse.) Sin duda era boda de viejos o viudos que tal cencerrada merece.
 
Una música le dan
a Juanilla en este son:
dinguilindín,
dongolondón,
fan farán fan,
bu bu bum bum,
¡viva la gala de Pero Antón!
Antón que está fuertemente
de Juanilla enamorado
una música ha trazado
con Bartolo, Paulo y Llórente.
Todos de concierto están
de tañer el esquilón :
dinguilindín,
dongolondón
fan farán fan,
bu bu bum bum,
¡viva la gala de Pero Antón!
Llevo sartén y caldera,
porque Antón mejor gusta,
porque en estremo gusta
de música de espetera
y, por si enemigos van,
sacó Llórente un lanzón :
dinguilindín,
dongolondón,
fan farán fan,
bu bu bum bum,
¡viva la gala de Pero Antón!
Pensando que está despierta
comenzó Juan el primero
con la mano del mortero
a dalle en la delantera,
y, aunque durmiendo están,
recordaron a este son :
dinguilindín,
dongolondón,
fan farán fan,
bu bu bum bum,
¡viva la gala de Pero Antón!
Antón tocaba el harnero
y Paulo su guitarrilla,
Bartol le tiró a Juanilla
con el boche del zapatero,
entró Gil y sagrestán
cantando el quirie eleyson,
dinguilindín,
dongolondón,
fan farán fan,
bu bu bum bum,
¡viva la gala de Pero Antón!
 
(Canzoniére Classcnse.) Sin duda era boda de viejos o viudos que tal cencerrada merece.
 
FLORESTA DE LA ANT. LÍRICA POPULAR
Julio Cejador y Frauca

Caballo