Hay que respetar a los animales porque «Dios considera buenas todas las criaturas», «las alimenta y las protege»: ¿Cómo ignorar las pacientes y crueles emboscadas de las arañas, la refinada cirugía con la que ciertas avispas paralizan a una oruga, depositan en su interior un único huevo y van a morirse a otra parte, dejando que la larva devore poco a poco al huésped aún vivo? ¿Es posible sostener que también en estos casos Dios «prepara (a los animales) un lugar para el reposo»? ¿Qué decir de los felinos, espléndidas máquinas de matar? ¿Y de la pérfida astucia del cuco, asesino de sus hermanastros recién salido del huevo? No puede de ningún modo decirse que estas criaturas sean «malas», pero es necesario admitir que las categorías morales, el bien y el mal, no sirven para los subhumanos. La gigantesca y sanguinaria competición que nació con la primera célula, y que aún tiene lugar a nuestro alrededor, está fuera, o por debajo, de nuestros criterios de comportamiento.
Hay que respetar a los animales, pero por otros motivos. No porque sean «buenos» y útiles para nosotros (no todos lo son), sino porque una norma escrita en nosotros, y reconocida por todas las religiones y legislaciones, nos intima a no crear dolor, ni en nosotros ni en ninguna otra criatura capaz de percibirlo. «Arcano es todo excepto nuestro dolor»; las certezas del laico son pocas, pero la primera es esta: es admisible sufrir (y hacer sufrir) únicamente si se evita así un mayor sufrimiento a sí mismo o a los demás.
Primo Levi
El oficio ajeno
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