09 mayo 2021

9 de mayo

Tampoco es atinado decir que me despachó. Mi padre me acompañó a Lancing. Viajamos juntos, en tren, el 9 de mayo de 1917, un día negro en mi calendario. Lo digo literalmente, pues llevaba en el bolsillo un calendario en el que había tachado los días previos, unos más negros que otros, según fuera mi suerte, rodeando toda la hoja con un festón de cadenas.

Fue una primavera húmeda y lluviosa. Cambiamos de tren en Brighton y llegamos a Shoreham a primera hora de la tarde, donde tomamos un taxi para ir al colegio.

Hoy en día se trata de una zona bastante populosa, pero entonces no lo era. El río Adur, con marea baja, dejaba al descubierto llanuras enfangadas; en una orilla había un campamento del ejército con sus tiendas de campaña; al otro, un campo que ocasionalmente utilizaban los aviones. Al este, por la costa desolada, se llegaba hasta las últimas zonas residenciales de Brighton; al oeste, de igual manera, hasta Worthing, con la sola interrupción que suponían las aldehuelas de Lancing y Sompting, pastos y tierras de cultivo que iban a morir al borde mismo de los guijarros de la playa. Formaba el horizonte, como me recordó mi padre, «la línea de los cerros, tan noble, tan despojada».

Era un paisaje que se pintó mucho y se cantó otro tanto en los himnos de los tiempos eduardianos y georgianos, de valles agraciados por las iglesucas normandas, de altozanos pelados y hoyas en las que el agua misma del rocío formaba charcas y estanques, de rediles para el ganado y alquerías aisladas, lóbregas. El taxi enfiló por el puente de madera de Old Shoreham y desde allí vimos en toda su extensión los edificios del colegio impuestos sobre el horizonte.

En ese momento, y después con cierta frecuencia, mi padre recalcó el contraste que presentaba con Sherborne. Allí, el colegio había crecido en torno a una abadía medieval, incorporando sucesivamente las edificaciones monacales. Las residencias de los internados eran viviendas familiares, cada una de ellas presidida por la esposa del director correspondiente, esparcidas por callejas en las que había algunas tiendas. Contaba además con un buen hotel y una estación de ferrocarril sita en una vía férrea de la red principal. El colegio nunca estuvo del todo separado de la vida que transcurría con lentitud para los particulares vecinos de un apacible pueblo con mercado típico de la región del oeste. Lancing era desde luego monástico y era medieval en todo el sentido que tiene el término para el renacer del gótico inglés; solitario y de una pieza, se extendía por una serie de terrazas rebanadas de una de las estribaciones de los cerros. Nos habían enviado algunas fotografías de los edificios, pero no bastaron para prepararnos de cara al dramatismo con que dominaba todo el panorama la capilla que teníamos delante. El señor Woodard había tenido que pagar no poco dinero por haber escogido aquel lugar. Los cimientos, según se decía, tenían mayor profundidad bajo el terreno que las rocas de caliza cuyas aristas descollaban más arriba. Su intención era que todos los colegios construidos fueran una reafirmación de la fe anglicana, y la capilla de Lancing estaba destinada a ser el monumento que culminase sus diseños arquitectónicos, proclamando su propósito en tonalidades clarísimas. El grandioso edificio quedó inacabado, aunque el extremo este por el que lo mirábamos no delataba el menor indicio de las partes ruinosas, temporalmente abandonadas, que se hallaban tras la fachada. El cristal de las vidrieras, visto desde fuera, era verduzco, como si en el interior del recinto hubiera un acuario. Los sacerdotes de visita no pocas veces dieron en comparar el ábside con la proa de un barco. Que yo sepa, no hay en todo el reino otro edificio eclesiástico posterior a la Reforma que sea tan espectacular como este.

La nave, espaciosa de por sí, fue agrandándose a medida que nos acercábamos por el camino particular de acceso. La portería se hallaba provisionalmente en un cobertizo. Allí nos detuvimos. Me habían asignado alojamiento en la residencia rectoral (elección que todos los que tuvieron ocasión de disfrutarla consideraban que confería una particular superioridad sobre los internos en otras residencias). Fue allí a donde nos indicó que acudiéramos el portero a mi padre y a mí.

Evelyn Waugh
Una educación incompleta

«Solo cuando se ha perdido toda curiosidad hacia el futuro se ha alcanzado la edad de escribir una autobiografía», nos dice su autor al comienzo de este libro.
Una educación incompleta es el primer y único volumen de la autobiografía de Evelyn Waugh, quien moriría dos años después de publicarlo sin haber podido escribir su proyectada continuación.
Waugh comienza su relato por la historia de sus antepasados, hombres y mujeres de carácter, que contribuyeron sin saberlo a su genio. Tuvo una infancia familiar convencional, «cálida, brillante y serena», aunque los años escolares que le sucedieron y que pasaría en Hampstead y Lancing, los recuerda con cierto dolor. Su vida como estudiante en Oxford, que tan bien recrearía en Retorno a Brideshead, «fue en esencia un catálogo de amistades». La evocación de aquella placentera y animada época es un sofisticado retrato de la generación de Harold Acton, Cyril Connolly y Anthony Powell; un mundo exclusivo que rememora con elegante ingenio y precisión.
Una educación incompleta termina con sus experiencias como maestro en una escuela preparatoria en el Norte de Gales que le inspiraron su primera novela, Decadencia y caída.

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