Llegó la noche sin noticias de Konovalenko. Svedberg llamó para avisar de que ya estaba en casa, si lo necesitaba. Por su parte, Wallander llamó a Sten Widén aunque, en realidad, no tenía nada nuevo que decirle. A las diez de la noche mandó a su padre a la cama. Hacía una noche clara de primavera. Se sentó un momento en los peldaños de la escalera, junto a la puerta de la cocina. Una vez que estuvo seguro de que su padre dormía, llamó a Riga para hablar con Baiba Liepa, pero no hubo respuesta. Lo intentó de nuevo media hora más tarde. Baiba ya estaba en casa. Con mucha calma, le contó que su hija había sido secuestrada por un hombre muy peligroso. Le confesó que no tenía con quién hablar, lo que, en aquel preciso momento, era cierto. Después le pidió disculpas de nuevo por aquella ocasión en que la había llamado y la había despertado cuando estaba bebido.
Intentó describirle sus sentimientos por ella, pero tenía la sensación de no haberlo conseguido. Las palabras en inglés le sonaban demasiado ajenas. Antes de concluir la conversación, le prometió que la llamaría otro día. Ella lo escuchó, prácticamente en silencio durante toda la conversación, hasta el punto de que Wallander dudó de si de verdad había hablado con ella o si no habrían sido figuraciones suyas. No durmió durante toda la noche. De vez en cuando se hundía en uno de los viejos y desgastados sillones de su padre y cerraba los ojos. Pero cuando ya estaba a punto de caer vencido por el sueño, despertaba sobresaltado. Continuó su ir y venir como si estuviese recorriendo su propia vida. Al amanecer se asomó al jardín y quedó un instante contemplando a una liebre inmóvil y solitaria.
Era ya martes, 19 de mayo.
Poco después de las cinco, empezó a llover.
El mensaje le llegó hacia las ocho.
Un taxi de Simrishamn entró en el jardín. Wallander, que oyó el coche a lo lejos, llegó a la puerta cuando aquél ya se había detenido. El conductor salió y le entregó un sobre bastante abultado.
La carta iba dirigida a su padre.
—Es para mi padre —aclaró—. ¿De dónde viene?
—Una señora lo dejó para enviar en la central de taxis de Simrishamn —explicó el taxista, que parecía tener prisa y no muchas ganas de mojarse—. Ella pagó la carrera, así que no hay nada más. No hace falta recibo.
Wallander asintió, concluyendo que habría sido Tania, que ahora ella desempeñaría el papel de su marido.
El taxi desapareció. Estaba solo en la casa, pues su padre había empezado ya a pintar en el estudio.
Era un sobre acolchado. Lo examinó con atención antes de empezar a abrirlo, con sumo cuidado. Al principio no distinguió lo que había en su interior. Luego reconoció el cabello de Linda y el colgante.
Permaneció en la silla petrificado, mirando los mechones de pelo esparcidos sobre la mesa y empezó a llorar. El dolor había ascendido un nivel más y ya no se sintió capaz de soportarlo. ¿Qué le habría hecho Konovalenko a su hija? ¡Se sentía tan culpable por haberla involucrado en todo aquel asunto!
Henning Mankell
La leona blanca
Inspector Wallander
Una tarde de la primavera de 1992, la joven agente inmobiliaria Louise Åkerblom es brutalmente asesinada en una solitaria y apartada granja de Escania. Un caso difícil para la policía, pues, a primera vista, no hay un móvil claro, y todo parece indicar que la muchacha sólo vio algo que no debía ver. Una vez más, en Ystad, el inspector Kurt Wallander debe apartar sus problemas personales y tratar de resolver el misterio. Paralelamente, en Sudáfrica, una organización de extrema derecha planea asesinar a un importante dirigente político. Para ello contrata los servicios de un asesino a sueldo, quien empieza la preparación de un atentado en Suecia, muy cerca de Ystad.
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