05 mayo 2021

5 de Mayo

5 de Mayo. Esta mañana he sido causa y víctima de un accidente que me ha herido levemente una rodilla y me tiene aún enajenado. He salido de mi casa para acudir a la de uno de mis discípulos con el disgusto de que se me había hecho tarde. Al llegar a la calle las bandas vocingleras de los colegios cercanos y los grupos de obreros presurosos me han hecho más patente mi retraso. Eran dadas las doce y mi cita era a las doce en punto. Me molesta más en mí que en los demás la descortesía de la falta de puntualidad y mi malhumor ha crecido en proporción a la conciencia de mi falta irremediable. Con este ánimo he tomado puesto en la parada del tranvía. El primer coche que ha llegado venía lleno —lleno a la manera madrileña, es decir, lleno por dentro y por fuera— y no se ha detenido. Esta contrariedad ha acabado de descomponerme en tal forma que, cuando ha aparecido el siguiente y me he dado cuenta de que tampoco pensaba detenerse, sin dármela de lo que hacía, me he apercibido para engancharme en él por las buenas o las malas. La operación tiene dos partes: una, la primera, asirse t on las manos a las barras verticales mientras se corre a la velocidad del tranvía; la otra, conseguir que los pies, siquiera uno, alcance el estribo. La primera parte me ha salido bien, pero cuando he intentado poner en práctica la segunda, he tenido, después de unos tanteos desesperados, la conciencia de lo imposible. Entonces con un supremo esfuerzo de voluntad para librar a mis piernas de las ruedas o de ser arrastradas contra el pavimento, he hecho flexión con ellas y con los brazos y, de esta manera prendido, he salvado el peligro más inmediato. Le había hecho un quiebro a la muerte, entrevista clarísimamente por mí en los segundos que había durado mi salto, pe ro la muerte seguía allí, acechante, dispuesta a devorarme en cuanto flaquearan mis músculos. Porque el coche seguía corriendo vertiginoso y los viajeros de la plataforma me miraban con curiosidad sin que a ninguno se le ocurriera hacer sonar el timbre que detuviera mi martirio y mi riesgo.


Entonces, en ese clima extrahumano casi, surcado de lívidos relámpagos deslumbradores surgidos de la guadaña de la muerte, sostuvimos Ella y yo un diálogo sin palabras. ¡Qué cosas terriblemente sencillas me dijo! Con palabras había trabajado yo toda la mañana, palabras que parecían henchidas de múltiples sentidos nuevos y resonancias antiquísimas. ¡Qué sordas y vacías al contraste de ese minuto inolvidable! Los relámpagos las herían y al abrirse mostraban ser cáscaras de nueces hueras, desolación sobre desolación. Colgado sobre un abismo absorbente veía con lucidez extraña que las palabras no me servían para alejarme de él, ni me servían de parachoques si mi voluntad física fallaba. «¿Dónde está mi alma, dónde mi espíritu? —me pregunté angustiado, al no advertir su presencia dentro de mí—. ¿Para qué lo he nutrido durante días y años de vigilias si en la hora del combate supremo me abandona y me deja solo con mi cuerpo, mi pobre cuerpo olvidado, maltratado, desdeñado?».

De pronto el tranvía se detuvo con estrépito de chirridos junto a cuya armonía la música de las esferas me hubiera parecido croar de ranas. Mágicamente el paisaje recobró sus líneas usaderas. A mis pies no había ya un abismo, sino la superficie lisa, firme, inmediata del pavimento; en vez de la Muerte y su guadaña un cobrador con acento gallego y en vez del clima glacial de unos momentos antes, el aire tibio y perfumado de un día de mayo madrileño en las cercanías del Retiro. Mecánicamente me incorporé al grupo de viajeros de la plataforma, el tranvía se puso en marcha, tomé mi billete y miré el reloj. ¡Cosa curiosa! Las manecillas señalaban las doce y diez. Me apliqué la esfera al oído. Su tic-tac seguro, enérgico, disipó mi sospecha de una catástrofe. ¿Es posible, entonces que todo haya ocurrido entre las doce y siete y las doce y diez? ¿Tres minutos pueden darle a un hombre la sabiduría que le niegan treinta años de estudios y meditaciones?

Poco a poco, a medida que el tranvía avanzaba, el fugitivo volvió a mí. Lo sentí como iba llenando —glú-glú— los depósitos que había dejado vacíos. A la altura de la Cibeles mi espíritu había recuperado el equilibrio. No estaba totalmente encajado, pero podía tirar. Entonces percibí un escozor en la rodilla derecha. Averiguada la causa: un agujero en el pantalón y una leve rozadura en la rótula.

La herida del pantalón me ha hecho más daño. A Ofelia le ha ocurrido lo mismo.

Paulino Masip
El diario de Hamlet García

Novela autobiográfica donde un galdosiano profesor de filosofía asimila las circunstancias de la Guerra. Hamlet García es un hombre de rasgos imprecisos e identidad tan improbable como su mismo nombre y un personaje observador y pasivo que se caracteriza no por lo que hace, sino en gran medida por lo que deja de hacer, por lo que no llega del todo a desear, y que al final se disuelve sin haber llegado a encarnarse del todo, en un desenlace tan brusco como el de un diario que de verdad se hubiera quedado sin continuación.

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