El señor Crease, por lo que parece, era un escribano aficionado que también hacía ilustraciones en blanco y negro, ninguna de las cuales preparaba para su reproducción. Era medio inválido; vivía en una granja cercana, por el lado más alejado de Steepdown. Mi tutor interno vino a proponer que tal vez estuviera dispuesto a darme ánimo y consejo en mi afición.
La entrada en mi diario dice así: «Después de cambiarme de atuendo tuve que ir a presentarme ante una visita, un ilustrador amigo de __. Se mostró completamente desdeñoso con mi caligrafía, pero elogió las ilustraciones. Por lo visto, si uno va a conseguir hacer algo realmente bueno, ha de entregarse en cuerpo y alma a ello».
Yo estaba seguro de que no deseaba dedicar toda mi vida a la caligrafía y a las ilustraciones miniadas, pero también me había fascinado el hombre y la oportunidad que me suponía para huir al menos en parte del régimen del colegio.
Sin que yo se lo solicitara, mi tutor interno —el hombre al que con notable ingratitud habíamos apodado el Superespía y el Indeciso— zanjó la cuestión. Fue el suyo un acto no solo de amabilidad sino que hizo falta cierto valor, ya que la singular presencia física de Crease ya había llamado la atención de otros directores de residencia y recelaban de su posible influencia. Cuando empezó el trimestre siguiente, me dieron permiso para ir a visitarlo medio día festivo por semana, y esas horas para mí pronto fueron de oro.
Tenía unas habitaciones alquiladas que había amueblado él mismo y donde la mujer de la casa le preparaba las comidas, en la vecina granja de Lychpole, en la finca de un hacendado que se llamaba Tristram, con el cual mantenía una relación indefinida, no estaba claro si de amistad o de parentesco. La distancia que era preciso salvar atravesando los cerros era de casi seis kilómetros. Unas veces iba a pie, otras mi tutor me llevaba en su motocicleta. Mi primera visita fue el 28 de enero de 1920. Me había extraviado a causa de la niebla y, al cabo de un buen rato, lo encontré sentado ante la chimenea encendida, trabajando en una pieza de bordado. Esa misma noche anoté en mi diario que era «muy afeminado y decadente y culto y afectado y amable». Me enseñó algunos de sus trabajos, de los cuales registré esto: «No es que su caligrafía me cause una enorme admiración, pero es indudable que sabrá enseñarme mucho de la técnica».
Al día siguiente acudí a recibir mi primera lección. Tenía una mesa de trabajo en la que había colocado con esmero todas las herramientas del oficio. Me indicó que me sentara y que escribiera unas cuantas palabras para que las viese. Alzó los ojos al techo, alzó las manos de pronto y dijo: «Vienes a verme con los calcetines de colores más vulgares que he visto nunca y acabas de escribir la “E” más bella que se ha escrito desde el Book of Kells».
De nuestro encuentro puse esto por escrito: «No es tan afectado como me había parecido al principio. Muy bien educado, muy individualista. Se acerca muchísimo a mi ideal de verdadero diletante, el mayor que he conocido nunca. Es un gran estudioso del carácter. Afirma ser capaz de calar a cualquiera por pura intuición, a primera vista. Creo que le caigo bien. No he sacado nada en claro acerca de su vida; es de los que absorben cuanto pueden sin soltar prenda. Por lo que atino a ver de momento, su secretismo es su única cualidad negativa. Todo lo que he sacado en claro es que su carrera profesional se echó a perder por su mala salud, y que ocupó en su día un puesto distinguido en Oxford».
Crease conservó su aura de misterio hasta el final. Es cierto que nunca ocupó ningún puesto académico y que tenía una muy escasa educación formal. Creo que había sido una especie de acompañante, secretario y limosnero de un norteamericano rico que tuvo un puesto de profesor honorario en el colegio universitario de Corpus Christi, en compañía del cual conoció a la práctica totalidad del claustro universitario y se dedicó a coleccionar espléndidas piezas de porcelana y de plata. A veces daba a entender que en su día se unió a alguna fraternidad anglicana (tal vez los Padres de Cowley). Tenía unos ingresos adecuados a sus muy sencillas necesidades; recibía tal vez una asignación de los Tristram, tal vez del sabio estadounidense. Cuando su «claustro en los cerros», como llamaba él a sus habitaciones de Lychpole, le resultaba demasiado austero, se refugiaba en la nada romántica y bien pertrechada casa de los Tristram, Sompting Abbots, aprovechando sus ausencias.
Evelyn Waugh
Una educación incompleta
«Solo cuando se ha perdido toda curiosidad hacia el futuro se ha alcanzado la edad de escribir una autobiografía», nos dice su autor al comienzo de este libro.
Una educación incompleta es el primer y único volumen de la autobiografía de Evelyn Waugh, quien moriría dos años después de publicarlo sin haber podido escribir su proyectada continuación.
Waugh comienza su relato por la historia de sus antepasados, hombres y mujeres de carácter, que contribuyeron sin saberlo a su genio. Tuvo una infancia familiar convencional, «cálida, brillante y serena», aunque los años escolares que le sucedieron y que pasaría en Hampstead y Lancing, los recuerda con cierto dolor. Su vida como estudiante en Oxford, que tan bien recrearía en Retorno a Brideshead, «fue en esencia un catálogo de amistades». La evocación de aquella placentera y animada época es un sofisticado retrato de la generación de Harold Acton, Cyril Connolly y Anthony Powell; un mundo exclusivo que rememora con elegante ingenio y precisión.
Una educación incompleta termina con sus experiencias como maestro en una escuela preparatoria en el Norte de Gales que le inspiraron su primera novela, Decadencia y caída