El 31 de mayo constituyó un típico día en nuestro cuaderno de bitácora: “Amanece con calma chicha. Hacia mediodía sopla un viento procedente del Noroeste y ponemos proa en forma más directa hacia Terranova. A continuación, los vientos se hacen del Sudoeste y nos detenemos, quedando prácticamente a la deriva. Sin novedad.”
El aburrimiento se hizo nuestro mayor enemigo. Una o dos veces pudimos ver suficiente sol como para colgar los sacos de dormir en el aparejo y poner a secar la ropa, aunque, en general, el tiempo era demasiado húmedo o hacía demasiada niebla como para alcanzar éxito alguno. Hacía tanto frío que el siguiente emigrante que aterrizó a bordo del Brendan, otra lavandera blanca, no logró pasar la noche y pereció.
Para entretenernos, desarrollamos una repentina chifladura por hacer complicados nudos marineros, y del aparejo de la embarcación brotaban nudos, costuras e intrincados lazos. Cualquier objeto susceptible de ser embellecido con un nudo original era debidamente decorado. Al aburrimiento se añadía cada vez una mayor sensación de aislamiento, proporcionada por el limitado horizonte que, debido a la constante niebla, raras veces abarcaba más de tres o cuatro millas. Los bancos de niebla que nos ocultaban se hacían a menudo tan espesos que no podíamos ver más allá de cincuenta metros a proa y nos era imposible distinguir la línea que dividía el aire y la mar, de modo que el Brendan parecía colgar en el centro de una pecera de un triste color grisáceo. El único consuelo consistía en que existían escasas probabilidades de ser arrollados por otro buque.
Nos encontrábamos en aguas desoladas que solamente se veían surcadas por algún esporádico buque de pesca que desde Norteamérica se dirigía a los bancos de pesca de Groenlandia. Tampoco existían emisoras costeras, por lo que nuestra embarcación se fue sumiendo en un abismo de falta de comunicaciones radiofónicas. La voz que emitía la radio de Prins Christianssund fue adquiriendo menor volumen hasta que casi no pudimos oírla. Y por fin llegó el día en que su sintonía desapareció por completo, sin que pudiésemos establecer contacto con las emisoras canadienses que teníamos a proa. Por encima de nosotros, podíamos escuchar cómo los aviones informaban de sus posiciones a los controles de tráfico aéreo, pero no contestaban a nuestras llamadas, lo que nos hacía sentirnos muy solos.
El viaje del Brendan
No fue Colón quien descubrió América, sino un monje irlandés del siglo VI, San Brendan.
Ésta fue la hipótesis que Tim Severin se propuso probar y para ello se entregó, primero, a un meticuloso estudio de los antiguos escritos sobre los viajes transatlánticos de los legendarios monjes-marinos de Irlanda. El segundo paso consistió en la construcción de una embarcación idéntica a la descrita por los textos: ¡de cuero! Y, por último, se dio comienzo a uno de los viajes más apasionantes de la historia moderna.
Esta cesta de cuero fue barrida por huracanes, desgarrada por montañas de hielo flotantes y vuelta a reparar en medio de las tormentas; fue asediada por ballenas asesinas atraídas por el casco de proteína, y aclamada por los amantes de las aventuras marítimas de todo el mundo cuando llegó, por fin, al Nuevo Mundo.
Esta increíble historia está relatada con humor y sobriedad por Tim Severin e ilustrada con impresionantes fotografías tomadas por el National Geographic. En suma, un libro bello, emocionante y noble a la altura de la gesta.
TIM SEVERIN vive en County Cork, Irlanda, y en Londres. Se graduó con mención honorífica en la Universidad de Oxford y es también un Fellow de las universidades de Harvard y California.
Es un experto en todo tipo de exploraciones y sobre este tema ha escrito seis libros.
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