La mañana del miércoles la gente se echó a la plaza a comentar lo ocurrido durante la noche: un incendio había destruido el almacén de Tomás el talabartero, mientras su hija había despertado con una extraña dolencia que la hacía tiritar, que le obligaba a permanecer en el lecho, desvariando, y que el licenciado Egaña no acertaba a curar a pesar de haberla sangrado copiosamente y de haberla obligado a beber una pócima que él mismo había preparado con el jugo de ciertas plantas.
—Es obra de brujería —aseguró Serapia la sacristana.
Los comentarios fueron agigantándose de boca en boca, extendiéndose desde los corrillos que se formaban en la plaza y en la fuente y a la salida de la iglesia hasta los dispersos caseríos y los pueblos cercanos. Las mujeres que lavaban la ropa en el arroyo corrieron a sus casas antes del atardecer. Apenas se ocultó el sol atrancaron puertas y ventanas y en todas las habitaciones, sobre todo en las de los niños, colocaron cruces, imágenes de Jesús y de María y escapularios.
Ceferina le dijo a Ana:
—No tires nada que te pertenezca: ni un trozo de tela ni un cabello suelto. Alguien podría servirse de ello para hacerte víctima de su maleficio.
Y cuando en el peine de Ana hallaba algún cabello, o cuando la muchacha se cortaba las uñas, Ceferina recogía cuidadosamente estos residuos y los enterraba de noche en el huerto de la torre, asegurándose de que nadie la veía.
—No camines pisando las pisadas de otra persona —le recomendó— ni digas tampoco tu nombre a ningún desconocido.
En todas las mentes se vivificó el recuerdo de lo ocurrido en Zugarramurdi, tal y como lo había relatado el recitador, y el pavor echó raíces. Cada cual miraba a los demás con desconfiado temor, observándoles el ojo izquierdo por si hallaba en él la marca de sapo del Macho Cabrío. Varios vecinos llamaron al Padre Melchor pidiéndole que bendijese sus casas y sus establos para ahuyentar la presencia del demonio. Ceferina le entregó a Ana una hoja sucia en la que alguien había escrito los días peligrosos, los días en que más había de guardarse contra cualquier tentación o maleficio.
—Esos días —le dijo la anciana— lo mejor es que no salgas de casa ni hables con nadie. No comas carne ni bebas agua después de medianoche. El demonio anda suelto en esas fechas, y sus legiones de servidores se enteran de todo y atraen a las almas débiles. Recuérdalo Ana: son días nefastos.
Ana miró la sucia hoja manuscrita en la que se había señalado el 1, 2, 3, 6, 7, 11 y 15 de enero; el 1, 8 y 20 de febrero; el 4, 9, 15 y 17 de marzo; el 15 y 20 de abril; el 16, 17, 18 y 20 de mayo; el 6 de junio; el 12, 22 y 25 de julio; el 16 y 17 de agosto; el 2, 13 y 20 de septiembre; el 6 de octubre; el 15 y 20 de noviembre y el 7,11 y 20 de diciembre.
—Yo sé que estos días son peligrosos, Ana —aseguró la anciana—. No te rías. Y recuerda también que no debes cortarte las uñas los días con erre: ni los martes ni los miércoles ni los viernes.
Públicamente, al salir de misa, ante el alcalde Perea y el Padre Melchor, Juana, la mujer del talabartero acusó a su vecina Visitación de ser la causante del incendio del almacén y de la enfermedad de su hija.
El alcalde Perea invitó a su casa al Padre Melchor y discutieron el caso. Se hizo comparecer a Visitación (una mujer rolliza, cuarentona, viuda, coja y con fama de loca) y se convocaron testigos.
Juana afirmó que su hija había llorado y se había agitado extraordinariamente cuando Visitación había ido a verla.
—No hizo Visitación más que entrar —explicó— cuando mi hija, que se hallaba en el lecho inmóvil y sosegada, empezó a temblar y a llorar. La dije: «¿Por qué te pones así? Es nuestra vecina Visitación, que viene a saludarte». Y mi hija gritó: «¡Que se vaya! Me hace daño, madre. Visitación me está golpeando y arañando». «Pero si no te está tocando, hija», dije yo. Y ella insistió: «Me hace daño. Visitación me está haciendo sufrir. ¡Dile que se marche!». Cuando por fin Visitación se fue, la niña volvió a sosegarse y se durmió al poco rato.
A continuación declaró su marido. Tomás el talabartero era hombre de pocas palabras y gozaba de buena reputación personal y profesional. Eran muchos los caballeros y hombres de armas vizcaínos, santanderinos y burgaleses que tanto le encargaban talabartes para sus espadas como arreos y guarniciones para sus caballos. El fuego que había destruido su almacén se había llevado entre el estrépito de sus llamas, en unas pocas horas, el esfuerzo de toda una vida.
Con voz lenta y trabajosa, como si cada palabra le produjese un tremendo dolor, dijo que él se hallaba presente cuando ocurrió el episodio relatado por su mujer, cuya declaración ratificó en todos sus pormenores.
Añadió que una noche, hacía de esto varios meses, había oído a Visitación, que vivía en la casa de al lado, recitar conjuros y palabras misteriosas.
Sin Dios y sin Santa María
¡por la chimenea arriba!
¿Que si sabía él que era esa la frase ritual que al parecer pronunciaban las brujas cuando salían para ir al aquelarre? Sí, lo sabía; alguien se lo había dicho alguna vez. ¿Que si había mirado por la ventana o había salido a la calle para ver si en efecto Visitación salía por la chimenea y cruzaba los aires volando? No, no lo había hecho. Había tenido… bien, sí, confesó, había tenido miedo.
Luis de Castresana
Retrato de una bruja
Ana, hija de don Santiago que es el señor de la torre, se enamora de Martín, el hijo del dueño de la ferrería. Pero Martín se va a la Corte, porque su madre quiere que se refine y olvide los modales de un ferrón. Ana languidece. Ceferina, su criada, sufre con el dolor de su ama. ¿Será la solución recurrir a Hilaria, la bruja, para conseguir que Martín regrese? Poco tiempo después de las primeras visitas a Hilaria, Ana se transforma y su quebrantado corazón se vuelca en un extraño universo: pocimas, ungüentos, bebedizos y como aturdidos colofón, los aquelarres.
Sin salirse del ambiente vasco que informa toda su obra y ahondando en él a través de un tema que ha sido actualidad en Vasconia hasta casi ahora mismo, Castresana nos ha dejado un magistral estudio antropológico de un personaje tan característico de esas tierras. La bruja ha sido siempre poco menos que un ser maligno pero atractivo para el pueblo llano. Por otra parte, la bruja ha servido en muchas ocasiones de chivo emisario de intenciones políticas más o menos ocultas aquí y fuera de aquí. El tipo, por tanto, no podía ser más atractivo para un escritor sensible, y así tenemos una primera aproximación psicológica en Michelet, aunque bastante excesivamente cargada de historicismo e intenciones políticorreligiosas.
Luis de Castresana, apoyado en los modernos estudios sobre la brujería medieval (en los cuales destacan precisamente no pocos estudiosos vascos) ha renunciado a cualquier interés sensacionalista para ahondar en el alma desnuda de una mujer del pueblo y, desde niña, seguirla en su evolución hacia el abismo del mundo mágico y hasta la tragedia. Es evidente que solo un novelista, un artista puede meterse dentro de la piel de un tipo de personaje tan complejo y controvertido como el de la bruja, como el de quien cree ser bruja, a quien se atribuyen poderes hechiceriles. Así este libro vale por todo un estudio antropológico.
Retrato de una bruja resultó finalista en el Premio Planeta de 1970.
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