La mañana del miércoles la gente se echó a la plaza a comentar lo ocurrido durante la noche: un incendio había destruido el almacén de Tomás el talabartero, mientras su hija había despertado con una extraña dolencia que la hacía tiritar, que le obligaba a permanecer en el lecho, desvariando, y que el licenciado Egaña no acertaba a curar a pesar de haberla sangrado copiosamente y de haberla obligado a beber una pócima que él mismo había preparado con el jugo de ciertas plantas.
—Es obra de brujería —aseguró Serapia la sacristana.
Los comentarios fueron agigantándose de boca en boca, extendiéndose desde los corrillos que se formaban en la plaza y en la fuente y a la salida de la iglesia hasta los dispersos caseríos y los pueblos cercanos. Las mujeres que lavaban la ropa en el arroyo corrieron a sus casas antes del atardecer. Apenas se ocultó el sol atrancaron puertas y ventanas y en todas las habitaciones, sobre todo en las de los niños, colocaron cruces, imágenes de Jesús y de María y escapularios.