EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
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Por fin, un cura rural
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LA CRISIS DE LAS MASCOTAS
22 diciembre 2021
22 de diciembre
La aventura del carbunclo azul
Dos días después de Navidad pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de esa época del año. Lo encontré tumbado en el sofá, con un batín rojo púrpura, el portapipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados que evidentemente acababa de estudiar. A un lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro raído, costroso y agrietado por varias partes. Una lupa y unas pinzas en el asiento indicaban que había colgado el sombrero de esta manera con el fin de examinarlo.
—Parece usted ocupado —dije—. No quisiera interrumpir.
—En absoluto. Me alegra tener un amigo con quien comentar mis indagaciones. El caso es de lo más trivial —explicó, señalando el sombrero con el pulgar—, pero guarda relación con algunos detalles que no carecen por completo de interés, incluso son instructivos.
Me acomodé en la butaca y calenté las manos en el fuego que chisporroteaba en la chimenea. Había helado esa mañana y una gruesa capa de escarcha cubría las ventanas.
—Supongo —señalé— que a pesar de su aspecto corriente ese sombrero está relacionado con algún suceso terrible… que es la pista que lo conducirá a la resolución de algún misterio y al castigo de algún delito.
—No. Nada de delitos —se rio Sherlock Holmes—. No es más que uno de esos incidentes caprichosos que suceden cuando cuatro millones de seres humanos viven apiñados en unos pocos kilómetros cuadrados. Entre las acciones y las reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cabe esperar cualquier combinación de acontecimientos y pueden presentarse un sinfín de problemas menores que, sin ser delictivos, resultan sorprendentes y extraños. Ya hemos tenido experiencias similares.
—Tanto es así que tres de los seis últimos casos que he añadido a mis notas estaban enteramente libres de delito.
—En efecto. Se refiere usted al intento de recuperar los documentos de Irene Adler, al extraño caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombre del labio leporino. Es indudable que este pequeño asunto se enmarcará en la misma categoría de sucesos inocentes. ¿Conoce usted a Peterson, el conserje?
—Sí.
—Es a él a quien pertenece este trofeo.
—Es su sombrero.
—No, no es suyo. Lo encontró. No sabemos quién es su dueño. Le ruego que lo observe no como un ajado bombín, sino como un problema intelectual. Lo primero es cómo ha llegado aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un buen ganso que en este momento seguramente se estará asando en el horno de Peterson. Los hechos son los siguientes. Alrededor de las cuatro de la madrugada del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un hombre muy honrado, volvía a casa de algún jolgorio por Tottenham Court Road. A la luz de una farola vio a un hombre alto que iba delante de él, tambaleándose ligeramente, con un ganso blanco cargado al hombro. Cuando el desconocido llegó a la esquina de Goodge Street, tuvo un altercado con un grupo de maleantes. Uno de ellos le quitó el sombrero; el desconocido levantó el bastón para defenderse y, al blandirlo por encima de la cabeza, rompió el escaparate de un comercio. Peterson había echado a correr para proteger al hombre de sus agresores, pero el individuo en cuestión se asustó al romper el escaparate y, al ver que un hombre de uniforme se acercaba corriendo hacia él, soltó el ganso, puso pies en polvorosa y desapareció por el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. Los maleantes habían huido al ver a Peterson, con lo que éste quedó dueño del campo y también del botín, que consistía en este maltrecho sombrero y un irreprochable ganso de Navidad.
21 diciembre 2021
21 de diciembre
Un ente de razón
Después hablé de mis gestiones para encontrar casas que me dieran su representación comercial, y le dije a don Eugenio que de una manera más bien honoraria que efectiva, podía titularme representante de la casa Collado, de San Sebastián.
—Está bien eso.
—Traigo, además, una carta para el cónsul de España en Bayona, don Agustín Fernández de Gamboa.
—¿La tienes ahí?
—Sí.
Le di la carta, la leyó y me dijo:
—Es una carta corriente; no sé si te servirá de algo. Si vas a verle a Gamboa no le hables de mí. Es un enemigo mío furioso.
—No le hablaré; no tenga usted cuidado.
—Bueno. Ahora vamos a hacer una sociedad para la casa de comisión que tenemos que fundar.
—¡Una sociedad! ¿Entre quiénes?
—Tú serás uno de los socios.
—¿Y el otro?
—El otro será el señor Etchegaray.
—¿Y quién es el señor Etchegaray?
—El señor Etchegaray es un ente de razón.
—No sé lo que es eso.
—Pues es un personaje que no existe.
—¿Y para qué lo necesitamos?
—Él dará seriedad y gravedad a tu casa de comisión; así, cuando tú alquiles un piso bajo con una pequeña oficina, pondrás una placa en la que se leerá:
—Muy bien. Me tendrá usted que pintar qué clase de pájaro es este Etchegaray, para que no cometa alguna pifia si me preguntan por él.
—Etchegaray tendrá unos diez años más que yo: unos cincuenta y cinco a cincuenta y seis. Habrá estado en Méjico…
—Lo mejor sería que hiciera usted un documento de identificación completo.
—Lo voy a hacer ahora mismo.
Aviraneta se puso los anteojos, tomó una hoja de papel y escribió: «Dominique Michel Etchegaray Leguía».
—¡Hombre! ¡Leguía! ¿Es pariente mío?
—Sí; tío tuyo y primo mío. «Nacido en Bidart, Bajos Pirineos, el 21 de diciembre de 1782; estado, viudo; profesión, comerciante; estatura, alta; pelo, canoso; ojos, garzos; nariz, larga; barba, afeitada; color, sano…».
—¿Tiene hijos?
—Uno, que está en América establecido.
—¿En qué república?
—En Méjico.
—¿Qué ha hecho mi tío por allá?
—Ha sido comerciante y minero en California.
—¿Tiene parientes en Francia?
—No; únicamente una hermana en España.
—Que es, naturalmente, tía mía.
—Claro.
—¿La haremos soltera o casada?
—Soltera.
—¿La tía Juana?
—Bueno.
—¿Dónde vivirá?
—En Vergara, si te parece.
—Muy bien.
—Ya que estamos de acuerdo en la existencia de este ente de razón, haré que mañana Iturri, el dueño de esta fonda, saque en la subprefectura, donde tiene un amigo, documentos de identificación de Dominique Etchegaray, avecindado en Bidart; luego haremos la escritura de sociedad comercial entre Etchegaray y tú. Etchegaray será socio tuyo, y andará yendo y viniendo de España.
Cuando tú pongas tu oficina, yo escribiré siempre a nombre de Etchegaray.
—Ahora, ¿qué tengo yo que hacer?
—Nada. Sigues en la fonda de San Esteban, donde dirás que cuando quede vacante un cuarto alto y barato te lo reserven. Mañana por la mañana irás a un comercio de antigüedades de la calle Salie, el comercio del señor Falcón. Allí verás a doña Francisca González de Falcón, que es española, y ella te irá resolviendo las dudas que tengas, dándote el dinero que necesites e indicándote lo que debes hacer. Nos comunicaremos por carta; tú me escribirás a nombre de Iturri; yo, a nombre de Etchegaray, cuando la casa de comisión esté establecida. Mientras tanto, si te necesito, te avisaré.
—Bueno.
—Eres un joven de una familia acomodada del comercio, a quien han enviado a aprender francés a Bayona y a estar fuera de la lucha carlista.
—Muy bien. Comprendido.
Me despedí de Aviraneta, y fui marchando después hacia el centro del pueblo. Mi vida en Bayona comenzaba de una manera rara y pintoresca.
Esta obra, terminada en Vera de Bidasoa por octubre de 1922, se halla constituida por cuatro partes y en ellas vuelve a ser personaje central el narrador, Pedro Leguía. Retoma el argumento un poco abandonado que comenzara en El aprendiz de conspirador. Bayona es el centro de la intriga al principio, como lo será en otras novelas de la serie, inmediatamente posteriores. Abundan las descripciones y pinturas del ambiente de 1837. Leguía es joven, apuesto, el dandismo está a la orden del día.
Esto y sus actividades peculiares le dan motivos para apuntar muchas ideas y observaciones sobre la vida amorosa y la política y sus hombres. Pero también hay parte dedicada a descubrir la situación de la zona fronteriza avanzada ya la primera guerra civil; el novelista transcribe, así, canciones vascas de circunstancias (algunas recogidas en Vera). La tercera parte recoge experiencias muy distintas y varias, en París y Madrid. La trama mayor de todas las urdidas por Aviraneta para provocar la desorientación en el campo carlista se va desarrollando en las partes cuarta y quinta, llenas de incidentes novelescos e intrigas amorosas que justifican sobradamente el título.
20 diciembre 2021
20 de diciembre
LOU ANDREAS-SALOMÉ (1861-1937), NIETZSCHE (1844-1900) y PAUL RÉE (1849-1901). Fraternidad amorosa
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Emily Brontë, el mayor silencioso
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14 de diciembre
13 diciembre 2021
13 de diciembre
12 diciembre 2021
12 de Diciembre,
CAPÍTULO LIII
Dábanle a entender los indios, que traía consigo, que la tierra que él creía de Babeque ser isla, que era Tierra Firme; y torna a rectificarse en su opinión que la gente de Caniba, que oía decir a los indios que debía ser la del Gran Khan. —Hizo poner una gran cruz a la boca del puerto en señal que la tierra era de los reyes de Castilla. —Tres marineros entráronse por el monte adentro. —Sintieron mucha gente. —Huyó toda. —Alcanzaron una mujer que traía un pedazo de oro en las narices. —Vistióla el Almirante y dióle joyas; tornáronla a enviar. —Envió otro dia nueve cristianos a tierra con un indio de los que traía. —Cuatro leguas hallaron una población de 1.000 casas y habría 3.000 hombres. — Huyen todos. —Da voces el indio que no teman que es gente buena. —Vuelven todos. —Admíranse de los cristianos. —Lléganles las manos, temblando, a las caras. —Hácenles mil servicios. —Creen haber venido del cielo. —Vino mucha más gente con el marido de la mujer. —Vieron tierras felicísimas. —Induce el autor a cierta consideración. Tuvo el Almirante cierta experiencia, etc.
Tenia gran deseo de ver aquel entremedio destas dos islas, Española y Tortuga; lo uno, por descubrir e ver toda esta isla Española, que le parecía la cosa más hermosa del mundo, lo otro, porque le decían los indios, que consigo traía, que por allí se había de ir para la isla de Babeque, y, según entendía dellos, era isla muy grande y de grandes montañas, valles y ríos. Decían más, cuanto el Almirante creía que entendía, que la isla de Bohío, que era esta Española, era mayor que la isla Juana, que era la isla de Cuba, y decían verdad. Parece que los indios dichos daban a entender que el Babeque era Tierra Firme, porque decían que no estaba cercada de agua, y que estaba detrás desta isla Española, la cual llamaban Caritaba o Caribana, que era como cosa infinita; y a mi parecer, que, cierto lo decían por Tierra Firme, y que debían tener noticia de la Tierra Firme, que estando aquellos indios en las islas de los lucayos, donde nacieron, y allí en el puerto de la Concepción, donde al presente estaban, les caía Tierra Firme detrás, o, más propiamente hablando, desa parte o adelante desta Española isla.
Dice aquí el Almirante, que le parece que tienen razón en nombrar tanto a Babeque, y por otro nombre a Garibana, porque debían de ser trabajados de la gente dalla, por parecerle que en todas estas islas viven con su temor. De aquí torna el Almirante a afirmar lo que muchas veces ha dicho, que cree que esta gente de Caniba no ser otra cosa sino la gente del Gran Khan, que debía ser de allí vecina, que tenían navíos con que los venían a captivar, y, como no tornaban, creían que se los comían.
Esta opinión tenía, y harto le ayudaba a tenerla la carta o mapa, que traía, de Paulo, físico, y la información que le había dado por sus cartas, como arriba veces se ha referido, y los muchos indicios y argumentos de las tierras tantas y tales, y cosas dellas que iba viendo cada dia.
El miércoles, 12 de Diciembre, viendo que todavía ventaba viento contrario y no podía partirse, hizo poner una gran cruz a la entrada del puerto de la parte del gueste, en un lugar eminente, muy vistoso, en señal, dice él, que Vuestras Altezas tienen la tierra por suya, y principalmente por señal de Jesucristo, nuestro Señor, y honra de la cristiandad; la cual puesta, tres marineros se metieron por el monte a ver los árboles y hierbas, y oyeron y vieron un gran golpe de gente, todos desnudos como los de atrás, a los cuales llamaron y fueron tras ellos, pero dieron los indios a huir, y finalmente tomaron una mujer; que no pudieron más porque el Almirante les había mandado que tomasen algunos para honrarlos y hacerles perder el miedo, y por saber si había en estas tierras alguna cosa de provecho, porque no le parecía que podía ser otra cosa, según la hermosura destas tierras, y así trujeron la mujer, muy moza y hermosa, a la nao, la cual habló con los indios que el Almirante traía, porque toda era una lengua.
Hízola el Almirante vestir y dióle cuentas de vidrio, y cascabeles, y sortijas de latón, y tornó a enviarla honradamente, según solía el Almirante hacer, enviando algunas personas de la nao con ella y tres indios de los que traía, porque hablasen con aquella gente; los marineros que iban en la barca cuando la llevaban a tierra dijeron al Almirante, que ya no quisiera salir de la nao sino quedarse con las otras mujeres indias que traía del puerto de Mares, en la isla Juana o de Cuba. Todos estos indios que venían con aquella india, dizque, andaban en una canoa, por ventura, pescando, y, cuando asomaron a la entrada del puerto y vieron los navíos, volviénronse atrás y dejaron la canoa y huyeron camino de la población. Ella mostraba el paraje de la población; traía, diz que, un pedazo de oro en la nariz, por lo cual juzgó haber en aquella oro, y no se engañó.
A tres horas de noche volvieron los tres cristianos que el Almirante había enviado con la mujer, los cuales no fueron con ella hasta la población por que les pareció lejos, o por ventura dejaron de ir por miedo. Trajeron, empero, nuevas, que otro día vendría mucha gente a los navios, porque les pareció, o supieron, que, por las nuevas que la mujer les dio, de la buena conversación y tratamiento que le hicieron los cristianos, estaban ya no tan sobresaltados.
El Almirante, con deseo de saber si había en aquella tierra, tan hermosa y tan fértil, alguna cosa de provecho, y haber lengua de la gente, y para disponerla a que tuviesen gana de servir a los Reyes, determinó de tornar a enviar nueve hombres a la población, con sus armas, bien aderezados, y con ellos un indio de los que traía de las islas, confiando en Dios y en las nuevas que habría dado la india del buen tratamiento que le había hecho el Almirante. Estos fueron a la población, que estaba cuatro leguas y media hacia el Sueste, la cual hallaron en un grandísimo valle, y toda vacía de gente, porque, como sintieron ir los cristianos, todos huyeron, dejando cuanto tenían, la tierra dentro. Era la población de 1.000 casas y de más de 3.000 hombres; el indio que los cristianos llevaban corrió tras ellos dando voces, diciendo que no hobiesen miedo, que los cristianos no eran de Caniba, antes eran del cielo, y que daban muchas cosas hermosas a todos los que hallaban. Tanto les imprimió lo que decia, que se aseguraron y vinieron juntos más de 2.000 dellos. Venían todos a los cristianos y les ponían las manos sobre la cabeza, que era señal de amistad y gran reverencia, y, cuando esto hacían, estaban todos temblando, hasta que los cristianos del todo los aseguraron. Dijeron aquellos que el Almirante envió, que, después que perdieron el miedo, iban todos a sus casas y cada uno los traía de lo que tenia de comer, pan de unas raíces que siembran de que hacen pan, de las cuales se dirá adelante, pescado y otras cosas cuantas de comer tenían; y, porque el indio que iba con los cristianos dijo a los indios que se holgaría el Almirante haber algún papagayo, luego les trujeron papagayos y cuanto los cristianos les pedían, sin querer nada por ello. Todo esto cuenta el Almirante. Rogaban a los cristianos ahincadamente, que no se viniesen aquella noche, y que les darían otras muchas cosas que tenían en la sierra.
Al tiempo que toda aquella gente junta estaba con los cristianos, vieron venir una gran multitud de gente, con el marido de la mujer que había el Almirante honrado y enviado, la cual traían sobre los hombros, que venían a dar gracias a los cristianos por la honra que el Almirante le había hecho, y dádivas que le había dado. Dijeron los cristianos al Almirante, que aquella gente toda era más hermosa y de mejor condición que ninguna otra de las que habían hasta entonces visto; pero aquí dice el Almirante, que no sabe cómo pueda ser de mejor condición que las otras, dando a entender que las otras todas, de las otras islas que habían hallado, eran de humanísima condición. Cuanto a la hermosura, decían los cristianos que no había comparación, así en los hombres como en las mujeres, y que eran blancos más que los que habían visto, y, señaladamente, decían que habían visto dos mujeres mozas, tan blancas como podían ser en España. De la hermosura de las tierras que vieron, referían que excedían a todas las tierras de Castilla, en fertilidad, hermosura y bondad. El Almirante asi lo concedía, por las que tenia presentes y las que dejaba atrás. Señaladamente encarecían las de aquel valle, las cuales a la campiña de Córdoba les parecía exceder, cuanto el día excede a la noche en claridad. Estaban, diz que, todas labradas, y por medio de aquel valle pasaba un río muy grande y ancho, con el cual todas se podían regar. Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta; las hierbas, todas floridas y muy altas; los caminos, muy anchos y buenos; los aires eran como por Abril, en Castilla; cantaban el ruiseñor y otros pajaritos como en el dicho mes en España; las noches, cantaban algunos pajaritos suavemente, que, diz que, era la mayor dulzura del mundo; los grillos y ranas se oían muchos de noche; los pescados como en España. Vieron muchos almástigos, lignaloe, y algodonales; oro no hallaron, y no es maravilla que en tan poco tiempo no se halle. Todo esto dice el Almirante.
Debe aquí el lector considerar la disposición natural y buenas calidades de que Dios dotó a estas gentes, cuan aparejadas estaban por natura para ser doctrinadas e imbuidas en las cosas de la fe y religión cristiana, y en todas virtuosas costumbres, si bebieran sido tractadas y atraídas virtuosa y cristianamente; y qué tierras estas tan felices, que nos puso la Divina providencia en las manos para pagarnos, aun en esta vida, sin lo que hablamos de esperar en la otra, los trabajos y cuidados que en atraerlas a Cristo tuviéramos. Temo que no merecimos ni fuimos dignos, por lo que Dios cognosció que hablamos de ofenderle, de tan sublimes y no comparables a otros ningunos bienes.
Tomó aquí el Almirante experiencia de qué horas era el día y la noche, y halló que, de sol a sol, habían pasado veinte ampolletas de a media hora cada una, que son los relojes de arena que sabemos, y así parece que de sol a sol había en el dia diez horas; puesto que dice poder allí haber algún defecto, porque los marineros, o se olvidan de volverlas cuando han pasado, o ellas se azolvan y no pasan por algún rato. Y bien creo yo, que, por aquel tiempo, hay en el dia en esta isla once horas y algo más, que viene a la cuenta quel Almirante dice.
Dentro del voluminoso conjunto de los escritos lascasianos, ocupa la Historia de las Indias un puesto a toda luz excepcional. No es que sea, ni de le jos, la obra más famosa de fray Bartolomé, cuya figura histórica ha sido y sigue siendo tantas veces identificada, para bien y para mal, a través de la única Brevísima relación de la destrucción de las Indias, publicada en vida del autor y propagada por el mundo entero. Muy distinto, por supuesto, es el caso de la Historia, libro de mucho bulto y de muy diferente índole, cuyo manuscrito, por otra parte, permaneció inédito durante más de tres siglos. Distínguese sobre todo la Historia, dentro de su categoría, por la abundancia y precisión de las noticias, respaldadas por una enorme documentación de primera mano, cuando no por la propia experiencia del historiador. Señálase aún por los prolijos comentarios, desde luego casi siempre acusadores, que acompañan sistemáticamente la relación de los sucesos, y vienen a ocupar no menos espacio, y a veces más, que la misma narración.
Según indicación contenida en el texto, anunciaba Las Casas que su obra comprendería seis libros, correspondiendo cada uno a un período de diez años —excepto el primero, reducido a ocho por empezar en 1492 y terminar en 1500. No descartaba, además, la posibilidad de prolongarla, pero la Historia, tal como la conocemos, consta solamente de tres décadas.