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23 diciembre 2021

23 de diciembre

 LA CRISIS DE LAS MASCOTAS

El subempleo y el hacinamiento han llegado a las roscas de Reyes, al menos yo me saqué tres muñequitos (en total había seis). Nuestra endeble democracia convive con este nuevo sistema parlamentario: ahora hay que tener mayoría de muñecos. El Día de la Candelaria haré la fiesta a la que me compromete la bancada que me tocó en el pastel.
Pero el drama de la noche de Reyes no tuvo que ver con los muñecos sino con los sucesos que lo antecedieron. Todo empezó porque nuestra hija de cinco años entró en tratos directos con Santa Claus y pidió que trajera un perro del Polo Norte.
Uno de los grandes misterios de la vida contemporánea es que no todos los perros son gratis. Tengo un amigo que duerme con un Cocker Spaniel; para permitirle subir a la cama, el perro le exige una galleta. ¿Es posible pagar por una relación social de este tipo? Los perros muerden las pantuflas, se orinan en el hielo del vendedor de raspados, ladran desde cualquier azotea, nos acompañan con absoluta ubicuidad (dos millones de ellos recorren las calles de la ciudad de México). Comprar uno debería ser tan extravagante como alquilar un hijo. Y sin embargo los perros se venden.
Mi hija Inés y yo solemos leer un libro pequeño: Canes del mundo. Por ese medio supimos que las cruzas refuerzan y el pedigrí debilita. Pero de nada me sirvió elogiar el color amarillo de los perros callejeros. La sabiduría del libro pequeño no es apreciada por una familia que cree en los regalos y distingue a la gente tacaña.

30 julio 2021

30 de julio

Los goles que no anotó Pelé
El fútbol es una actividad loca en la que resulta peligroso marcar ciertos goles. Durante cuarenta años fue terrible abrir el marcador en la Copa del Mundo. Todo comenzó en el Estadio Centenario de Montevideo, el 30 de julio de 1930. Los anfitriones llegaron al desenlace ante su rival de siempre: Argentina. La multitud se presentó ocho horas antes del partido y el árbitro exigió que una barca lo aguardara en el puerto por si tenía que salir huyendo.
El primer gol finalista fue anotado por un argentino de nombre para la ocasión: Pablo Dorado.
Los visitantes tomaron la delantera con optimismo, sin saber que inauguraban una maldición. A partir de entonces y durante mucho tiempo, el primer equipo en anotar perdería el Mundial. Uruguay impuso 2-1 como si la anotación fuese un tónico para reaccionar. Cada cuatro años, los dioses del Mundial mostraron su condición celosa y vengativa; despreciaban al equipo ambicioso que cortejaba primero la fortuna y recompensaban al que había comenzado sufriendo.

19 junio 2021

19 de junio

¡Qué fácil hubiera sido romper con ella! Lo difícil era confesar su caída como un último acto de amor y penitencia, crear un pacto que los trascendiera a ambos.

Julio sintió un latido en las sienes. ¿Tendría el mezcal el mismo efecto en los otros? A través de la puerta de mosquitero creyó distinguir el resplandor que llegaba de una ventana ilocalizable, una brillantez difusa que otorgaba al patio una vibrante liquidez de acuario. ¿Dónde estaba Alicia?

En la biblioteca, el tiempo parecía deslizarse hacia sí mismo. Ramón López Velarde volvía a morir, el 19 de junio de 1921. Justo entonces, el padre dijo:

—El poeta nunca usó reloj, pero poco antes de morir sacó del armario uno que le había dado su tío Sinesio. No servía, pero lo llevó consigo. ¿Por qué lo hizo? En «El minuto cobarde» se refiere al valor simbólico del tiempo y al venenoso castigo por alterar su curso. Así cayó López Velarde, se arriesgó a robarle un instante irregular al siglo, «envenenado en el jardín de los deleites».

10 mayo 2021

10 de mayo

El salario más constante del réferi es el ultraje. ¿Por qué entonces se anima a salir al campo con dos tarjetas judiciales en el bolsillo? ¿Qué compensación lo impulsa a estar ahí? Algunos son narcisistas de cabeza ostensiblemente rapada o blonda melena de beach boy; sin embargo, casi todos aspiran con humildad a no ser advertidos. Esta tarea ingrata depende de un inaudito amor al juego. El árbitro es el fan más raro.

Aunque su condición física sea buena, la ausencia de otras facultades lo condena a ser juez de un deporte que sin duda hubiera preferido jugar. Su pasión por intervenir, así sea como aguafiestas, comprueba que estamos ante el más enrevesado hincha del fútbol. Las horrorosas acusaciones acerca de la vencida honra de su madre no detienen a este mártir, capaz de sudar tras un balón intangible a cambio de contribuir a la gesta con su trémulo pitido.

Cada vez que un árbitro se equivoca, los fanáticos se acuerdan de la señora de cabellos grises que tuvo la mala fortuna de parirlo.

Un Día de las Madres coincidí en una cantina de la ciudad de México con el célebre árbitro Bonifacio Núñez. Ese 10 de mayo había organizado un festín con mariachi y decenas de convidados:

31 enero 2021

31 de enero

LA NIÑA Y EL ÁRBOL

El 31 de enero de 2007 me encontraba en la sala de espera del aeropuerto de Oaxaca, a punto de tomar el vuelo 216 de Mexicana de Aviación rumbo a la ciudad de México, cuando un llanto se apoderó del lugar. La mayoría de los pasajeros hicieron el gesto de desaprobación que suelen suscitar los niños en los viajes.

El turismo en masa ha promovido la absurda idea de que las excursiones deben ser cómodas. Ya no se trata de tener aventuras sino de tener rutinas. La paradoja es que nada resulta tan incómodo como un sitio congestionado por turistas. Sin embargo, aunque sean ellos quienes empeoran el entorno, observan a los demás con misantropía.

En la sala de espera un grupo de viajeros de mejillas encarnadas (no parecían haber recibido el sol sino una radiación nuclear) miró con reprobación al sitio de donde salía el llanto. Una vez más su agencia de viajes no había podido impedir el contacto con los sonoros sinsabores de la infancia.

No reparé mayor cosa en el asunto hasta que el llanto cobró dimensiones de alarido. No se trataba de un bebé, sino de alguien un poco mayor. Una angustia inaudita se expresaba en los gritos interrumpidos por espasmódicos sollozos.

Me volví hacia la izquierda y vi a una niña de unos cuatro años. Tenía los puños cerrados y nos miraba como si supiera algo que los demás ignorábamos. Estaba acompañada por otras dos niñas y un hombre con cinturón ranchero, barriga feliz y rostro bondadoso. Era fácil imaginarlo como un diligente pastor de cabras. Me acerqué a preguntar qué sucedía.

—Extraña a su mamá —el hombre señaló a la niña.

Me contó que viajaban a Nueva York. La madre los alcanzaría en quince días.

El quejido de la niña adquirió entonces un inquietante ritmo de fuelle, como si tragara su propio aire.

Durante mi estancia en Oaxaca había oído historias de la gente que tiene que irse al otro lado. Casi la mitad de los oaxaqueños están en el extranjero: a California ya le dicen Oaxacalifornia. La ciudad había vuelto a una aparente normalidad después de las barricadas y los incendios, los cuatro meses de conflictos que en 2006 causaron veinte muertes, la ineptitud del gobernador y la ocupación armada, pero nada de fondo había cambiado. Los rezagos de siempre seguían ahí. Ahora, en la sala de espera, una niña nos miraba con el pasmo de quien deja de entender la realidad.

Recurrí a la superstición con que los adultos creemos compensar los sufrimientos infantiles. Le compré un chocolate y le dije algo que no me constaba en lo más mínimo: se encontraría pronto con su madre. El hombre comentó que había nevado en Nueva York el día anterior. No se me ocurrió otra cosa que hablar con la niña de muñecos de nieve. Los mejores tenían nariz de zanahoria.

¿Podía haber algo más inútil que contar historias? Lo que dije hizo poco por la niña; en cambio, el hombre se sintió más relajado. Me explicó que eran parientes lejanos. No había podido librarse de llevar a las tres niñas. Le pregunté cómo se llamaba la que estaba llorando. Su respuesta llegó con un escalofrío:

—No sé. —Volvió a sonreír, esta vez con nerviosismo, y agregó—: Somos familia, pero lejanos. No vaya a creer que me la robé.

—Tiene los permisos de los padres, ¿no? —dije, en el tono iluso de quien se tranquiliza a sí mismo diciendo: «El gobierno se ocupará del asunto, ¿no?»

Me mostró unos documentos mientras cargaba a otra de las niñas.

—Ésta es más tranquila —comentó.

En efecto, no lloraba a gritos pero las lágrimas bajaron de sus ojos cuando su «pariente» dijo que era tranquila.

Los papeles del hombre estaban en regla y habían sido revisados por la aerolínea. El asunto era grave por normal. La separación forzada de una niña sin nombre era algo común, una cifra más en la estadística.

Una señora se acercó, quitándole el celofán a una paleta, y una muchacha cargó a la niña. También ellos eran migrantes.

Recordé lo que Italo Calvino escribió sobre el Árbol del Tule después de su visita a Oaxaca. El viajero italiano había tratado de descifrar dos mil años de vida en esa intrincada corteza. No parecía describir una planta sino un país: «Es un monstruo que crece —se diría— sin plan alguno […] El tronco parece unificar en su perímetro una larga historia de incertidumbres, acoplamientos, desviaciones […] De los codos y rodillas de ramas que sobrevivieron al derrumbe de épocas remotas, continúan separándose ramas secundarias anquilosadas en una incómoda gesticulación. Nudos y heridas han seguido dilatándose, proliferando unos en excrecencias y concreciones, protuberando los otros con sus bordes desgarrados, imponiendo su singularidad como el sol en torno al cual irradian las generaciones de células. Y sobre todo esto, espesada, encallecida, creciendo sobre sí misma, la continuidad de la corteza que revela toda su fatiga de piel decrépita y al mismo tiempo la eternidad de aquello que ha alcanzado una condición tan poco viviente que ya no puede morir.»

El Árbol del Tule tiene la edad de Cristo. Comenzaba a crecer cuando el hijo del carpintero pidió en el camino a Judea: «Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí» (Mateo 19:14). En este pasaje de la escritura, «niños» puede ser entendido como «discriminados». Testigo vegetal, el Árbol del Tule resume en su tronco lo que ha visto.

Nos avisaron que el avión podía ser abordado. El momento de seguir nuestros destinos desiguales. Sólo entonces advertí que el papel del chocolate seguía en mi mano, como un talismán inútil.

Caminamos rumbo a la pista, bajo un cielo de un azul purísimo. La niña iba delante de mí. ¿Es posible contar lo que no tiene nombre?

Pensé de nuevo en la visita de Calvino a Oaxaca: lo que no podemos decir nosotros, lo dice un árbol.

¿Hay vida en la Tierra? 
Juan Villoro 

¿Hay vida en la Tierra? cuenta cien historias tan diversas como contundentes, cien relatos apoyados en una prosa adictiva. Juan Villoro analiza el extraño misterio de ser mexicano, se ocupa de la forma en que la tecnología modifica nuestras relaciones, desarrolla una teoría del mariachi, presencia una confesión del escritor japonés Kenzaburo Oé, conoce a dos tortugas en el campo de concentración de Dachau, abre una maleta que encierra el dolor del exilio republicano, enfrenta el desafío mayúsculo de pedir un capuchino y diseña un episodio de Los Simpson en el Distrito Federal. Hilarante catálogo de las paranoias, malentendidos, molestias e ilusiones que conforman la vida cotidiana, ¿Hay vida en la Tierra? traza un singular retrato de nuestra época. El registro de los sucesos transita con fluidez de lo culto a lo popular. Los afilados aforismos de este libro pueden venir de Nietzsche, una galleta china de la suerte, un gurú del kung-fu, un taxista extraviado, una niña de siete años o un peluquero deprimido. Imprescindible manual de primeros auxilios para entender la forma en que el presente se convierte en tradición, ¿Hay vida en la Tierra? revela secretos para cuidar amistades como peces dorados, llegar al destino con oportuno atraso y entender la despedida como un poema épico. Villoro, en una exhibición literaria de primer orden, logra que la indómita vida diaria adquiera sentido al ordenarse en una historia.

Cero preocupaciones