27 diciembre 2021

27 de diciembre

 Érase una vez…

Érase una vez, les contaban a los niños, un muchacho indio de diecisiete años que murió linchado y ahorcado de un gran roble a orillas del lago, a menos de un kilómetro de casa. El roble se llamaba Árbol del Ahorcado. Pero ya no existía…, lo habían talado hace muchos años.
—¿Por qué lo ahorcaron? —preguntaron los niños.
—Porque creían que había provocado un incendio. Un granero ardió en llamas y pensaron que lo habían hecho los indios.
—Pero ¿lo había hecho él?
—Tu tío abuelo Louis creía que no, aunque no estaba seguro.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué les pasó a los indios?
Al muchacho lo mataron, luego arrastraron su cuerpo por todo el pueblo y terminaron en una taberna a orillas del río. Es probable que lo enterraran. En cuanto al resto de los indios…, huyeron, como hacían siempre. Sin embargo, al cabo del tiempo regresaron.
—¿No tenían miedo?
—Bueno…, el caso es que regresaron.
Fredericka le leía a su hermano en voz alta y acompañaba su lectura con bufidos de furiosa desesperanza, porque los hombres eran animales, la humanidad en su conjunto era irrecuperable y sólo la Palabra de Cristo podría redimirla. Una desapacible noche de enero leyó, a la luz de una lámpara, un fragmento de la obra de Franklin Relato de las últimas masacres de varios indios, amigos de esta provincia, cometidas por desconocidos del condado de Lancaster, con algunas observaciones sobre la cuestión, mientras Raphael la escuchaba inmóvil, sin tamborilear los dedos sobre el escritorio que tenía delante.
… Estos indios eran los que quedaban de la tribu de las Seis Naciones, establecida en Conestogo, de ahí su nombre indios conestogo. Cuando llegaron los primeros ingleses, los mensajeros de esta tribu se acercaron a darles la bienvenida con obsequios de venado, maíz y pieles. La tribu entera llegó a un acuerdo con el principal terrateniente, destinado a durar «hasta que el sol deje de brillar, o hasta que las aguas del río dejen de fluir».
El acuerdo se ha renovado con frecuencia desde entonces y la cadena se ha ido puliendo, como decían ellos, de tanto en tanto. Nunca se ha violado, ni por nuestra parte ni por la de ellos, hasta ahora…
Siempre hemos observado que la población de indios establecidos en la vecindad de los blancos no crece, sino que tiende a disminuir. De modo que esta tribu siguió disminuyendo hasta que en el pequeño poblado sólo quedaron veinte personas: siete hombres, cinco mujeres y ocho niños, entre varones y mujeres…
Esta pequeña comunidad continuó la costumbre, adquirida cuando eran más numerosos, de dirigirse a todos los nuevos gobernadores, y a todos los descendientes del primer propietario, para darles la bienvenida a la provincia… De modo que hicieron lo propio ante la llegada de nuestro gobernador actual; pero apenas tuvo lugar la bienvenida ocurrió la desafortunada catástrofe que relatamos a continuación:
El miércoles 14 de diciembre de 1763, llegaron cincuenta y siete hombres de alguno de nuestros municipios de frontera que habían planeado la destrucción de esta pequeña comunidad. Llegaron con buenos caballos, armados de arcabuces, sogas y hachas; viajaron toda la noche hasta llegar al poblado de Conestogo. Una vez allí rodearon la pequeña aldea de chozas y con las primeras luces del alba las arrasaron todas. Pero en las chozas sólo estaban tres hombres, dos mujeres y un niño. El resto estaba con los blancos de la zona, algunos vendiendo canastos, cepillos o vasijas que fabricaban y otros con otras misiones. ¡Abrieron fuego contra aquellas pobres criaturas indefensas y las acuchillaron y masacraron con el hacha! El buen Shehaus, entre otros, fue descuartizado en su propia cama. A todos les arrancaron la cabellera o los mutilaron de modo espeluznante. Después prendieron fuego a sus chozas y la mayoría se quemó con ellas. Acto seguido, satisfechos con su conducta y su valentía, aunque también furiosos por el hecho de que algunos de los pobres indios hubieran escapado a la masacre, se marcharon en pequeños grupos. … Sin embargo, aquellos hombres despiadados volvieron a organizarse y cuando supieron que los catorce indios supervivientes se hallaban refugiados en el asilo de Lancaster, aparecieron en esa ciudad el 27 de diciembre. Cincuenta de ellos, armados como la vez anterior, se apearon del caballo y fueron directamente al asilo, echaron abajo la puerta de entrada e irrumpieron con violencia; en sus rostros no había más que furia y saña. Al ver los pobres desdichados que no tenían manera de protegerse ni posibilidad alguna de huir, ni siquiera el arma más rudimentaria para defenderse, se separaron por familias, los niños aferrados a sus padres, y cayeron de rodillas declarando su inocencia, su amor por los ingleses, a quienes nunca en su vida habían hecho el menor daño. Y en esta postura les dieron muerte a hachazos… Hombres, mujeres y niños fueron inhumanamente asesinados a sangre fría…
La pobre mujer interrumpió la lectura, demasiado conmovida como para seguir. Tras una pausa de varios minutos le pidió a Raphael, con voz temblorosa, que se uniera a ella en sus plegarias, que se arrodillaran juntos en el despacho y suplicaran el perdón de Dios por sus pecados. La raza humana, susurró, chapotea hundida hasta las rodillas en sangre humana.
Raphael dejó escapar un suspiro, se quitó los quevedos y los puso en el escritorio, pero no se arrodilló. No se movió de la silla. Antes de que Fredericka pudiera repetir su petición, dijo:
—Esos indios murieron hace mucho tiempo.
Germaine, la esposa de Louis, que ya era una mujer de treinta y cuatro años, rostro rozagante, rubicundo y hermoso, y cabellos que se encrespaban con la humedad, solía leer, a su manera entrecortada (nunca había aprendido a leer bien), periódicos y revistas que llegaban a la casa, generalmente por medio de su suegro, que viajaba sin tregua. También leía siempre las cartas lacónicas que Harlan Bellefleur le enviaba a Louis, por si había en ellas algún pasaje no adecuado para los niños, o en todo caso para la quinceañera Arlette… Por ejemplo, en el territorio de Colorado, los soldados de la Unión bajo el mando del coronel J. M. Chivington atacaron un asentamiento de indios amistosos que acampaban fuera de las murallas de Fort Lyon, y asesinaron a seiscientos indios en un solo día, en su mayoría mujeres y niños. Los mutilaron y les arrancaron la cabellera: algunos les cortaron los genitales a mujeres y niñas para luego tensarlos en los arzones delanteros o lucirlos en sus sombreros mientras cabalgaban entre la tropa…
—¡Qué te parecería que Arlette leyera algo semejante! —exclamó Germaine a su marido. Sus mejillas regordetas y amplias estaban rojas como una remolacha; la boca no era más que un diminuta mueca húmeda de consternación—. ¡De eso no debería hablar! No es…, no son cosas agradables —susurró.
Un hermoso día de octubre, apareció por la zona occidental una flotilla de fragatas y barcos a vapor que venían a celebrar la inauguración del Gran Canal. El Gran Canal tenía una extensión de unos seiscientos cincuenta kilómetros y habían tardado ocho años en construirlo. Aquel día, en sus orillas aguardaba una multitud de alegres espectadores. Hubo una salva de cañonazos, se tiraron petardos, y en todas las aldeas y en todos los pueblos repicaron las campanas como si fuera un domingo enardecido.
El Chancellor Livingston, un barco a vapor, era el buque insignia de la escuadra y un navío por demás elegante, engalanado con banderas rojas, blancas y azules y con los más distinguidos pasajeros a bordo. Otro buque selecto era el Washington, con oficiales de la armada, del ejército y también civiles, todos ellos con sus respectivos invitados. Completaban la formación veintinueve buques de vela, goletas, corbetas, barcazas y veleros que eran saludados con salvas de cañonazos procedentes de todos los fuertes por los que pasaban. Una barcaza llamada El joven león del oeste, adornada con banderas y estandartes, llevaba a bordo, para delicia de los espectadores, dos águilas, cuatro mapaches, un cervato, un zorro y dos lobos vivos. El Jefe Séneca, una barcaza tirada por cuatro potentes caballos blancos, llevaba dos cervatos, un oso pardo, un alce joven, y dos jóvenes indios séneca ataviados con la ropa tradicional de su nación de tez morena.
Érase una vez, les contaban a los niños, una familia llamada Varrell.
—¿De dónde era esa familia tan numerosa?
—Se decía que se reproducían como conejos, o como pulgones.
Probablemente brotaron de la tierra, o quizá salieron arrastrándose del pantano del Noir. Los hombres eran tramperos, traficantes de indios, vendedores ambulantes, granjeros con parcelas pequeñas y un suelo lleno de maleza que no servía para nada… No, eran una verdadera escoria. Escoria blanca. Vivían en contubernio allá en el bosque y pegaban a sus mujeres y a los niños. Eran reconocidos bebedores, pendencieros y transgresores de la ley: robaban caballos, provocaban incendios, peleas de tabernas, cometían asesinatos, pero nunca se investigaban los delitos. (Si los Varrell asesinaban a personas de su calaña, o alguna otra, ¿para qué iban a intervenir las autoridades de las Chautauquas? Además, podía ser peligroso).
Los clientes se quejaban de que el licor que destilaban ilegalmente era de mala calidad, cuando no era puro veneno.
Reuben, Wallace y Myron Varrell estuvieron involucrados en el linchamiento del muchacho indio. Tenían cuarenta y seis, treinta y uno y veintidós años respectivamente. Pero en el poblado del lago Noir había más…, hubo quien calculó que eran unos veinticinco.
¿Cómo llegaron a ser tantos en apenas una o dos generaciones? Eran hombres de rostros chatos, con barba y cabello enmarañado, ojos del color de la niebla fría del pantano… Los delitos eran de dos tipos: subrepticios, a menudo nocturnos; o descarados y públicos, hasta con cierta superioridad moral y casi siempre con la ayuda de otros. Como es natural, algunos de los Varrell habían muerto en distintas reyertas y muchos fueron el blanco de atroces palizas (más de uno quedó lisiado: Louis Bellefleur había presenciado, desde la calle, una pelea de borrachos en medio de un banquete de boda que se celebraba en un hotel de Fort Hanna. Henry Varrell —el padre del joven Myron— terminó con la columna vertebral rota). También había varios que estaban presos en Powhatassie, pero en general lograban escapar sin detenciones posteriores; ningún testigo quería declarar contra ellos. Una de las muchachas Varrell se emparentó con la familia de un juez de paz de Bushkill’s Ferry y Wallace, aun con sus antecedentes penales (detenciones por altercados, incendios provocados y robos menores) llegó a ser ayudante del sheriff… Reuben, que en cierta ocasión osó pegar al caballo de Louis y después le gritó, borracho, que siguiera camino a casa, había trabajado en el Gran Canal y decían que estaba medio loco por un golpe de calor sufrido un día de agosto sofocante. Tanto él como su concubina fueron arrestados, pero nunca juzgados, por la muerte de un niño de diez meses desnutrido… De modo que Reuben tendría que haber estado preso cuando llevaron a cabo el linchamiento.
Pero ¿de dónde habían venido, tantos como eran, con esa manera de multiplicarse como conejos o pulgones? Parece que todos salieron de una sola mujer que solía vagar por las explotaciones madereras haciéndose pasar, sin ningún pudor, por cocinera. Vivía en el mismo barracón, con los hombres. Iba de campamento en campamento, de Paie-des-Sables a Contracoeur, del Mount Kittery a los vastos pinares que hay al este del Mount Chattaroy, temporada tras temporada, siempre acompañada por dos o tres indias, algunas mujeres blancas y una niña retrasada y muy gorda que, cuando no estaba comiendo o en manos de los hombres, estaba casi siempre chupándose el pulgar y gimoteando. De dónde había salido aquella panda de prostitutas enfermas, nadie lo sabía. Nadie sabía si la mujer Varrell (que las trataba a todas con severidad, pero también era considerada con ellas) se las había traído a las montañas, a las explotaciones madereras, o si se habían conocido allí por casualidad y decidido unir fuerzas por su propia seguridad. En cierta ocasión, la más joven y atractiva de las indias, siempre borracha de whisky de maíz, intentó apuñalar al capataz de Paie-des-Sables y a punto estuvo de conseguirlo de no ser porque los amigos del hombre la apartaron a tiempo; pero, en general, la mujer Varrell conseguía tener a sus chicas controladas. Era una mujer alta, de cuerpo fofo y buen carácter, con un rostro feo pero agradable y una nariz que parecía rota. Aunque tenía poco más de treinta años, con las piernas robustas llenas de varices, pero todos decían que de joven había sido muy atractiva…, al menos para los hombres de aquel rincón del mundo, que podían pasarse meses enteros sin ver a una mujer. Era malhablada, brusca, franca, divertida, y jamás lloraba. Ni se arrepentía de nada.
Tuvo un hijo, Reuben. Y luego otro. Y otro, y otro en el lapso de unos años. Abandonó las explotaciones madereras y se fue a vivir con un hombre; y luego con otro hombre, y después vagabundeó de pueblo en pueblo, viviendo con sus hijos donde se prestaran a acogerlos. Al final murió alcoholizada, aunque no era tan mayor; no habría cumplido los sesenta años. Pero las mujeres se agotaban rápidamente en aquella parte del mundo (Germaine, la esposa de Louis, creyó verla un día —esa horrenda criatura— orinando en la calle principal de Bushkill’s Ferry. ¡Qué visión! ¡Qué bochorno, para cualquiera que la viese! Germaine tiró del brazo de su hija Arlette y le ordenó que acelerara el paso sin mirar atrás, pero, como no podía ser de otro modo, la niña la miró con obstinación y hasta soltó unas risitas horrorizada).
Era de público conocimiento, ya antes del linchamiento, que los Varrell estaban resentidos con Jean-Pierre porque creían que los había estafado con unas tierras. (Jean-Pierre se las había comprado. Y las pagó al contado. No había sido mucho, pero tampoco ellos esperaban mucho. De hecho, quedaron agradecidos por la suma recibida). Lo envidiaban, como envidiaban a su hijo Louis y a cualquier vecino que tuviera un buen pasar…, cualquiera que no tuviera deudas o no estuviera pagando a duras penas dos hipotecas. Cuando parecía que algún Varrell iba a establecerse por su cuenta en la ciudad, como Silas con su participación en la posada del Antílope Blanco, el negocio quebraba invariablemente, o sufría algún incendio contra el que no estaba asegurado, o languidecía hasta morir sin que nadie tuviera la culpa. La joven que había emparentado con la familia del juez de paz no tardó en abandonar las montañas junto a su esposo para tomar posesión de una finca de Oregón y nunca más se supo de ella. De Myron, que había servido en la milicia estatal, se rumoreaba que había sido ascendido (era teniente primero, o capitán, o comandante), pero un día apareció de nuevo en casa, así sin más, de civil; lo habían dado de baja, tenía una pequeña cicatriz con forma de gusano en la mejilla derecha y una indemnización por cese de treinta y cinco dólares, y ninguna explicación. Trabajaba de vez en cuando como jornalero, a veces junto al muchacho indio Charles Xavier, que nunca le había caído bien. ¡Un indio con semejante nombre! ¡Y haciéndose pasar por católico converso…, no se le ocurría mayor ignominia! Era un insulto, pensaban los Varrell, que un blanco trabajara codo a codo con un onondaga mestizo.
Charles Xavier era de baja estatura para su edad y creían que tenía un leve retraso mental (era huérfano, lo habían abandonado al nacer. Lo hallaron envuelto en harapos una gélida mañana de marzo en una callejuela de Fort Hanna). Aunque los hombros y los brazos eran pequeños, lo cierto es que eran robustos y bien formados, y podía deslomarse muchas horas en los campos o en los huertos sin quejarse. Lo valoraba como peón, pero no siempre como persona, ni siquiera se ganaba la simpatía de las esposas de los granjeros, que lo compadecían por sistema (al fin y al cabo era huérfano, y cristiano), pero su barbilla puntiaguda, el ceño oscuro y siempre fruncido y su crónico silencio le dieron fama, posiblemente equivocada, de ser hostil hasta con los blancos más amistosos.
El día de la inauguración del Gran Canal, que corría unos kilómetros paralelo al río Nautauga, ancho y turbulento, cuando las campanas de las iglesias repicaban en aldeas y pueblos, y hubo petardos y fuegos artificiales y desde lo alto de las murallas de los viejos fuertes dispararon salvas de cañonazos, sucedió, y no por accidente, que un silo de maíz perteneciente a un granjero llamado Eakins que vivía a pocos metros de la vieja Carretera Militar se incendió. Todos los bomberos voluntarios habían acudido a la inauguración del canal, lejos de allí, de modo que el silo ardió con furia y las llamas se expandieron hasta un granero cercano del que tampoco quedó nada. Se culpó a los indios, porque Eakins había tenido problemas con una cuadrilla de trilladores, todos indios, que había contratado hacía poco, pero se vio obligado a despedir (empezaron con mucho entusiasmo, pero pronto se les agotó la energía y el interés); esos indios, esos indios en particular, habían desaparecido.
Después sucedió que un pajar del lejano lago Noir, perteneciente a un cuñado de Rabin, comerciante indio en tiempos, también se incendió e inmediatamente culparon a los indios. Charles Xavier, que en ese momento pasaba por la embarrada calle principal del pueblo, y a pesar de pertenecer, o casi pertenecer, a una tribu de indios «aliados» (aunque por desgracia era un grupo muy reducido, estos onondagas habían luchado en el bando local contra los ingleses en la guerra reciente) fue asediado por un grupo de hombres que lo llevaron hasta la posada del Antílope Blanco para interrogarlo sobre el incendio casi dos horas. Cuanto más aterrado estaba el muchacho, más excitados y furiosos se ponían sus interrogadores; cuanto más defendía, no sólo su inocencia, sino su absoluto desconocimiento del tema (el incendio no había sido muy grave, como reconocía todo el mundo) más etílicos y feroces se volvían los blancos. Allí estaban el viejo Rabin, Wallace, Myron y otros más, a los que pronto se sumó Reuben, que ya estaba borracho, además de dos o tres amigos suyos y algunos hombres que pasaban por ahí o que, enterados de la «detención» de Charles Xavier llegaron a todo correr. Y cuando ya iban a sacar al joven para ahorcarlo, llegó el mismísimo juez de paz, un hombre que aparentaba más edad de la que tenía, con un tic nervioso junto al ojo derecho. Se llamaba Wiley y como había llegado de Boston, hacía años, todos lo consideraban un hombre de ciudad y de cierta cultura, aunque los intereses que lo movilizaban en el lago Noir no eran muy distintos de los del resto de los habitantes masculinos del lugar, salvo en el grado de intensidad. Bebía, pero no aguantaba tanto como los demás; jugaba a las cartas, pero sin demasiada habilidad; había cortejado a una mujer que ya cortejaba Wallace desde la otra orilla, por así decir, y se vio obligado a apartarse. Se rumoreaba que aceptaba sobornos, pero probablemente no era el caso, por lo general; sencillamente se sentía intimidado por los acusados que comparecían ante él o por sus numerosos parientes. Un asesino podía ser enviado a Powhatassie, o incluso a la horca, pero era frecuente que los hombres que lo habían detenido, los testigos que habían declarado contra él y hasta el propio juez no sobrevivieran. De modo que si bien era cierto, como señalaba Louis Bellefleur, que Wiley era un cobarde, su cobardía no era del todo inexplicable…
Eran tiempos muy duros, les decían a los niños.
—Pero también apasionantes —respondían siempre.
(Sabían de antemano lo que seguía a continuación: el linchamiento y la incineración de Charles Xavier, la protesta pública indignada de su tío abuelo Louis, el «conflicto» de la vieja casa de troncos de Bushkill’s Ferry; la llegada de Harlan, el hermano de Louis, a lomos de una hermosa y altiva yegua costeña, un hermano que había desaparecido veinte años antes rumbo al oeste). ¿No era todo apasionante?, insistían los niños.
Cuando Louis se enteró de que los Varrell, Rabin y sus amigos estaban interrogando al pobre Charles Xavier y, evidentemente, arrancándole una confesión, ensilló su caballo y se dirigió de inmediato al pueblo, por más que Germaine se lo prohibiera (porque en seguida supo que el pobre mestizo estaba condenado…, las vidas de los indios no valían en las montañas, aunque tampoco mucho menos que las de los blancos) y que a su hija Arlette le diera una especie de pataleta nerviosa y echara a correr a su lado mientras él se alejaba en el viejo Bonaparte, pidiéndole a gritos que regresara. A los quince años Arlette ya le sacaba más de una cabeza a su madre y era casi tan ancha como ella de cintura y caderas, pero tenía los pechos pequeños y cuando vestía chaqueta, pantalones y botas de montar, parecía un hermano más. Tenía la cara redonda como la luna, con un bonito bronceado, y llevaba el cabello oscuro —crespo como el de su madre— lo más corto posible, aunque en aquellos tiempos no estaba de moda que las jovencitas llevaran el cabello corto. (Hasta su abuelo Jean-Pierre le hacía bromas al respecto y le protestaba a su madre: ¿no quería acaso ser una mujer?). Mientras su padre ensillaba al viejo semental, Arlette gritaba cosas inconexas…, no quería que se fuera, o quería acompañarlo…, ¿no podía al menos localizar a Jacob y a Bernard para que lo acompañaran? Pero Louis la apartó de un manotazo y no se molestó en contestarle. No soportaba a las mujeres histéricas. No podía ni oír a las mujeres histéricas.
Germaine, asomada a la ventana de delante, vio alejarse a su marido y vio a su hija de pie en el sendero, la pobre Arlette, tan desgarbada, ahí de pie entre los charcos, con la cabeza descubierta, levemente encorvada, retorciéndose los dedos. Debía de estar llorando, pero estaba de espaldas a la casa y Germaine no pudo confirmarlo.
De sus tres hijos, Arlette, la menor, era la más difícil: la llamaban «manojo de nervios». Toleraba las burlas de sus hermanos mayores y las bromas cariñosas y bienintencionadas de su abuelo; era evidente que amaba a su padre, aunque le hiciera pasar extrema vergüenza (era escandaloso y fanfarrón, por más que estuviera en el limitado espacio de la cocina un día de nieve, y bebía, por supuesto, y siempre discutía e incluso se peleaba a puñetazo limpio con otros hombres como él; y el curioso aspecto semiparalizado de su rostro —inmovilizado de un lado, por lo que nunca mostraba más de media sonrisa— era terriblemente embarazoso para ella). Aunque Arlette discutía con su madre, a veces con sarcasmo y otras con lloros, y desde los trece años parecía no poder soportar siquiera su mera presencia, Germaine era dada a pensar que eran cosas de la edad, ya se le pasaría: era una buena niña, no tenía mala intención, y en pocos años, quizá cuando se casara o tuviera su primer hijo, dejaría de ser tan nerviosa y llegaría a ser… una hija tierna, cariñosa y sensata.
(Pero mientras ese día llegaba, ¡qué difícil era! Menudo berrinche le había dado en el establo, o ya en el sendero, tironeando de la manga de su padre hasta conseguir que la empujara, gritándole con la cara roja y las pupilas dilatadas, como si tuviera derecho, un derecho inapelable, a comportarse de ese modo con su padre. Con frecuencia exclamaba indignada que se sentía avergonzada de su abuelo…, sí, había ganado mucho dinero y era famoso por ser el dueño de la mitad de la Nautauga Gazette —donde publicaba a menudo sus pensées sobre caballos— y todos lo respetaban, o al menos lo temían, pero no podía perdonarle que viviese con aquella india cuando estaba en la zona y que la hubiera llevado a casa —a la casa de todos ellos— varias veces, sin disculparse. No le perdonaba el favoritismo que tenía hacia sus nietos varones; aunque al mismo tiempo tampoco soportaba las atenciones propias de un abuelo, las bromas respecto a su figura o a su cabello, que algunos días parecía el de una «negrita». Era probable que admirara a sus hermanos, sobre todo a Jacob, que era el más parecido a su padre, pero se peleaban con frecuencia, como todos los hermanos, y en todo caso ni Jacob ni Bernard tenían mucho tiempo para ella. El que más la avergonzaba de todos era su tío Jedediah. No lo conocía, como es lógico, porque se había marchado a las montañas antes de que ella naciera, pero le encantaba preguntar por él, con altiva meticulosidad, a Germaine y a Louis. Siempre había anécdotas de Jedediah que se contaban en la escuela rural, o que Louis traía a casa y repetía entre divertido y desdeñoso, a menudo con detalles agregados: a veces habían visto a Jedediah como un fantasma, envuelto en pieles de animales, con barba larga y gris, rostro cadavérico y ojos «penetrantes». Era como un profeta salido del Antiguo Testamento. Otras veces decían que sencillamente estaba chiflado —no estaba en sus cabales, según se comentaba—, pero probablemente no estaba mucho más loco que la mayoría de los ermitaños de la montaña que ya eran leyendas locales. En otras ocasiones afirmaban haberlo visto río arriba, en Powhatassie o incluso en Vanderpoel, también envuelto en pieles —pero éstas eran pieles finas, visón, zorro o castor, confeccionadas para él por un experto peletero—, y a todas luces enriquecido por su comercio con las pieles, camino a convertirse en otro John Jacob Astor, tal vez: un hombre apuesto en la flor de la vida, casi siempre acompañado por una bella mujer, que no hacía más que mirar sin expresión ni reconocimiento alguno a los hombres desaliñados del lago Noir que lo veían pasar por la calle con el alma en vilo y no atinaban siquiera a llamarlo: ¡Bellefleur! ¿Tú no eres un Bellefleur?… Pero de pronto volvía a ser un excéntrico malhumorado y conflictivo que nunca había salido de la zona del Mount Blanc y a quien nadie —salvo Mack Henofer— había visto desde hacía años; él era seguramente quien saboteaba las trampas de caza, de modo que los tramperos evitaban su territorio. Era un loco delirante, o también podía ser un miserable; vivía con una india, o vivía solo en la ladera de una montaña que nadie podía cruzar. Subsistía a base de patatas. Comía mapaches o ardillas crudas. Estaba muy enfermo. Era alto y fuerte y gozaba de excelente salud… Pero lo cierto es que nadie lo veía desde hacía años, salvo Henofer, y ahora que Henofer estaba muerto —habían hallado su cuerpo en estado de descomposición, tirado en un barranco cercano a su cabaña, con la escopeta a su lado, uno de los cañones descargado—, lo más probable era que nadie volviera a ver a Jedediah nunca más. Hasta era posible que hubiera muerto).
A pesar de la desesperada intervención de Louis y la audacia con que gritó a aquellos hombres (no iba desarmado, nunca iba desarmado en público, pero sabía muy bien que no debía mostrar su pistola) diciéndoles que liberaran al muchacho indio, a pesar de la imprudente valentía de seguirlos a caballo hasta el límite del pueblo cuando ya era evidente que no sólo no iban a dejarse convencer por él o por sus amenazas sino que, por el contrario, su presencia los provocaba tanto como el terror de Charles Xavier o la comparecencia de testigos asustados y excitados, algunos de ellos mujeres y niños; y a pesar de que todos aquellos hombres (Rabin, los Varrell, tres o cuatro más y el pobre Wiley, sudoroso y con una mueca crispada en los labios, que intentaba conducir un «juicio» a caballo y hasta pretendía interrogar al muchacho ensangrentado y aturdido mientras lo arrastraba el caballo de Rabin, atado con una alambre de púas que le rodeaba el pecho por debajo de las axilas) iban a ser culpables de asesinato, asesinato en primer grado, como les gritó Louis; a pesar de todo aquello Charles Xavier estaba condenado, como supo su esposa sin necesidad de abandonar la cocina. Estaba condenado y farfullaba y sollozaba de terror, tan ajeno al intento de Louis Bellefleur de salvarlo, como al intento de Herbert Wiley de celebrar un juicio que de alguna manera quedó truncado. Los hombres, borrachos y exultantes y tan excitados que les temblaban las manos y del rabillo del ojo les brotaba una humedad visible, enroscaron la soga a una gruesa rama del roble y ajustaron el nudo en torno a la oscura cabeza de Charles Xavier, mientras Wiley, jadeando, pronunciaba el veredicto: ¡Culpable de todos los cargos! «Culpable de todos los cargos».
Había una fotografía en cierto libro del despacho de Raphael Bellefleur que los niños contemplaban en silencio, a veces metiéndose el dedo en la boca, porque ¿qué se podía decir? ¿Qué había que sentir? No era una fotografía que les gustara ver en compañía de otros niños, porque era demasiado embarazosa, les daba mucha vergüenza, y alguno podía soltar una carcajada tonta y asustada, y tal vez aparecía corriendo alguno de los adultos, o alguno de los sirvientes omnipresentes. De modo que la examinaban en secreto. Año tras año. Uno tras otro, en momentos señalados, entraban de puntillas en la biblioteca cuando nadie los veía, el rostro ruborizado. Hasta Yolande la había mirado espantada, antes de cerrar el libro a toda prisa y volver a ponerlo en su lugar del estante, en aquel lugar específico; hasta Christabel, y Bromwell (que debió de tenerla presente, o en el umbral de la mente, cuando decidió dejar de lado la crudeza de la historia para elegir la fría pureza del espacio), hasta el joven Raphael, que la miraba con su oscura y grave melancolía y parecía no juzgar, jamás el deseo de juzgar, nada humano. Y a su debido tiempo también la vio Germaine, uno de los hijos de la tía Aveline se la enseñó.
En la fotografía se veía con sorprendente nitidez un grupo de unos cuarenta y seis hombres rodeando, aunque a prudente distancia, el cuerpo en llamas de lo que había sido, según el título, un «joven negro». Todos los hombres eran blancos, por supuesto, con edades comprendidas entre los dieciséis y los sesenta años. Había un solo niño observando el cuerpo como si nunca hubiera visto algo tan asombroso, tan brillante. Algunos miraban el cuerpo en llamas (que estaba desnudo, era muy oscuro y las piernas quedaban semiocultas por maderas y desechos ardiendo), otros miraban a la cámara. La mayoría de las expresiones que se veían eran más bien serias, pero otras eran relajadas, por extraño que parezca, incluso aburridas, y otras francamente joviales. Un caballero en primer plano, a la izquierda, con una vistosa corbata a rayas y un paraguas, sonreía con orgullo a la cámara, levantando una mano a modo de saludo. El pie de fotografía decía: «Linchamiento de un negro joven. Blawenburg. Nueva York». No tenía fecha. No decía el nombre del fotógrafo. El linchamiento debió de ocurrir en invierno porque todos los hombres llevaban chaquetas o abrigos y sombreros…, todos iban con sombrero, sin excepción: sombreros de fieltro, gorras ferroviarias, gorras marineras, incluso lo que parecía ser un bombín, con la copa abollada. Ninguno llevaba gafas. Ninguno tenía barba. Era una imagen extraña. Pero si uno se detenía en ella lo bastante resultaba familiar. El cuerpo en llamas era un cuerpo en llamas, pero los hombres que lo rodeaban no eran más que hombres.

Joyce Carol Oates
Bellefleur

Entre el «realismo mágico» y la «novela gótica», Joyce Carol Oates compone una apasionante saga familiar que, en sus palabras, sería la «más difícil y cautivadora que he escrito».
El rico y notable clan de los Bellfleur vive en una enorme mansión en medio de una montañosa región a orillas del mítico Lago Noir. Poseen vastos terrenos, negocios rentables, dan empleo a sus vecinos e influyen en el gobierno. Un prolífico y excéntrico grupo que congrega a varios millonarios, un asesino en serie, un buscador espiritual que sube a las montañas para encontrar a Dios, un noctámbulo adinerado que muere por el rasguño de un pollo, una bebé, Germaine —la heroína de la novela—, y sus padres, Leah y Gideon son algunos de los personajes que pueblan ésta, una de las obras maestras de la aclamada autora.

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