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26 diciembre 2021

26 de diciembre

 LXXV

El curso de los sucesos había cambiado en el espacio de un año.
Aquel insignificante Bonaparte de quien todo el mundo se burlaba, victorioso después de una campaña que se podía parangonar con los más brillantes hechos de armas de Alejandro, de Aníbal y de César, había sido calificado por el Directorio con el nombre de hombre providencial, y la República francesa le entregó una bandera en la cual aparecía escrito, en letras de oro:
El general Bonaparte ha destruido cinco ejércitos, triunfado en diez y ocho batallas y en sesenta y siete combates, ha hecho prisioneros de guerra a 160.000 soldados enemigos, enviado a Francia 160 banderas, 1.180 piezas de artillería, para enriquecer nuestros arsenales, 200 millones al Tesoro y 51 barcos de guerra; las obras maestras de arte para embellecer nuestras galerías y nuestros museos, preciosos manuscritos para nuestras bibliotecas; en fin, ha dado la libertad a diez y ocho pueblos.
Fácilmente se comprenderá el pesar que tales honores a nuestro enemigo producían a la corte de Nápoles, a sir Guillermo Hamilton y a mí; a mí, como amiga de la Reina, de cuyos odios y de cuyas simpatías participaba; a sir Guillermo, como embajador de Inglaterra.
La Reina fue acometida de un acceso de furor, como pocas veces vi en ella, el día en que el Gobierno de las Dos Sicilias se vio obligado a reconocer a la República cisalpina.
El tratado de Campo-Formio, firmado entre Francia y Austria, tenía grande importancia. Francia extendía, de un lado, sus fronteras hasta los Alpes, y del otro, hasta el Rhin; Austria perdía en territorio, pero ganaba en súbditos; la República cisalpina crecía, al paso que la de Venecia decaía y pasaba a ser propiedad del emperador.
La paz parecía asegurada; pero sir Guillermo se sonreía con su diplomática sonrisa, cuando le hablaban de la duración de esa paz.
—En tanto que Inglaterra esté en guerra —decía—, el mundo, y sobre todo Francia, no sabrá vivir en paz.

26 diciembre 2020

26 de diciembre

26 de diciembre de 1452

Mi criado me sorprendió esta mañana al prevenirme:

—Señor, no debéis visitar Pera con demasiada frecuencia.

Por primera vez lo miré con atención. Hasta ahora lo había considerado, simplemente, como un mal inevitable que formaba parte de la casa cuando la alquilé. Cuida de mis vestidos y se ocupa de comprar la comida; mira por los intereses del propietario y barre el patio. No me cabe duda de que es igualmente celoso a la hora de informar al servicio secreto del palacio de Blaquernae sobre mis idas y venidas.

Nunca he tenido nada contra él. Es un viejo digno de compasión, pero hasta ahora no había reparado en él. Estaba ante mí con su barba rala, sus rodillas ulceradas y sus ojos grises, que reflejaban una tristeza insondable. Sus andrajos rezumaban grasa.

—¿Cómo se te ocurre decir algo así? —pregunté.

Adoptó un aire ofendido.

—Sólo pensaba en vuestro propio bien. Sois mi dueño en tanto habitéis esta casa.

—Soy un latino —dije.

—¡No, no…, no lo sois! —replicó con vehemencia. Y dejándome desconcertado de asombro cayó de rodillas ante mí y me asió la mano para besarla, mientras decía—: No me despidáis, señor. Es verdad que os bebo el vino que sobra en la jarra y me quedo a menudo con los cambios. También suelo llevar un poco de aceite a mi tía enferma, pues nuestra familia es muy pobre. Pero si ello os disgusta no lo haré más, pues ahora os he reconocido.

—No he sido tacaño a la hora de pagarte —dije sorprendido—. Mientras sea tu amo puedes mantener a tu familia a mis expensas. Doy poco valor al dinero. Se acerca la hora en que dinero y propiedad perderán todo significado. A la hora de la muerte todos somos iguales, y para Dios un mosquito vale lo mismo que un elefante.

Mientras hablaba observé mejor su rostro. Parecía un hombre honrado pero la cara miente con frecuencia y ¿puede confiar acaso un griego en otro?

Él prosiguió:

—Otra vez no es preciso que me encerréis en la bodega si no deseáis que siga vuestros pasos. Hacía tanto frío que se me helaron las articulaciones. Desde entonces sudo de frío y de dolor de oídos y mis articulaciones están peor que antes.

—Vamos, levántate, bobalicón, y cura tus dolores con vino —dije al tiempo que sacaba un besante de oro de mi bolsa. Para él, tal suma era una fortuna, pues en Constantinopla los pobres son muy pobres y los pocos ricos extremadamente ricos.

Miró la moneda que tenía yo en la mano y su rostro se iluminó; pero sacudió la cabeza, diciendo:

—No me quejaba para pediros nada, señor. No necesitáis sobornarme. No veré ni oiré nada que no queráis que vea u oiga. Sólo tenéis que ordenar.

—No te comprendo —dije.

Señaló en dirección al perro, que comenzaba ya a echar carnes y que se hallaba tendido sobre su estera ante la puerta, con la nariz pegada al suelo y vigilando todos mis movimientos.

—¿Acaso no os sigue y obedece ese perro? —dijo.

—No te comprendo —repetí, y arrojé la moneda a la esterilla que había delante de él. Se inclinó para recogerla y luego me miró a los ojos.

—No necesitáis poneros en evidencia, señor. ¿Cómo podría suponerlo? Vuestro secreto es sagrado para mí. Tomo vuestro dinero sólo porque me ordenáis que lo haga. Nos proporcionará a mí y a mi familia una gran felicidad, pero no mayor que la que siento al poder serviros.

Sus insinuaciones me causaron resquemor, pues, naturalmente, él sospechaba, al igual que otros griegos, que me hallaba secretamente al servicio del Sultán y que mi huida había sido fingida. Quizás esperaba de mí que le evitara la esclavitud cuando el Sultán capturase la ciudad. Tal esperanza habría sido ventajosa para mí en el caso de haber tenido algo que ocultar. Aunque, ¿cómo habría podido fiarme de un hombre de tan baja extracción?

—Estás equivocado si piensas salir ganando conmigo —repliqué—. No estoy al servicio del Sultán. Lo he repetido ya más de cien veces, y hasta el límite de la paciencia, a quienes te pagan por espiarme. Pero voy a repetírtelo una vez más a ti: No estoy al servicio del Sultán.

—Oh, no, no… Lo sé. ¿Cómo podríais estarlo? Os he reconocido, y es como si el rayo hubiese chocado contra el suelo que piso.

—¿Estás borracho? ¿Deliras o tienes fiebre? No sé qué quieres decir. —Sin embargo, en mi interior me hallaba extrañamente excitado.

Él sacudió la cabeza y repuso:

—Señor, estoy borracho. Perdonadme. No volverá a suceder.

Pero sus disparatadas palabras me condujeron ante un espejo. Por alguna razón decidí no ir a la barbería, sino afeitarme en casa, y más cuidadosamente aún que antes. Esos últimos días mi estado de ánimo había hecho que lo olvidara. Ahora he cambiado hasta mis vestidos para mostrar que soy, en efecto, un latino por los cuatro costados.

Mika Waltari 
El ángel sombrío 
El sitio de Constantinopla

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