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30 diciembre 2021

30 de diciembre

 Por fin, un cura rural

26. Es el 30 de diciembre de 1944, recién terminada la segunda guerra mundial. Llega al aeropuerto de Orly desangelado, agotado, maltrecho, con una sotana estrecha y mal ajustada porque no es suya. Llega desgarbado y torpe en el andar y en los ademanes. Parece un campesino por sus modales.
Los franceses lo comparan en seguida con el elegante y aristocrático nuncio anterior, monseñor Valerio Valeri. Tiene un aspecto bonachón y sencillo por demás, comentan entre sí. Alguien del séquito oficial que ha salido a recibirle murmura al verle bajar del avión:
—¡Vaya!, por una vez, el Vaticano nos manda un cura rural.
Así, con esa impresión de cura rural y poco afinado, entró en París el que, con el tiempo, será el brillante nuncio del papa en la exquisita Francia.
27. Una pequeña alusión a la Providencia
Al poco de llegar a París, el cuerpo diplomático iba a ser recibido por el general De Gaulle.
Pensando en la posible tardanza del nuncio, habían encargado el discurso al embajador de la URSS, señor Bogomolov, segundo en antigüedad.
Al enterarse, el flamante nuncio marchó a visitar al embajador. No lo esperaba. Roncalli se excusó y le expuso el motivo de su visita: tener él el discurso, como le correspondía.
Rogó al embajador que le leyera el discurso que tenía preparado. Al terminar la lectura, exclamó todo entusiasmado:
—¡Dios mío, está perfecto! No tengo nada que añadirle, señor embajador. Bueno, sí, quizá una pequeña alusión a la Providencia, que me lo ha preparado.
Y siguió sonriente y más tranquilo:
—¿Le importaría, señor embajador, que lo leyera yo en su lugar por ser el decano y por la mayor edad?
A lo que gentilmente accedió el señor Bogomolov.
28. Veinticuatro obispos traidores
Al poco tiempo de su llegada a París, se le planteó un problema gravísimo: veinticuatro obispos católicos habían sido expedientados como traidores a Francia durante la Resistencia. Eran tachados de colaboracionistas con los nazis y amigos leales del mariscal Petain y de su gobierno de Vichy. La acusación era grave, pero con escasas pruebas.
El presidente de Francia es Bidault. Como al nuncio Roncalli le parecían pocos los informes de culpabilidad de los obispos, pide a la Resistencia con serenidad los gruesos dossieres y un tiempo suficiente para hacer por su cuenta un detallado estudio de los mismos.
Seis meses de duro trabajo a conciencia por parte del nuncio. Al cabo de los mismos pide audiencia a Bidault y, poco a poco, con finísima habilidad, va descartando ante el presidente nombres y nombres de obispos condenados. Al final, sólo expedientan a tres de ellos.
—Los demás —decía con gracia—, los coloco debajo del solideo y respondo de ellos.
Con su terquedad campesina, su exquisito tacto diplomático y su bondad con todos, lo había conseguido. No en vano los franceses le llamarán con el tiempo «el conciliador».
29. El fino oído de un nuncio
En Francia se hizo bien pronto famoso su fino oído de diplomático. Según él comentaba, no le servía de arma sino que era una cualidad natural y propia de su oficio.
Después de una recepción se acercó a uno de los invitados, con el que no había cruzado ni una sola palabra, para preguntarle a quemarropa:
—De modo que desea usted ir a verme a la nunciatura, ¿no es así?
—Y ¿cómo lo ha sabido su excelencia? —preguntó el aludido asombrado—. Así es, en efecto, deseo ir a su residencia. Pero su excelencia se hallaba en un extremo del salón hablando con un círculo compacto de personas… ¿Cómo se ha podido enterar de mi deseo?
Él respondió con naturalidad y con media sonrisa un tanto pícara:
—No, no hablaba con nadie del círculo, ni siquiera prestaba atención a lo que me decían porque eran cumplidos, como siempre. Estaba, en cambio, atento a lo que usted estaba comentando en el otro extremo del salón.
Vamos, que tenía siempre el oído alerta.
Su lema era el siguiente: «Entender mejor, olvidar mucho, corregir poco». Y siempre con la salida ocurrente y justa y su pizca de dulzura para no molestar a nadie.

Constantino Benito-Plaza
Juan XXIII - 200 anécdotas

Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios…
Que la consabida lista de los siete dones del Espíritu Santo queda incompleta sin el don de la alegría y el don del humor queda luminosamente patente en esta como “vida” de Juan XXIII.
Doscientas dosis supervitaminadas de oxígeno para seguir peregrinando.

30 diciembre 2020

30 de diciembre

El 30 de diciembre, a las nueve de la mañana, Ryuji salió del cobertizo de la Aduana, en el muelle central. Fusako estaba esperándole. 

El muelle central era la curiosa abstracción de un vecindario. Las calles aparecían despobladas, demasiado limpias; a los lados se marchitaban los sicomoros. Por una vía subsidiaria que discurría entre vetustos almacenes de ladrillo rojo y una oficina marítima de falso estilo renacentista, una vieja máquina de vapor despedía nubes de humo negro a lo largo de su curso trepidante. Carecía de autenticidad, como si todo se tratase de un conjunto de trenes de juguete, hasta el pequeño cruce ferroviario. Era el mar el responsable de la irrealidad del lugar, pues todo, las calles, los edificios —hasta los anodinos ladrillos de los muros—, se hallaba a su servicio exclusivo. El mar lo había simplificado y abstraído todo, y el muelle, a su vez, había perdido su sentido de realidad y aparecía como instalado en un sueño. 

Además, estaba lloviendo. Los viejos muros de ladrillo destilaban un tinte oscuro de cinabrio que se aguaba en los charcos del suelo. Los mástiles que remataban las techumbres estaban empapados. 

Fusako, que deseaba pasar inadvertida, esperaba en el asiento trasero del coche. Por la ventanilla surcada de lluvia vio a los hombres de la tripulación, que salían uno a uno del cobertizo de madera deteriorado por las tormentas. Ryuji se detuvo un instante en el umbral, se levantó el cuello del chaquetón marinero y se embutió la gorra hasta los ojos. Luego, a paso ligero, se adentró en la lluvia con una vieja bolsa de cremallera. Fusako envió corriendo al chófer a su encuentro. 

Ryuji se dejó caer dentro del coche como un fardo de equipaje voluminoso y empapado. 

—Sabía que vendrías. Lo sabía —jadeó, apretando a Fusako por los hombros de su abrigo de visón. 

Con las mejillas arrasadas por la lluvia —¿o eran lágrimas?— y más moreno que nunca, vio que Fusako palidecía: su albo semblante parecía una ventana abierta en la penumbra interior del coche. Se besaron y lloraron. Ryuji deslizó las manos bajo el abrigo de Fusako y se aferró crispadamente a su cuerpo como buscando vida en alguien a quien acabara de salvar de morir ahogado; rodeó con los brazos aquella cintura frágil y volvió a colmar su corazón y su mente con cada detalle de la mujer que reencontraba. Hasta la casa el viaje solo llevaría unos seis o siete minutos, y al fin, mientras atravesaban Yamashita Bridge, pudieron iniciar con normalidad una conversación. 

—Gracias por las cartas. Las leí todas cientos de veces. 

—Y yo las tuyas. Espero que puedas quedarte por lo menos hasta Año Nuevo. 

—Gracias… ¿Cómo está Noboru? 

—Quería venir al muelle a recibirte, pero ha cogido un pequeño resfriado y se ha metido en la cama. Bah, no es nada, solo un poco de fiebre.

Yukio Mishima
El marino que perdió la gracia del mar

Relato de una traición ignorada y de una idealización frustrada, El marino que perdió la gracia del mar (1963) es una inmejorable forma de introducirse en el singular universo creativo de Yukio Mishima (1925-1970). Valiéndose de una prosa que sugiere tanto como dice y que utiliza con extraordinaria habilidad los silencios y las elipsis para dotar al relato de un ritmo característico, Mishima retrata en esta breve novela a través de su protagonista, Noboru, el abismo insalvable que se abre como una herida entre el desesperado intento de un clan de adolescentes de hallar su ubicación en el mundo mediante un código de conducta fuera de uso, y una sociedad ya irremediablemente convulsionada y despojada de su armonía tras la traumática derrota en la Segunda Guerra Mundial.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...