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15 diciembre 2021

15 de diciembre

Par condicio

Cuando Montalbano llegó recién nombrado a la comisaría de Vigàta, su colega saliente le hizo saber, entre otras cosas, que el territorio de Vigàta y sus alrededores era objeto de contencioso entre dos «familias» mafiosas, los Cuffaro y los Sinagra. Ambas intentaban poner fin a la larga disputa recurriendo, no a las instancias con papel sellado, sino a mortíferos disparos de lupara.

—¿Lupara? ¿Todavía? —se sorprendió Montalbano, porque aquel sistema le pareció arcaico en unos tiempos en los que las metralletas y las Kaláshnikov se adquirían en los mercadillos locales por cuatro cuartos.

—Es que los dos jefes de las familias locales son tradicionalistas —le explicó su colega—. Don Sisìno Cuffaro ha rebasado los ochenta, mientras que don Balduccio Sinagra ha cumplido ochenta y cinco. Debes comprenderlos, están apegados a los recuerdos de juventud y la escopeta de caza se encuentra entre los más queridos. Don Lillino Cuffaro, hijo de don Sisìno, que pasa de los sesenta, y don Masino Sinagra, el hijo cincuentón de don Balduccio, están impacientes, querrían suceder a sus progenitores y modernizarse, pero están atados a los padres que todavía son capaces de correrlos a bofetadas en medio de la plaza.

—¿Bromeas?

—En absoluto. Los dos viejos, don Sisìno y don Balduccio, son personas juiciosas, siempre quieren ir empatados. Si uno de la familia Sinagra mata a uno de la familia Cuffaro, puedes poner la mano en el fuego que al cabo de una semana uno de los Cuffaro dispara a uno de los Sinagra. De uno en uno solamente.

15 diciembre 2020

15 de diciembre

15 de diciembre. 

Ayer, a las dos, fui a pasear por los Campos Elíseos y al Bosque de Bolonia, en uno de esos días de otoño que tanto hemos admirado a orillas del Loira. Así, pues, he tenido ocasión de ver París. El aspecto de la Plaza de Luis XV es realmente bello, pero con esa belleza que crean los hombres. Yo iba muy arreglada, y melancólica, aunque bien dispuesta para la risa, con el semblante tranquilo bajo un sombrero encantador, y con los brazos cruzados. No he cosechado la más mínima sonrisa, no he conseguido que se detuviese un solo joven para contemplarme, nadie ha vuelto la cabeza para mirarme y, sin embargo, el coche iba con una lentitud muy en armonía con mi postura. Me equivoco: un duque encantador que pasaba hizo volver bruscamente su caballo. Este hombre, que ante el público ha puesto a salvo mi vanidad, era mi padre, cuyo orgullo, según he sabido, acababa de ser agradablemente halagado. He encontrado a mi madre, la cual, con el dedo, me ha enviado un pequeño saludo que parecía un beso. Mi buena Griffith, que no desconfiaba de nadie, miraba a diestro y siniestro. Me parece que una joven debe saber siempre dónde fija la mirada. Yo estaba furiosa. Un hombre ha examinado gravemente mi coche sin fijarse en mí. Este adulador era, probablemente, un carrocero. Me equivoqué al evaluar mis fuerzas: la belleza, ese raro privilegio que sólo Dios otorga, es algo mucho más común en París de lo que yo creía. Estúpidas melindrosas han sido graciosamente saludadas. Mi madre fue admirada de un modo extraordinario. Este enigma debe tener una clave y yo la buscaré. Los hombres, querida, me han parecido en general muy feos. Los que son guapos se parecen a nosotras, pero mal. 

No sé qué espíritu maligno habrá sido el que ha inventado su modo de vestir. Sorprende por su fealdad cuando se le compara con el de los siglos precedentes. Carece de belleza, de color y de poesía; no se dirige a los sentidos, ni a la inteligencia, ni a la vista y debe resultar incómodo; es ancho y corto. Sobre todo, me ha sorprendido el sombrero; es como un fragmento de columna y no se adapta a la forma de la cabeza; pero me han dicho que es más fácil provocar una revolución que hacer elegantes los sombreros. ¡Luego dirán que los franceses son ligeros! Los hombres resultan, por otro lado, completamente horribles, sea cual fuere el sombrero que lleven. No he visto más que semblantes fatigados y duros, en los que no hay calma ni tranquilidad; las líneas son poco armoniosas y las arrugas anuncian ambiciones frustradas, tristes vanidades. Es raro encontrar una bella frente. 

—¡Ah, he ahí a los parisienses! —le dije a miss Griffith. 

—Unos hombres muy amables e ingeniosos —me respondió. 
Me he callado. Se trata de una solterona de treinta y cinco años, cuyo corazón está lleno de indulgencia.

Honoré de Balzac
La casa del gato que juega a la pelota & otras historias

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  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...