Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
—Amén —dijo Athos—, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
—Pero esa criatura es un demonio —dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.
—Y esa firma en blanco —dijo D’Artagnan—, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos?
—No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.
—Querido Athos —dijo D’Artagnan—, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.
—Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? —preguntó Aramis.
—Exacto.
—¿Y tienes esa carta del cardenal? —dijo D’Artagnan.
—Aquí está —dijo Athos.
Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D’Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:
El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y para bien del Estado.
3 de diciembre de 1627.
RICHELIEU.
—En efecto —dijo Aramis—, es una absolución en toda regla.
—Hay que romper ese papel —exclamó D’Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.
—Muy al contrario —dijo Athos—, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
—¿Y qué va a hacer ahora ella? —preguntó el joven.
—Pues probablemente —dijo despreocupado Athos— va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.
—¡Vaya! —dijo Porthos—. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.
—No bromeo —respondió Athos.
—¿Sabéis —dijo Porthos— que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
—¿Qué dice el abate a esto? —preguntó tranquilamente Athos.
—Digo que soy de la opinión de Porthos —respondió Aramis.
—¡Y yo también! —dijo D’Artagnan.
—Suerte que ella está lejos —observó Porthos—; porque confieso que me molestaría mucho aquí.
—Me molesta en Inglaterra tanto como en Francia —dijo Athos.
—A mí me molesta en todas partes —continuó D’Artagnan.
—Pero puesto que la teníais —dijo Porthos—, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado? Sólo los muertos no vuelven.
—¿Eso creéis, Porthos? —respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo D’Artagnan comprendió.
—Tengo una idea —dijo D’Artagnan.
—Veamos —dijeron los mosqueteros.
—¡A las armas! —gritó Grimaud.
Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
—¿Y si volviéramos al campamento? —dijo Porthos—. Me parece que la partida no es igual.
—Imposible por tres razones —respondió Athos—; la primera es que no hemos terminado de almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.
—Bueno —dijo Aramis—, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.
—Es muy simple —respondió Athos—: tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos fuego mientras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
—¡Bravo! —exclamó Porthos—. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
—Señores —dijo Athos—, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su hombre.
—Yo tengo el mío —dijo D’Artagnan.
—Y yo el mío —dijo Porthos.
—Y yo ídem —dijo Aramis.
—¡Entonces fuego! —dijo Athos.
Los cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación y cuatro hombres cayeron.
Entonces batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
Con los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso de los que quedaban en pie no aminoraba.
Llegados al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga los acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
—¡Vamos; amigos míos! —dijo Athos—. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la muralla!
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el viento lo arrastrase, y desprendiéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito, una nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.
—¿Los habremos aplastado desde el primero hasta el último? —preguntó Athos.
—A fe que eso me parece —dijo D’Artagnan.
—No —dijo Porthos—, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Athos miró su reloj.
—Señores —dijo—, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que ser buenos jugadores, y además D’Artagnan no nos ha dicho su idea.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
Alexandre Dumas
Los tres mosqueteros
Las novelas de D’Artagnan
La acción se sitúa durante el reinado de Luis XIII, en Francia. D’Artagnan es un joven de 18 años, hijo de un noble gascón, antiguo mosquetero, de escasos recursos económicos. Se dirige a París con una carta de su padre para el señor de Treville, jefe de los Mosqueteros del Rey. En una posada, durante su ruta, D’Artagnan desafía a un caballero que acompaña a una bella y misteriosa dama.
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