08 diciembre 2021

8 de diciembre

IV - UN CAMPO DE MAÍZ, de noche. Altos maíces, delgados en el espacio. Cubiertos y coronados por sus panojas. Panojas de bigotes rubios y negros. De grano amarillo reluciente como plástico. En los buenos tiempos la recogida de maíz era una fiesta alegre. Por varios días los mozos y las mozas del amplio valle iban alegres a los campos, con banastas vacías. Pasaban las horas bajo el sol con el espinazo doblado, diciendo chistes y cuchufletas. Las mozas arrancaban con cuidado las dos o tres mazorcas de cada planta y las echaban en el regazo de su delantal. Delantales a rayas, levantados, las puntas remetidas en la cintura: formaban vientres de panojas amarillas, tostadas, segundos vientres de fertilidad. Los mozos iban recogiendo el fruto de los vientres femeninos y echaban las mazorcas en cestas de fino mimbre. Cargaban las cestas llenas en las altas espaldas. Atravesaban el campo. Se veían los hombros y cabezas moverse sobre los maíces. Se paraban aquí y allá, para dar una broma a una moza de viva respuesta o un pellizco a otra de buenas carnes y no enfadosa. Jugando, jugando, iban los granos de fécula naranja pasando de las plantas a los cestos. A mediodía tomaban la pitanza en un gran corro los jóvenes. En medio había botijos y porrones, hogazas de dos kilos de pan blanco, navajas, jamones y tortas de maíz amasado en sangre de cerdo. A veces también un gran caldero de alubias, habichuelas y repollo, con buenos trozos de tocino, chorizo y morcilla. La comida era todo risas y fuerza. Allí los mozos buscaban estar cerca de las que intentaban conquistar, de hacérseles agradables. A la caída del sol, después de once horas de trabajo, volvían todos en grupo, con las cestas repletas, sobre carros del país: de dos bueyes yugados, ruedas radiadas y una plataforma bordeada solamente por altos palos, cuatro a cada lado. Volvían cantando. Colocaban las panojas a secar en las solanas. Cuando acababa la recolección, todas las noches se reunían en casa de alguno a desgranar. Ardía el fuego en la chimenea de la habitación principal. Hacían apuestas entre ellos sobre la rapidez y perfección en desgranar. Bebían aguardiente en abundancia. Y comían boronos, jamón cortado a navaja de los que pendían del techo y pan de la gran hogaza. Colgaban las panojas con las vainas trenzadas adornando la baranda y las vigas de la solana. Luego las mujeres se iban, y quedaban los hombres trasegando vino y jugando a las cartas hasta avanzada noche.

«Pero eso era en los tiempos felices. Ahora… ¡Ahora, los campos de maíz fríos! ¡Abandonados en la oscuridad! Erectos, rodeados de empalizadas. No: los maíces no tienen empalizadas. Pero ahí están: las veo. El fruto se ha secado en la planta. Los bigotes rubios caen lacios. Las hojas están amarillas. Todo está seco. Seco, seco… El campo de maíz abandonado. El campo de maíz yermo. Grandes nubarrones cubren el valle. En algún lugar la luz de la luna se filtra y deja ver las masas de vientres llenos de agua.

»De pequeño, a veces la pandilla entraba con sigilo en un campo de maíz. A veces teníamos que escalar tapias y nos hacíamos resobones en las rodillas. Cogíamos los pelos lacios del maíz y nos los poníamos en el labio. Fruncíamos el labio superior y la nariz para que no se cayeran. Íbamos tan ufanos, un buen rato, a paso marcial, levantando las rodillas, gritándonos y pegándonos patadas. ¡Felices tiempos! Entonces yo era gordo. Sí. ¿Cómo era? No me acuerdo bien. Un niño gordo y pesadote con un bigote de maíz. Me veo. Sí. Me veo. Me gustaba una niña despeinada, rubia. Era delgada. Sí, era encantadora. Encantadora…

»Encantadora… Era muy mayor: tenía casi siete años. Pero yo tenía ocho. Llevaba un vestido rosa. Sí. Rosa. Me acuerdo… ¿Se ataba atrás? No estoy muy seguro. Algo rosa le colgaba siempre. ¿Eran las trenzas? No. El lazo. Sí, las trenzas rosas del vestido. Un día, por Santiago, al volver de la romería le di un beso. Tenía los ojos asustados. Cerca de un arroyo húmedo. Cantaba un grillo. Le oigo cantar. ¡Qué bien canta! Qué grillo más simpático. ¡Aquel día! Aquel día… ¡Volvimos al pueblo cogidos de la mano! Como dos personas mayores.

»¡El maíz! ¡El maíz! ¡Se quema! ¡Se está quemando! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿No lo ven? ¡Se está quemando el maíz! ¡El maíz! No lo regaron de pequeño y ahora está seco. ¡Y se quema! ¿Dónde están los mozos, que no lo regaron? ¡El fuego! ¡Lo quema! ¡Ah, en la colina, de fiesta! ¡Idiotas! ¡Eh! ¡Se os quema el maíz! ¡Está ardiendo! Yo, yo, … me quemo… ¡me quéémo! No veo, no veo, me está quemando el fuego. Y el maíz. ¡Ay! ¡Las llamas! ¡Las llamas! ¡Se acercan! ¿Qué hacéis? ¡Nubes, estúpidas! ¿Qué hacéis quietas? ¡Lloved! ¿No veis que me quemo? ¡Quee… me… que… mo! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!».

Sebastián se despertó. Aún oía retumbar en sus oídos el grito de ¡agua! Estaba frío. Sudaba. Respiraba entrecortado. La ropa de la cama estaba retorcida y caída en el suelo. No se dio bien cuenta. Aún medio dormido la recogió. La extendió a golpes torpes sobre sí. Abrió la puerta una criada, en enaguas.

—¿Qué le pasa, señorito? Ha gritado usted.

—Nada. Nada, una pesadilla.

—¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

Sebastián no entendió qué decía. Sólo entreoyó algo de «agua».

—Sí, por favor.

La criada volvió con el vaso. Era una moza de buen ver, rubicunda, de veinte años. Por las enaguas asomaban dos senos bien rellenos.

—Aquí tiene.

Le impresionó el aspecto de Sebastián.

—¿Quiere que me quede un rato, por si necesita algo?

—No. Gracias, no te molestes. Otro vaso, por favor.

Trajo un segundo vaso.

—No beba tan aprisa, que le va a hacer daño.

—¿He gritado mucho?

—No sé. Yo me he despertao. ¡Y duermo fuerte!

—¿No se habrá despertado mi madre?

—No. La señora no está en casa esta noche. Y el señorito Pedro, ya sabe, de fiesta.

—¡Ah! Me siento mucho mejor. Gracias.

Le dio el vaso vacío.

—¡Huy! Está usted sudando. Tápese, que se va a enfriar.

Le arropó. Sebastián, aún medio dormido, le dejó hacer. Tuvo una idea:

—Me voy a levantar.

—Pero, ¡señorito! Son las cuatro y media. Debe dormir. ¿Apago la luz?

—¡No! No, por favor.

—Bueno, me quedaré hasta que duerma.

Se sentó de costado en el borde de la cama. De repente, Sebastián notó que estaba desvelado.

—Tiene usted el pijama empapado. Voy a traer otro.

Sebastián se encogió de hombros. Remoloneó; para incitar a la muchacha a que le pusiera el pijama. Hacía que aún seguía pasmado. Tras algún tira y afloja la muchacha le puso el pijama nuevo. Con los movimientos de la faena Sebastián pudo a su gusto observar el cuerpo terso de la muchacha.

—Va a coger frío. Póngase algo.

—Me vestiré.

—No, mujer. No se fastidie por mí. Échese algo encima.

—¿Qué me voy a echar? No tengo nada.

—Pues métase aquí.

—¡Señorito! Es usted un fresco.

—¡Vamos, no sea tonta! Le prometo que me portaré bien.

A la moza no le disgustaba en serio la idea.

A la mañana siguiente Sebastián no fue a la Universidad. Se levantó a las doce. Estaba cansado. Tenía sueño. Más que nunca. Al recordar el término que tuvo el asunto se sonreía. La tenía cazada.

Luis, Miguel, Sebastián, Melletis, en seguida se hicieron amigos. Un día, cerca de diciembre, fueron al cine. Estaban próximos los exámenes. Salieron de prácticas de Física y decidieron que estaban demasiado cansados para estudiar. En el bar, ante unos cuba-libres, estuvieron un rato. De repente uno se levantó:

—Me voy al cine.

Los otros tres le siguieron.

Esta irregularidad cometida en común les formó definitivamente conciencia de grupo.

Fue la primera celda surgida en el grupo de prácticas. Sin intentarlo, fueron los más fuertes. Representaban una cohesión. Los que se solían sentar en los bancos próximos comenzaron a girar a su alrededor.

Había por allí una chica estupenda, guapa y bien formada. Y sonriente. Los cuatro, sin acordarlo, se propusieron captarla.

Excepto Miguel, que tenía novia.

Miguel, al llegar a Madrid en setiembre, venía cohibido. Bajó del tren y se quedó paralizado. Quedó quieto, con la maleta en la mano y la gabardina al brazo. La multitud le envolvía. La gente —¡cuánta gente!— iba despacio hacia la salida, con bolsas, revistas y gabardinas al brazo. Decía:

—¡Oye! ¡Qué bien te encuentro! ¿Pero, qué has hecho, hija? Parece que tuvieras treinta años.

Y recalcaban especialmente el «hija» y el «parece». «Ya sé que no los tienes».

—Y, ¡tú estás hecho un hombrecito! ¡Cuánto has crecido! ¡Qué tostao vienes! Cuando te conocí eras así de chiquitín, ¡y con una cara goorda, gordita! ¡Qué mono eras!

—¿Habéis desayunado? ¿Qué tal el viaje? ¿Buena gente en el compartimiento? ¿Queréis desayunar en la cafetería? No, es mejor en casa. Allí os podéis poner cómodos. Os tengo preparado un café con churros…

Y hablaban, hablaban. Todos en alta voz.

El reloj marcaba las nueve y cuarto.

Anduvo unos pasos. Se paró.

La máquina emitía un runrún de fuerza. Los topes estaban totalmente untados de grasa.

El reloj, el gran reloj de la estación, marcaba las nueve y veintidós.

De repente se decidió. Salió a toda prisa. Buscó un bar para tomar un bocadillo. Tenía hambre.

Aquel día pasó buscando una pensión. Al final se quedó en una que iba con su bolsa. Durmió mucho y bien.

Se despertó con la excitación de estar en Madrid. Salió a dar un paseo. Volvió a la hora de comer, puntual. Después salió de nuevo, hasta las nueve. Al volver se dedicó a colocar la ropa en el armario. La miró con pena: estaba arrugada. La tendría que planchar.

Pocos días después, con los papeles oficiales, fue a la Ciudad Universitaria dispuesto a matricularse. Disfrutó al ver campo de nuevo. Pero tuvo que estar toda la mañana en las colas de las oficinas y aún así no llegó a terminar la matrícula. Volvió al día siguiente. Terminó las gestiones a la una. Regresó a la pensión apresuradamente a comer. Por la tarde paseó por la Universitaria. Y lo mismo en los días que siguieron.

Recibió una carta de su casa. Le contaban que el pequeño tenía anginas. Que Nando, el tercero, ya había ido a Cáceres para la Escuela de Comercio y escribía muy contento. La cerda pinta había adelgazado mucho en los últimos días. Habían llamado al veterinario, pero aún no había ido. Le recomendaban, por último, que no dejara de visitar a don Luis y su esposa.

Don Luis Serrano Sánchez y su esposa Ana vivían desde hacía quince años en una casa de la calle de la Palma Alta. Antes, él había sido secretario del Ayuntamiento de Carrascalejo de la Sierra (provincia de Cáceres), el pueblo de Miguel. Carrascalejo era un lugar llano, de calles de piedra y casas de adobe. E iglesia de gótico final con un precioso retablo en mosaico de Talavera, tan azul. Allí intimó con don Felipe Torcaz y Fernández de Trujillo, a la sazón alcalde de Carrascalejo de la Sierra, y padre de Miguel. Y con su mujer, Guadalupe González Mayoral, madre de Miguel, según fe del Registro Civil de aquel Excelentísimo Ayuntamiento. Don Felipe y don Luis no se veían desde siete años atrás, cuando don Felipe pasó dos días en la capital a causa de un papeleo en el Ministerio de Justicia. Don Felipe era ahora un hombre de respeto en el lugar, que trataba con primor sus cerdos y cultivaba la pequeña tierra de avena lindante con el encinar. Don Luis trabajaba en las oficinas del Ayuntamiento de la capital. Su buen humor y su privilegiada posición para recibir, difundir y aun fabricar chistes políticos y picantes le hacían miembro destacado de una peña que se reunía en un café de la Glorieta de Bilbao. Tenía papada, estómago y vientre de gustador de la mesa.

Cuando el hijo de Felipe le llamó, don Luis tuvo una gran alegría. Le agradaba recibir gente, le agradaba la gente joven y además tenía interés particular en conocer al hijo mayor de Felipe, al que sólo había visto en fotografías.

Cuando Miguel llegó a casa de don Luis encontró a Carmen Gracia, muchacha de dieciséis años que empezaba Preuniversitario en un colegio, interna, hija de otros amigos de don Luis y su esposa Ana.

A las dos semanas eran novios. En adelante todos los domingos don Luis invitaba a Miguel y a Carmen. El contento de ver que se entendían le hacía a veces descuidarse: llegó a contar algún chiste subido de tono. Miguel se ponía siempre colorado. Carmen no los solía entender. Ni uno ni otro decían nada. Su esposa Ana decía con la boca fruncida: «Luis, Luis, cuidado que hay oídos inocentes», «Ya sabes que no me gustan los chistes verdes. No me hacen gracia». Don Luis se reía frondosamente. El ambiente acogedor de don Luis y su esposa Ana facilitaba el disimulo. Pero don Luis, alegre, escribió corriendo a los padres de Miguel y a los de Carmen, dándoles la noticia evidente. Ambas familias fueron muy discretas. No hicieron ninguna referencia al asunto en las cartas que regularmente escribían a sus hijos. Tenían un prudente contento.

Miguel y Carmen salían los sábados a dar un paseo de siete y media a nueve y media. Iban al parque del Oeste o a la Universitaria y luego tomaban una cerveza en el paseo de Rosales. El otoño era azul limpio, casi transparente. Sobre los pinos y matorrales de la Casa de Campo se ponía el sol. Por el lecho de la vaguada del Manzanares pasaba de vez en cuando un tren de mercancías tranquilo o un correo.

En los días de entre semana, Miguel iba a la Facultad. Sentía el edificio apaisado como un desafío. Deseaba con toda ansia aprobar, ganar al edificio silencioso, tranquilo en su ladrillo rosa, que veía pasar sin inmutarse generaciones y generaciones de suspensos. El curso era una laguna negra y fangosa que le separaba de la orilla. Una vez pasado, todo era tierra firme: ¿ingeniería o químicas? Aún no se había decidido.

Un amigo de Melletis, Fry, daba un guateque el 8 de diciembre. Melletis invitó a Sebastián y a Luis; y a Blanca. Blanca era campeona de esquí. Tenía que ir a la Sierra a entrenarse. No pudo ir.

Juan Antonio Payno
El curso
Premio Nadal - 1961

El curso, un retrato atípico de la juventud universitaria de los años 50 con fuerte carga autobiográfica, fue en su tiempo un éxito de ventas y revolucionó el panorama literario español.

En su momento fue considerada una obra escandalosa. Su autor, Juan Antonio Payno, un joven madrileño de 19 años —el autor más joven en obtener el premio Nadal—, asistía incrédulo a la polémica que su novela había suscitado entre los incansables defensores de la moral impuesta por el régimen franquista, que llegaron a calificarle de neurasténico y obseso sexual. La Asociación de Padres de Familia exigió la retirada del libro «Lo que se cuenta en esta novela —dijeron— es una vida de mórbidas insustancialidades, de orgías, de vagancias, de una juventud para la que Dios no cuenta».

Con semejantes antecedentes, no es de extrañar que aquel mismo año El premio se convirtiera en una de las diez novelas más leídas en España.

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