LA CRISIS DE LAS MASCOTAS
El subempleo y el hacinamiento han llegado a las roscas de Reyes, al menos yo me saqué tres muñequitos (en total había seis). Nuestra endeble democracia convive con este nuevo sistema parlamentario: ahora hay que tener mayoría de muñecos. El Día de la Candelaria haré la fiesta a la que me compromete la bancada que me tocó en el pastel.
Pero el drama de la noche de Reyes no tuvo que ver con los muñecos sino con los sucesos que lo antecedieron. Todo empezó porque nuestra hija de cinco años entró en tratos directos con Santa Claus y pidió que trajera un perro del Polo Norte.
Uno de los grandes misterios de la vida contemporánea es que no todos los perros son gratis. Tengo un amigo que duerme con un Cocker Spaniel; para permitirle subir a la cama, el perro le exige una galleta. ¿Es posible pagar por una relación social de este tipo? Los perros muerden las pantuflas, se orinan en el hielo del vendedor de raspados, ladran desde cualquier azotea, nos acompañan con absoluta ubicuidad (dos millones de ellos recorren las calles de la ciudad de México). Comprar uno debería ser tan extravagante como alquilar un hijo. Y sin embargo los perros se venden.
Mi hija Inés y yo solemos leer un libro pequeño: Canes del mundo. Por ese medio supimos que las cruzas refuerzan y el pedigrí debilita. Pero de nada me sirvió elogiar el color amarillo de los perros callejeros. La sabiduría del libro pequeño no es apreciada por una familia que cree en los regalos y distingue a la gente tacaña.