14 diciembre 2021

14 de diciembre

TRES

La policía apareció a la hora de la comida. Se habían tomado en serio la carta al Herald y el detective a cargo del caso tenía que hacerle a Sammy unas cuantas preguntas sobre Joe.

Sammy le contó al detective, un hombre llamado Lieber, que no había visto a Joe Kavalier desde la tarde del 14 de diciembre de 1941 en el muelle 11, el día que Joe zarpó para iniciar su instrucción básica en Newport, Rhode Island, a bordo de un paquebote llamado Comet. Joe nunca había contestado a ninguna de sus cartas. Luego, hacia el final de la guerra, la madre de Sammy, en calidad de pariente más cercana, había recibido una carta de la oficina de James Forrestal, el Secretario de la Marina. Decía que Joe había sido herido o había enfermado en el cumplimiento de su deber. La carta era imprecisa sobre la naturaleza de la herida y el escenario de guerra. También decía que llevaba cierto tiempo recuperándose en bahía de Guantánamo en Cuba, pero que en breve lo iban a licenciar y le iban a conceder una distinción. Al cabo de dos días, llegaría a Newport News a bordo del Miskatonic. Sammy había ido hasta Virginia en un autobús Greyhound para recogerlo y llevarlo a casa, pero de alguna forma Joe se las había arreglado para escapar.

—¿Escapar? —dijo el detective Lieber. Era un hombre sorprendentemente joven, un judío rubio de manos gordezuelas con un traje gris que parecía caro sin resultar ostentoso.

—Era un talento que tenía —dijo Sammy.

Por entonces, la desaparición de Joe había sido una pérdida en cierta forma más genuina que la que representa la muerte. No estaba simplemente muerto, lo cual habría querido decir que estaba localizable. No, lo cierto era que lo habían perdido. Se había subido al barco en Cuba. Existían pruebas documentales de este hecho en forma de firmas y de números de serie en un registro de transporte médico. Pero cuando el Miskatonic atracó en Newport News, Joe ya no estaba a bordo. Había dejado una breve carta. Aunque su contenido estaba clasificado, uno de los detectives de la marina le había asegurado a Sammy que no se trataba de una nota de suicidio. Cuando Sammy regresó de Virginia, después de un viaje gris e interminable de vuelta por la autopista federal US-1, se encontró su casa de Midwood inundada de banderitas. Rosa había preparado un pastel y había hecho una pancarta para darle la bienvenida a Joe. Ethel se había comprado un vestido nuevo y se había arreglado el pelo, permitiéndole a la peluquera que le tiñera las canas. Los tres —Rosa, Ethel y Tommy— se quedaron sentados en el salón, llorando debajo de las guirnaldas de papel crepé. En los meses siguientes, urdieron toda clase de teorías descabelladas y violentas para explicar lo que le había pasado a Joe y siguieron todas las pistas y rumores. Debido a que nadie se lo había arrebatado, no parecían capaces de olvidarse de él. Con el paso de los años, sin embargo, la intensidad de la rabia y el horror de Sammy por la conducta de Joe remitió inevitablemente. Pensar en su primo perdido le seguía causando dolor. Pero al fin y al cabo, ya casi hacía nueve años.

—Se formó en Europa como escapista —le dijo al detective Lieber—. De ahí sacamos la idea para el Escapista del cómic.

—Yo lo leía —dijo el detective Lieber. Carraspeó y miró a su alrededor, a las páginas de dibujos y portadas enmarcadas de varios títulos de Pharaoh que adornaban la oficina de Sammy. En la pared de detrás de Sammy colgaba la imagen enormemente ampliada de una viñeta de una historia que Rosa había hecho para Frontier Comics, la única historia de superhéroes que Rosa había dibujado nunca. Mostraba al Lobo Solitario y al Cachorro, con monos ajustados de gamuza y cascos lobunos, con los brazos del uno en los hombros del otro. Detrás de sus espaldas asomaban los rayos resplandecientes de una salida del sol en Arizona. El Lobo Solitario estaba diciendo: «¡BUENO, SOCIO, PARECE QUE VA A SER UN DÍA MARAVILLOSO!». Rosa había preparado la ampliación ella misma y la había hecho enmarcar para el último cumpleaños de Sammy. Se veían los puntos de la litografía —eran tan grandes como botones de camisa— y de alguna forma la escala de la imagen le daba una solemnidad surrealista.

—Me temo que no conozco mucho lo que hacen aquí —dijo el detective Lieber, mirando a aquel Lobo Solitario enorme con cara vagamente perpleja.

—Poca gente lo conoce —dijo Sammy.

—Estoy seguro de que es interesante.

—No esté tan seguro.

Lieber se encogió de hombros.

—Muy bien, hay algo que no entiendo. ¿Por qué iba a querer «escaparse», tal como usted dice? Acababa de licenciarse. Volvía de algún lugar olvidado de Dios. Por lo que parece, lo pasó bastante mal. ¿Por qué no iba a querer ir a casa?

Sammy no respondió de inmediato. Ya se le había ocurrido una respuesta, pero como le resultaba frívola se la calló. Luego lo consideró un momento y vio que era muy posible que fuera la respuesta correcta a la pregunta del detective Lieber.

—Lo cierto es que no tenía casa a la que volver —dijo Sammy—. O al menos esa era la impresión que debía de darle.

—¿Y su familia en Europa?

—Todos muertos. Todos, su madre, su padre y su abuelo. El barco en el que iba su hermano pequeño fue torpedeado. No era más que un niño, un refugiado.

—Dios mío.

—Fue un desastre.

—¿Y desde entonces nunca ha tenido noticias de su primo? Ni siquiera…

—Ni una postal. Y he hecho un montón de pesquisas, detective. He contratado a detectives privados. La marina llevó a cabo una investigación. Y nada.

—¿Cree usted…? Seguramente ha considerado la posibilidad de que esté muerto, ¿no?

—Puede que lo esté. Mi mujer y yo lo hemos discutido todos estos años. Pero de alguna forma creo… Creo que no lo está.

Lieber asintió y se volvió a guardar el cuaderno en el bolsillo de su elegante traje gris.

—Gracias —dijo. Se puso de pie y estrechó la mano de Sammy. Sammy lo acompañó hasta el ascensor.

—Parece usted tremendamente joven para ser detective —dijo Sammy—. Si no le molesta que se lo diga.

—Sí, pero tengo el corazón de un anciano de setenta años —dijo Lieber.

—¿Es usted judío, si no le molesta mi pregunta?

—No me molesta.

—No sabía que estuvieran nombrando detectives judíos.

—Acaban de empezar —dijo Lieber—. Yo soy algo así como el prototipo.

El ascensor se detuvo con un ruido sordo y Sammy arrastró a un lado la puerta de la jaula traqueteante.

El suegro de Sammy estaba dentro, vestido con un traje de tweed. La chaqueta tenía charreteras y bastante tela como para vestir a dos escoceses para ir a cazar el urogallo. Cuatro o cinco años antes, Longman Harkoo había dado una serie de conferencias en la New School sobre la conexión íntima entre catolicismo y surrealismo, tituladas «El superego, el ego y el Espíritu Santo». Habían sido unas conferencias desganadas, confusas y apenas había asistido nadie, pero desde entonces Siggy había abandonado sus caftanes y su toga doctoral en favor de un atuendo más académico. Todos sus enormes trajes estaban hechos, pésimamente, por el mismo sastre de Oxford que malvestía a la flor y la nata del mundo académico inglés.

—Tiene miedo de que estés furioso con él —dijo Saks—. Ya le hemos dicho que no lo estarías.

—¿Lo ha visto usted?

—Oh, mucho más que verlo —sonrió—. Está…

—¿Ha visto a Joe y nunca nos ha dicho nada a mí o a Rosa?

—¿A Joe? ¿Hablas de Joe Kavalier? —Saks pareció perplejo. Abrió la boca y la volvió a cerrar—. Hum —dijo. Parecía que algo no cuadraba en su mente.

—Este es mi suegro, el señor Harkoo —le dijo Sammy a Lieber—. Señor Harkoo, este es el detective Lieber. No sé si ha visto el Herald de hoy, pero hay…

—¿Quién hay detrás de usted? —dijo Lieber, mirando el interior del ascensor, más allá del enorme bulto pardusco de Siggy Saks. El hombretón se hizo a un lado con agilidad y con cierto aire de expectación risueña, como si estuviera levantando el telón de un número de ilusionismo recién ejecutado. Aquel breve abracadabra hizo aparecer al niño de once años llamado Thomas Edison Clay.

—Lo he encontrado en mi puerta. Literalmente.

—Maldita sea, Tommy —dijo Sammy—. Te he acompañado al edificio. Te he visto entrar en tu aula. ¿Cómo has salido?

Tommy no dijo nada. Se limitó a mirar el parche que tenía en las manos.

—Otro escapista —dijo el detective Lieber—. Debe ser cosa de familia.

Michael Chabon
Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay

En la alucinante recreación del Nueva York de los años 40 que sigue a continuación caben el amor, los celos, la bohemia, las reflexiones sobre la creación y toda una serie de elementos que recrean nuevamente el mundo glamouroso de Chabon, un mundo que nunca deja de ser tierno, optimista ni divertido y que sorprendentemente nunca resulta cursi.

La novela narra la historia de Sam y Joe, dos jóvenes creadores que por diversas razones combinan sus talentos para ayudar en el esfuerzo de guerra. Crear al Escapista, un superhéroe judío que viaja a Europa a luchar contra Hitler, y librar una guerra privada en el marco de la Segunda Guerra mundial, encontrar el amor (y perderlo) y ver como lo que han construido les puede ser arrebatado cualquier día debido a la tiranía del mercado. También es un repaso brillante a las pulsiones de una época a la gente que trabajaba para crear mitos modernos. Las páginas de este libro están salpicadas de referencias a Chester Gould, Will Eisner, Lee Falk, Alex Raymond, e incluso a Jack Kirby y Stan Lee como parte de la evolución de un género que no siempre tomó el mejor de los caminos.

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