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01 octubre 2024

Al día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park.

 Al día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park. Debíamos de ser unos treinta o cuarenta aquella mañana, un grupo de amigos, parientes y colegas escritores, sin representantes de ninguna religión y sin nadie que mencionara a Dios entre quienes tomaron la palabra. Grace no sabía nada de la muerte de John, y sus padres y yo habíamos decidido ocultárselo mientras pudiéramos. Bill fue conmigo a la ceremonia, pero Sally se quedó en el hospital con Grace, a quien habíamos dicho que su padre se volvía a Virginia y que yo lo acompañaba al aeropuerto. Grace iba mejorando a ojos vistas, pero aún no tenía fuerzas suficientes para resistir un golpe de tal magnitud. Las tragedias de una en una, dije a sus padres, eso es más que suficiente. Como las gotas que caían de la bolsa de plástico a la sonda introducida en el brazo de Grace, la poción tenía que administrarse en pequeñas dosis. La pérdida del niño era más que suficiente por el momento. Lo de John podía esperar hasta que se hubiera recuperado lo bastante para resistir otra embestida de dolor.

Nadie mencionó a Jacob en la ceremonia, pero estuvo presente en mi pensamiento mientras escuchaba al hermano de John y a Bill y a otros amigos pronunciar el panegírico bajo la resplandeciente luz de aquella mañana de otoño. Qué desgracia que un hombre muera antes de tener ocasión de llegar a viejo, dije para mis adentros, qué deprimente pensar en la obra que aún tenía por delante. Pero si John tenía que morir ahora, pensé, entonces mejor que hubiera muerto el lunes, y no el martes o el miércoles. De haber vivido otras veinticuatro horas, se habría enterado de lo que Jacob había hecho a Grace, y estaba seguro de que nada más saberlo se habría muerto. Y tal como estaban las cosas, nunca tendría que enfrentarse al hecho de que había engendrado un monstruo, no tendría que soportar la carga del ultraje perpetrado por su hijo contra la persona a la que él más quería en el mundo. Jacob se había convertido en lo innombrable, pero yo me consumía de odio hacia él y esperaba con impaciencia el momento en que la policía lo atrapara finalmente para tener ocasión de testificar contra él en un tribunal. Para mi eterno pesar, nunca se me dio esa oportunidad. Mientras estábamos en Central Park aquella mañana rindiendo las honras fúnebres a su padre, Jacob ya estaba muerto. Ninguno de nosotros podíamos saberlo entonces, porque pasaron otros dos meses antes de que su cadáver descompuesto se descubriera —envuelto en un plástico negro y tirado en un contenedor de escombros— en una obra abandonada cerca del río Harlem en el Bronx. Lo habían matado de dos tiros en la cabeza. Richie y Phil no eran criaturas de su imaginación, y cuando en el juicio a que se los sometió al año siguiente se presentó como prueba el informe del forense, resultó que cada bala había sido disparada por una pistola distinta.
Aquel mismo día (1 de octubre), la carta enviada desde Manhattan por Madame Dumas llegó a su destino en Brooklyn. La encontré en el buzón después de volver a casa de Central Park (para cambiarme de ropa antes de ir de nuevo al hospital), y como en el sobre no había remite, no supe de quién era hasta que subí a casa y la abrí. Trause había escrito la carta a mano, y la caligrafía era tan irregular, de tan precipitada ejecución, que me costó trabajo descifrarla. Tuve que repasar varias veces el texto antes de conseguir desvelar el misterio de su letra ganchuda e ilegible, pero en cuanto logré traducir aquellos trazos en palabras, pude oír la voz de John: una voz viva, que me hablaba desde la otra orilla de la muerte, desde el otro lado de la nada. Luego encontré el cheque dentro del sobre, y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Vi las cenizas de John brotando de la urna en el parque aquella mañana. Vi a Grace, postrada en la cama del hospital. Me vi a mí mismo rompiendo las hojas del cuaderno azul, y al cabo de un rato —por decirlo con las palabras de Richard, el cuñado de John— me llevé las manos a la cara y sollocé hasta que no pude más. No sé cuánto tiempo pasé así, pero mientras las lágrimas manaban de mis ojos, me sentía feliz, más feliz por estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda la fealdad y la belleza del mundo. Finalmente, el llanto cedió y me dirigí a la habitación a cambiarme de ropa. Diez minutos después, estaba otra vez en la calle, camino del hospital para ver a Grace.

Paul Auster
La noche del oráculo

Sidney Orr, escritor, se recupera de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Compra un cuaderno azul y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, enfermo y poseedor de otro exótico cuaderno azul le ha hablado de Flitcraft, un personaje fugaz de El halcón maltés, que sobrevivió a un roce con la muerte y abandonó todo para inventarse otra vida. En la novela que Orr está escribiendo, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte, parte rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce…

31 diciembre 2021

31 de diciembre

 EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje picaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

01 octubre 2021

1 de octubre

Al día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park. Debíamos de ser unos treinta o cuarenta aquella mañana, un grupo de amigos, parientes y colegas escritores, sin representantes de ninguna religión y sin nadie que mencionara a Dios entre quienes tomaron la palabra. Grace no sabía nada de la muerte de John, y sus padres y yo habíamos decidido ocultárselo mientras pudiéramos. Bill fue conmigo a la ceremonia, pero Sally se quedó en el hospital con Grace, a quien habíamos dicho que su padre se volvía a Virginia y que yo lo acompañaba al aeropuerto. Grace iba mejorando a ojos vistas, pero aún no tenía fuerzas suficientes para resistir un golpe de tal magnitud. Las tragedias de una en una, dije a sus padres, eso es más que suficiente. Como las gotas que caían de la bolsa de plástico a la sonda introducida en el brazo de Grace, la poción tenía que administrarse en pequeñas dosis. La pérdida del niño era más que suficiente por el momento. Lo de John podía esperar hasta que se hubiera recuperado lo bastante para resistir otra embestida de dolor.
Nadie mencionó a Jacob en la ceremonia, pero estuvo presente en mi pensamiento mientras escuchaba al hermano de John y a Bill y a otros amigos pronunciar el panegírico bajo la resplandeciente luz de aquella mañana de otoño. Qué desgracia que un hombre muera antes de tener ocasión de llegar a viejo, dije para mis adentros, qué deprimente pensar en la obra que aún tenía por delante. Pero si John tenía que morir ahora, pensé, entonces mejor que hubiera muerto el lunes, y no el martes o el miércoles. De haber vivido otras veinticuatro horas, se habría enterado de lo que Jacob había hecho a Grace, y estaba seguro de que nada más saberlo se habría muerto. Y tal como estaban las cosas, nunca tendría que enfrentarse al hecho de que había engendrado un monstruo, no tendría que soportar la carga del ultraje perpetrado por su hijo contra la persona a la que él más quería en el mundo. Jacob se había convertido en lo innombrable, pero yo me consumía de odio hacia él y esperaba con impaciencia el momento en que la policía lo atrapara finalmente para tener ocasión de testificar contra él en un tribunal. Para mi eterno pesar, nunca se me dio esa oportunidad. Mientras estábamos en Central Park aquella mañana rindiendo las honras fúnebres a su padre, Jacob ya estaba muerto. Ninguno de nosotros podíamos saberlo entonces, porque pasaron otros dos meses antes de que su cadáver descompuesto se descubriera —envuelto en un plástico negro y tirado en un contenedor de escombros— en una obra abandonada cerca del río Harlem en el Bronx. Lo habían matado de dos tiros en la cabeza. Richie y Phil no eran criaturas de su imaginación, y cuando en el juicio a que se los sometió al año siguiente se presentó como prueba el informe del forense, resultó que cada bala había sido disparada por una pistola distinta.
Aquel mismo día (1 de octubre), la carta enviada desde Manhattan por Madame Dumas llegó a su destino en Brooklyn. La encontré en el buzón después de volver a casa de Central Park (para cambiarme de ropa antes de ir de nuevo al hospital), y como en el sobre no había remite, no supe de quién era hasta que subí a casa y la abrí. Trause había escrito la carta a mano, y la caligrafía era tan irregular, de tan precipitada ejecución, que me costó trabajo descifrarla. Tuve que repasar varias veces el texto antes de conseguir desvelar el misterio de su letra ganchuda e ilegible, pero en cuanto logré traducir aquellos trazos en palabras, pude oír la voz de John: una voz viva, que me hablaba desde la otra orilla de la muerte, desde el otro lado de la nada. Luego encontré el cheque dentro del sobre, y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Vi las cenizas de John brotando de la urna en el parque aquella mañana. Vi a Grace, postrada en la cama del hospital. Me vi a mí mismo rompiendo las hojas del cuaderno azul, y al cabo de un rato —por decirlo con las palabras de Richard, el cuñado de John— me llevé las manos a la cara y sollocé hasta que no pude más. No sé cuánto tiempo pasé así, pero mientras las lágrimas manaban de mis ojos, me sentía feliz, más feliz por estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda la fealdad y la belleza del mundo. Finalmente, el llanto cedió y me dirigí a la habitación a cambiarme de ropa. Diez minutos después, estaba otra vez en la calle, camino del hospital para ver a Grace.

Paul Auster
La noche del oráculo

Sidney Orr, escritor, se recupera de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Compra un cuaderno azul y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, enfermo y poseedor de otro exótico cuaderno azul le ha hablado de Flitcraft, un personaje fugaz de El halcón maltés, que sobrevivió a un roce con la muerte y abandonó todo para inventarse otra vida. En la novela que Orr está escribiendo, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte, parte rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce…

22 agosto 2021

22 de agosto

 Una semana después (22 de agosto), aún en el apartamento de tu madre, en Newark, con Bob P. ya ausente sin duda, una confusa carta de seis páginas que, extraña y pretenciosamente, arranca con una serie de frases entrecortadas: «Aquí. Estoy aquí. Sentado. Quiero empezar, pero poco a poco, porque siento el impulso de decirme que debo seguir durante un tiempo, quizá demasiado… Oirás, ahora, antes de que diga aquello que quiero decirte aquí sentado, cosas, tonterías, lo que llaman noticias, o cháchara, pero que yo denomino, quizá tú también…, “ejercicio de calentamiento”, que es, te lo aseguro, una simple manera de hablar, porque desde luego ya tengo bastante calor (es verano, ya sabes).» Tras algunas observaciones morbosas sobre el horror y la inevitabilidad de la muerte, cambias de pronto de tema y declaras tu intención de hablar únicamente de cosas alegres. «Mientras bajaba no hace mucho por el monte Putney, después de haber ascendido hasta la cumbre, me vino súbitamente a la cabeza, como un relámpago, por así decir, o tuve conocimiento, mejor dicho, de la única cosa verdaderamente cómica del mundo. Lo que no equivale a afirmar que no haya muchas cosas cómicas. Pero no son puramente cómicas, porque todas tienen su lado trágico. Sin embargo, esta siempre lo es, nunca falla. Es el pedo. Ríete si quieres, pero eso solo reforzaría mi argumento. Sí, siempre resulta gracioso, nunca puede tomarse en serio. La más encantadora de todas las debilidades humanas». Luego, tras otro giro inopinado «(He parado a encender un cigarrillo: de ahí el hiato en la sempiterna línea recta de mi pensamiento)»,

23 diciembre 2020

23 de diciembre

El 19 de diciembre, tres días después de la conversación de Ferguson con Noah, el New York Times informó de que soldados estadounidenses habían penetrado en la zona de guerra de Vietnam del Sur y estaban participando en operaciones tácticas con orden de disparar si eran atacados. Junto con un envío de cuarenta helicópteros, cuatrocientos soldados entrenados para el combate habían llegado a Vietnam del Sur una semana antes. Más aviones, vehículos terrestres y embarcaciones anfibias iban de camino. En total, había ahora dos mil norteamericanos de uniforme en Vietnam del Sur, en vez de los 685 miembros del grupo de asesores militares del que se había informado oficialmente.

Cuatro días después, el 23 de diciembre, el padre de Ferguson se marchó dos semanas de viaje a California, a visitar a sus hermanos y sus familias. Era el primer descanso del trabajo que se tomaba desde hacía años, el último se remontaba a diciembre de 1954, cuando fue con la madre de Ferguson a Miami Beach para pasar diez días de vacaciones de invierno. Esta vez, la madre de Ferguson no fue con él. Tampoco lo acompañó al aeropuerto para despedirse el día que se marchó. Ferguson había oído a su madre hablar mal de sus cuñados bastantes veces para saber que no tenía interés en verlos, pero aun así debía de haber algo más, porque en cuanto su padre se fue, ella empezó a mostrarse más inquieta que nunca, preocupada, taciturna, incapaz, por primera vez que él recordara, de seguir una conversación, y su ensimismamiento era tan profundo que Ferguson se preguntaba si no estaría dándole vueltas a su situación matrimonial, que al parecer había dado un giro definitivo con la marcha en solitario de su padre a Los Ángeles. Puede que ahora la bañera no estuviera solo fría. Quizá estaba glacial, a punto de congelarse y convertirse en un bloque de hielo.

Paul Auster

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22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...