Érase una vez…
Érase una vez, les contaban a los niños, un muchacho indio de diecisiete años que murió linchado y ahorcado de un gran roble a orillas del lago, a menos de un kilómetro de casa. El roble se llamaba Árbol del Ahorcado. Pero ya no existía…, lo habían talado hace muchos años.
—¿Por qué lo ahorcaron? —preguntaron los niños.
—Porque creían que había provocado un incendio. Un granero ardió en llamas y pensaron que lo habían hecho los indios.
—Pero ¿lo había hecho él?
—Tu tío abuelo Louis creía que no, aunque no estaba seguro.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué les pasó a los indios?
Al muchacho lo mataron, luego arrastraron su cuerpo por todo el pueblo y terminaron en una taberna a orillas del río. Es probable que lo enterraran. En cuanto al resto de los indios…, huyeron, como hacían siempre. Sin embargo, al cabo del tiempo regresaron.
—¿No tenían miedo?
—Bueno…, el caso es que regresaron.
Fredericka le leía a su hermano en voz alta y acompañaba su lectura con bufidos de furiosa desesperanza, porque los hombres eran animales, la humanidad en su conjunto era irrecuperable y sólo la Palabra de Cristo podría redimirla. Una desapacible noche de enero leyó, a la luz de una lámpara, un fragmento de la obra de Franklin Relato de las últimas masacres de varios indios, amigos de esta provincia, cometidas por desconocidos del condado de Lancaster, con algunas observaciones sobre la cuestión, mientras Raphael la escuchaba inmóvil, sin tamborilear los dedos sobre el escritorio que tenía delante.
… Estos indios eran los que quedaban de la tribu de las Seis Naciones, establecida en Conestogo, de ahí su nombre indios conestogo. Cuando llegaron los primeros ingleses, los mensajeros de esta tribu se acercaron a darles la bienvenida con obsequios de venado, maíz y pieles. La tribu entera llegó a un acuerdo con el principal terrateniente, destinado a durar «hasta que el sol deje de brillar, o hasta que las aguas del río dejen de fluir».