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26 julio 2024

Partí para Dieppe el 26 de julio

 Los diputados de la nueva Cámara habían llegado a París: de los doscientos veintiuno, doscientos dos habían sido reelegidos; la oposición contaba con doscientos setenta votos; el Gobierno, con ciento cuarenta y cinco: el partido de la Corona estaba, pues, perdido. El resultado natural era la dimisión del Gobierno: Carlos X se obstinó en desafiarlo todo, y se decidió el golpe de Estado.

Partí para Dieppe el 26 de julio, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que se promulgaron las reales ordenanzas. Estaba bastante alegre, encantado de volver a ver pronto el mar, y me siguió, a algunas horas de distancia, una espantosa tormenta. Cené y pasé la noche en Ruán sin saber nada, lamentando no poder ir a visitar Saint-Ouen, y arrodillarme delante de la hermosa Virgen del museo, en recuerdo de Rafael y de Roma. Llegué al día siguiente, 27, a Dieppe, hacia el mediodía. Me hospedé en el hotel en el que el conde de Boissy, mi antiguo secretario de legación, me había reservado una habitación. Me vestí y fui a ver a madame Récamier. Ésta ocupaba un aposento cuyas ventanas daban a la playa. Pasé allí unas horas charlando y contemplando las olas. He aquí que de repente se presenta Hyacinthe, trayéndome una carta que había recibido monsieur de Boissy, y que anunciaba las reales ordenanzas con grandes elogios. Al cabo de un momento, entra mi viejo amigo Ballanche; acababa de bajar de la diligencia llevando en la mano los periódicos. Abrí el Moniteur y leí, sin dar crédito a lo que veían mis ojos, los documentos oficiales. ¡De nuevo un Gobierno que se arrojaba de motu proprio desde lo alto de las torres de Notre-Dame! Le dije a Hyacinthe que pidiera que engancharan los caballos, a fin de salir de regreso para París. Volví a montar en el coche, hacia las siete de la tarde, dejando a mis amigos en plena ansiedad. Hacía un mes que corrían algunos rumores sobre un golpe de Estado, pero nadie había hecho caso de ellos, pues parecían absurdos. Carlos X había vivido de las ilusiones del trono: se forma en torno a los príncipes una especie de espejismo que los engaña desplazando el objeto y haciéndoles ver en el cielo paisajes quiméricos.
Me llevé el Moniteur. En cuanto se hizo de día, el 28, leí, releí y comenté las reales ordenanzas. El informe al rey que servía de preámbulo me asombraba por dos razones: las observaciones sobre los inconvenientes de la prensa eran acertadas; pero al mismo tiempo el autor de estas observaciones daba muestras de una ignorancia supina sobre el estado de la sociedad del momento. Sin duda, los ministros, desde 1814, pertenecieran al partido que pertenecieran, se han visto hostigados por los periódicos; sin duda, la prensa tiende a subyugar a la soberanía, a forzar a la monarquía y a las Cámaras a obedecerla: sin duda, en los últimos días de la Restauración, al no hacer caso más que a su pasión, atacó, sin mirar por los intereses y el honor de Francia, la expedición de Argel, desarrolló las causas, los medios, los preparativos, las probabilidades de un fracaso; divulgó los secretos sobre el armamento, informó al enemigo del estado de nuestras fuerzas, hizo un cálculo de nuestras tropas y barcos, indicó incluso el lugar de desembarco. ¿Habrían puesto el cardenal de Richelieu y Bonaparte Europa a los pies de Francia, si hubieran revelado de antemano sus negociaciones o indicado las etapas de sus ejércitos?
Todo esto es cierto y detestable; pero, ¿y el remedio? La prensa es un elemento antaño ignorado, una fuerza desconocida en otro tiempo, introducida ahora en el mundo; es la palabra en estado de rayo; es la electricidad social. ¿Se puede evitar que exista? Cuanto más se pretenda oprimirla, más violenta será la reacción. Hay que resignarse, pues, a convivir con ella, como se convive con la máquina de vapor. Hay que aprender a servirse de ella, haciendo que deje de ser peligrosa, ya debilitándola paulatinamente mediante una habituación a ella, ya adaptando gradualmente vuestras costumbres y vuestras leyes a los principios que regirán en adelante a la Humanidad. Una prueba de la impotencia de la prensa en determinados casos la tenemos en el reproche mismo que le hacéis con respecto a la expedición de Argel; se tomó Argel pese a la libertad de prensa, del mismo modo que yo declaré la guerra a España en 1823 bajo el fuego más intenso de esta libertad.
Pero lo que resulta intolerable en el informe de los ministros es la descarada pretensión de que el REY TIENE UN PODER PREEXISTENTE A LAS LEYES. ¿Qué significan, entonces, las constituciones? ¿Por qué engañar a los pueblos mediante simulacros de garantía, si el monarca puede cambiar a su antojo el sistema de gobierno establecido? Y, sin embargo, los firmantes del informe están tan convencidos de lo que dicen que apenas si citan el artículo 14, en cuyo favor había yo anunciado hacía mucho tiempo que se confiscaría la Carta; lo recordaban, pero de memoria nada más, y como algo legalmente superfluo que no necesitaban.
La primera real ordenanza establece la supresión de la libertad de prensa en sus diversos aspectos; es la quintaesencia de todo cuanto se había elaborado desde hacía quince años en el gabinete negro de la policía.
La segunda real ordenanza modifica la ley electoral. Así, las dos primeras libertades, la libertad de prensa y la libertad electoral, eran extirpadas de raíz; lo eran, no por un acto inicuo y no obstante legal, emanado de un poder legislativo corrupto, sino de unas reales ordenanzas, como en tiempos de la voluntad arbitraria. Y cinco hombres que no carecían de buen sentido se precipitaban, con una ligereza sin par, ellos, su señor, la monarquía, Francia y Europa, al abismo. Yo ignoraba lo que pasaba en París. Deseaba que una resistencia, sin derrocar el trono, obligara a la Corona a destituir a los ministros y a retirar las reales ordenanzas. En el caso de que éstas triunfaran, estaba decidido a no someterme a ellas, a escribir, a hablar contra estas medidas inconstitucionales.
Aunque los miembros del cuerpo diplomático no influyeron de forma directa en las reales ordenanzas, las favorecieron con sus requerimientos; la Europa absolutista tenía horror a nuestra Carta. Cuando la noticia de las reales ordenanzas llegó a Berlín y a Viena, y cuando durante veinticuatro horas se creyó en su éxito, monsieur Ancillon exclamó que Europa estaba salvada, y monsieur de Metternich dio muestras de una alegría indecible. Pronto, tras haber conocido la verdad, este último se sintió tan consternado como encantado se había sentido antes: declaró que se había equivocado, que la opinión pública era decididamente liberal y que se hacía ya a la idea de una Constitución austríaca.
Los nombramientos de consejeros de Estado que siguen a las reales ordenanzas de Julio arrojan cierta luz sobre las personas que, en las antecámaras, pudieron, mediante sus opiniones o su participación en la redacción, prestar ayuda a las reales ordenanzas. Vemos en ellos los nombres de hombres de lo más opuestos al sistema representativo. ¿Fue en el mismo gabinete del rey, ante los ojos del monarca, donde se redactaron esos documentos funestos? ¿Fue en el gabinete de monsieur de Polignac? ¿Fue en una reunión exclusivamente de ministros, o bien asistidos por algunas buenas cabezas anticonstitucionales? ¿Fue en los Plomos,[32] en alguna sesión secreta de los Diez, donde se redactó el borrador de estas reales ordenanzas de Julio, en virtud de las cuales la monarquía legítima fue condenada a verse estrangulada en el Puente de los Suspiros? ¿Era la idea de monsieur de Polignac nada más? Es algo que la historia quizá no nos revele nunca.
Al llegar a Gisors, me enteré del levantamiento de París, y oí conversaciones alarmantes; éstas probaban hasta qué punto la Carta había sido tomada en serio por las poblaciones de Francia. En Pontoise, se tenían noticias más recientes aún, pero confusas y contradictorias. En Herblay, no había caballos de posta. Esperé cerca de una hora. Me aconsejaron que evitara Saint-Denis, porque encontraría barricadas. En Courbevoie, el postillón se había despojado ya de su traje de botones flordelisados. Se había disparado por la mañana contra una calesa que él conducía a París por la avenida de los Campos Elíseos. En consecuencia, me dijo que no me llevaría por esa avenida, y que iría a buscar, a mano derecha de la barrera de l’Etoile, la barrera del Trocadero. Desde esta barrera se descubre París. Vi allí ondeando la bandera tricolor; juzgué que no se trataba de un tumulto, sino de una revolución. Tuve el presentimiento de que mi papel iba a cambiar: que, habiendo acudido para defender las libertades públicas, me vería obligado a defender a la monarquía. Se alzaban aquí y allá nubes de humo blanco entre grupos de casas. Oí algunos cañonazos y fuego de mosquetes mezclados con toques a rebato. Me pareció que veía caer el viejo Louvre desde lo alto de la meseta desierta destinada por Napoleón a servir de emplazamiento al palacio del Rey de Roma. El lugar de observación ofrecía una de esas consolaciones filosóficas que una ruina comunica a otra ruina.
Mi coche bajó la cuesta. Atravesé el puente de Iéna y subí por la avenida pavimentada que corre a lo largo del Campo de Marte. Todo estaba solitario. Encontré un piquete de caballería situado ante el enrejado de la Escuela Militar; los hombres parecían tristes y como olvidados allí. Tomamos por el bulevar de Les Invalides y el bulevar Montparnasse. Vi a algunos paseantes que miraban con sorpresa un coche conducido como si fuera una silla de posta en tiempos normales. El bulevar de Enfer estaba obstruido por unos olmos cortados.
En mi calle, mis vecinos me vieron llegar con alegría: les parecía una protección para el barrio. Madame de Chateaubriand estaba contenta y alarmada a un tiempo por mi regreso.
El jueves por la mañana, 29 de julio, le escribí a madame Récamier, a Dieppe, esta carta que prolongué con unas posdatas:
«Jueves por la mañana, 29 de julio de 1830
Le escribo sin saber si mi carta le llegará, pues los correos ya no salen.
»He entrado en París en medio del cañoneo, la fusilería y los toques a rebato. Esta mañana, sonó de nuevo el rebato, pero no he oído disparos de fusil; parece que la cosa se organiza, y que la resistencia proseguirá en tanto las reales ordenanzas no sean revocadas. ¡Éste es el resultado inmediato (sin hablar del resultado definitivo) del perjurio en que los ministros han hecho incurrir, al menos en apariencia, a la Corona!
»La guardia nacional, la Escuela Politécnica han estado mezcladas en ello. No he visto todavía a nadie. Puede imaginarse el estado en que he encontrado a madame de Ch… Las personas que, como ella, presenciaron el 10 de agosto y el 2 de septiembre se han quedado con la impresión del terror. Un regimiento, el 5.º de línea, se ha pasado ya del lado de la Carta. Monsieur de Polignac es sin duda muy culpable de ello; su incapacidad es una mala excusa; cuando falta el talento la ambición es un crimen. Dicen que la corte está en Saint-Cloud, y presta para partir.
»No le hablo de mí; mi situación es penosa, pero clara. No traicionaré ni al rey ni a la Carta, como tampoco al poder legítimo ni a la libertad. No tengo, por tanto, nada que decir ni que hacer; sólo esperar y llorar por mi país. Dios sabe ahora lo que va a suceder en provincias: se habla ya de la insurrección de Ruán. Por otra parte, la Congregación armará a los chuanes y a la Vendée. ¡De qué poco dependen los imperios! Una real ordenanza y seis ministros sin genio o sin virtud bastan para hacer del país más tranquilo y floreciente el más turbulento y desgraciado.»
«Mediodía
El fuego se reinicia. Parece que se ataca el Louvre donde las tropas realistas se han atrincherado. El barrio en que vivo comienza a insurreccionarse. Se habla de un gobierno provisional cuyos jefes serían el general Gérard, el duque de Choiseul y monsieur de La Fayette.
»Es probable que esta carta no salga, al haber sido declarado el estado de sitio en París. Es el mariscal Marmont quien manda las tropas del rey. Dicen que ha muerto, pero no lo creo. Trate de no inquietarse en exceso. ¡Dios la proteja! ¡Volveremos a vernos!»
«Viernes
Esta carta fue escrita ayer; no ha podido salir. Todo ha acabado: la victoria popular es completa; el rey cede en todos los puntos; pero mucho me temo que ahora se vaya mucho más allá de las concesiones de la Corona. He escrito esta mañana a Su Majestad. Por lo demás, tengo para mi futuro un plan completo de sacrificios que me gusta. Charlaremos de él cuando haya llegado usted.
»Ahora mismo voy a llevar esta carta al correo y a dar una vuelta por París.»

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

08 junio 2022

De François-René de Chateaubriand. Memorias

Hace cuatro años que, a mi regreso de Tierra Santa, compré cerca de la aldea de Aulnay, en las inmediaciones de Sceaux y de Châtenay, una casa de campo, oculta entre colinas cubiertas de bosques. El terreno desigual y arenoso perteneciente a esta casa no era sino un vergel salvaje en cuyo extremo había un barranco y una arboleda de castaños. Este reducido espacio me pareció adecuado para encerrar mis largas esperanzas; spatio brevi spem longam reseces. Los árboles que he plantado prosperan, son tan pequeños aún que les doy sombra cuando me interpongo entre ellos y el sol. Un día me devolverán esta sombra y protegerán los años de mi vejez como yo he protegido su juventud. Los he elegido, en lo posible, de cuantos climas he recorrido; me recuerdan mis viajes y alimentan en el fondo de mi corazón otras ilusiones.
Si alguna vez son repuestos en el trono los Borbones, lo único que les pediría, en recompensa por mi fidelidad, es que me hicieran lo bastante rico como para añadir a mi heredad la zona colindante de bosque que la rodea: ésta es mi ambición; quisiera aumentar en algunas fanegas mi paseo: aunque soy un caballero andante, tengo los gustos sedentarios de un monje: desde que vivo en este lugar de retiro, no creo haber puesto los pies más de tres veces fuera de mi recinto. Si mis pinos, mis abetos, mis alerces y mis cedros llegan alguna vez a ser lo que prometen, la Vallée-aux-Loups se convertirá en una verdadera cartuja. Cuando Voltaire nació en Châtenay, el 20 de febrero de 1694, ¿cuál era el aspecto del collado adonde había de retirarse, en 1807, el autor de El genio del Cristianismo?
Me gusta este lugar; ha reemplazado para mí los campos paternos; lo he pagado con el producto de mis sueños y desvelos; es al gran desierto de Atala al que debo el pequeño desierto de Aulnay; y para crearme este refugio, no he expoliado, como el colono americano, al indio de las Floridas. Tengo apego a mis árboles; les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo de ellos que yo no haya cuidado con mis propias manos, que no lo haya librado del gusano que ataca sus raíces, de la oruga adherida a su hoja; los conozco a todos por sus nombres como si fueran hijos míos: es mi familia, no tengo otra, espero morir en medio de ella.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

06 marzo 2022

Sobre el cuco - Los cinco pájaros que la anuncian (la primavera), la golondrina, la oropéndola, el cuco, la codorniz y el ruiseñor,

La primavera, en Bretaña, es más benigna que en los alrededores de París, y florece tres semanas antes. Los cinco pájaros que la anuncian, la golondrina, la oropéndola, el cuco, la codorniz y el ruiseñor, llegan con las brisas que se albergan en los golfos de la península armoricana. La tierra se cubre de margaritas, pensamientos, junquillos, narcisos, jacintos, ranúnculos y anémonas, igual que los espacios abandonados que rodean San Juan de Letrán y Santa Croce in Gerusalemme, en Roma. Los claros del bosque se empenachan de elegantes y altos helechos: campos de retamas y de aulagas resplandecen con sus flores que se dirían mariposas de oro. Los setos, en los que abunda la fresa, la frambuesa y la violeta, están adornados de espinos albares, de madreselva y de zarzamoras, cuyos pardos y curvados retoños están cuajados de hojas y frutos magníficos. Todo hormiguea de abejas y de pájaros; los enjambres y los nidos hacen detenerse a los niños a cada paso. En determinados abrigos, el mirto y la adelfa crecen en pleno suelo, como en Grecia; el higo madura como en Provenza; cada manzano, con sus flores color carmín, se asemeja a un gran ramo de novia de pueblo.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

18 septiembre 2021

18 de septiembre

Se han escrito tantas descripciones de Constantinopla, que sería una necedad en mí el querer hablar de esta ciudad. Pueden leer los curiosos a Esteban de Bizancio, a Gylli de Topographia Constantinopoleos, a Ducange Constantinopolis Christiani, a Porter Observations on the religion, etc. Of the Turks, a Mouradgea d’Ohsson Cuadro del imperio otomano, a Dallaway Constantinopla antigua y moderna, a Pablo Lucas, a Thevenot, a Tournefort, y en fin, al Viaje pintoresco de Constantinopla y de las orillas del Bósforo, y los fragmentos publicados por Mr. Esmenard.

Fui muy bien recibido y obsequiado con esmero por el general Sebastiani, que estaba entonces de embajador de Francia en Constantinopla. Me obligó a admitir diariamente su mesa, me acompañó él mismo a ver todo lo más notable de la ciudad, me proporcionó los firmanes necesarios para hacer mi viaje a Jerusalén, me dio cartas de recomendación para el padre guardián de la Tierra Santa y para los cónsules franceses en Egipto y en Siria, y aun temiendo que me faltase dinero, me permitió que librase contra él letras de cambio a la vista, donde me acomodase.

En aquel mismo tiempo había en Constantinopla una diputación de los padres de la Tierra Santa, que habían venido a reclamar la protección del embajador contra la tiranía de los comandantes de Jerusalén; y estos padres me dieron cartas de recomendación para Jafa, y también tuve la dicha de que estaba pronto a partir el navío donde iban los peregrinos griegos a Siria. Se hallaba en la rada y debía hacerse a la vela, así que se levantase viento favorable, por manera que si se hubiese verificado como yo quería mi viaje a la Troade, no hubiera podido hacer el de Palestina. Pronto arreglé con el capitán del buque el precio de mi viaje y el embajador envió a bordo para mí las provisiones más exquisitas y me dio por intérprete a un griego llamado Juan. Con esto, y colmado de las mayores atenciones y favores, me embarqué el 18 de septiembre.

Confieso que a pesar del buen trato que recibí en Constantinopla, me alegré mucho al salir pronto de aquella ciudad, pues toda su hermosura se desvanecía a mi vista, cuando pensaba en que tan hermosos campos sólo habían sido habitados por griegos del Bajo Imperio y ahora lo eran por turcos, y me parecía que tan viles esclavos y tan crueles tiranos jamás deberían haber deshonrado tan magnífico país. El día mismo en que llegué a Constantinopla, lo fue el de una revolución, pues los rebeldes de Romelia, habían llegado hasta las mismas puertas de la ciudad. Así pues, no podía serme grato el permanecer en ella, pues quería recorrer aquellos parajes que las artes y las virtudes honraban, y ni uno ni otro hallaba en la patria de los Focas y de los Bayacetos. Pronto se cumplieron mis deseos: el día mismo en que me embarqué, levamos el ancla a las cuatro de la tarde. Desplegamos la vela al viento de norte, y navegamos hacia Jerusalén, siguiendo el estandarte de la cruz que ondeaba en los mástiles de nuestro navío.

François-René de Chateaubriand
De París a Jerusalén y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España

El 13 de julio de 1806, el famoso político y escritor francés parte de París con destino a Tierra Santa, para conocer de primera mano los escenarios que relataba en sus Mártires. Chateaubriand ya tenía experiencia como viajero, pues había visitado la Norteamérica de los indios y de aquel viaje había nacido su famosísimo Atala. Visita Milán, Venecia, Trieste, y Smirna, rumbo a Grecia y Turquía. Finalmente alcanza Jerusalén y allí los Santos Lugares. Regresa por Egipto, Túnez (donde se ve obligado a refugiarse a causa de una tormenta en la que teme perder la vida) y España. Tras casi diez meses de viaje, el 5 de mayo de 1807, concluye su aventura en Bayona (Francia). En este volumen se recupera una brillantísima versión de D. Pedro María de Olive, publicada en Madrid en 1828, que muestra una gran calidad literaria, agudeza, ritmo y erudición.

28 agosto 2021

28 de agosto

 Madame Récamier había llegado desde hacía dos días para hacer una visita a la reina de Holanda. Yo esperaba a madame de Chateaubriand, que venía a reunirse conmigo en Lucerna. Me proponía estudiar si no sería preferible establecerse primero en Suavia, sin perjuicio de ir luego a Italia.

En la deteriorada ciudad de Constanza, nuestro hotel era muy alegre; se estaban haciendo los preparativos de un banquete de bodas. Al día siguiente de mi llegada, madame Récamier quiso ponerse al abrigo de la alegría de nuestros anfitriones; tomamos una barca en el lago, y, atravesando la extensión de agua de la que nace el Rin para convertirse en río, atracamos en la orilla de un parque.

10 agosto 2021

10 de agosto

Lucile era alta y de notable belleza, aunque seria. Su pálido rostro estaba enmarcado por unos largos cabellos negros; a menudo clavaba en el cielo o paseaba en torno a ella unas miradas llenas de tristeza o de fuego. Sus andares, su voz, su sonrisa, sus rasgos tenían algo de soñador y de doliente.

Lucile y yo no nos éramos mutuamente útiles. Cuando hablábamos del mundo era del que llevábamos dentro de nosotros y que se parecía muy poco al mundo verdadero. Ella veía en mí a su protector, yo veía en ella a mi amiga. Ella tenía arrebatos de negras ideas que a mí me costaba disipar: a los diecisiete años, deploraba la pérdida de sus años mozos; quería enterrarse en un convento. Todo era preocupación, tristeza, ofensa para ella: una expresión que buscara, una quimera que se hubiera forjado, la atormentaban meses enteros. La he visto a menudo, con un brazo echado sobre su cabeza, soñar inmóvil e inanimada; reconcentrada en su corazón, su vida no se manifestaba al exterior; ni siquiera su pecho palpitaba. Por su actitud, su melancolía y su venustez se asemejaba a un Genio fúnebre. Yo trataba entonces de consolarla y al instante siguiente me hundía en una desesperación inexplicable.

26 julio 2021

26 de julio

Los diputados de la nueva Cámara habían llegado a París: de los doscientos veintiuno, doscientos dos habían sido reelegidos; la oposición contaba con doscientos setenta votos; el Gobierno, con ciento cuarenta y cinco: el partido de la Corona estaba, pues, perdido. El resultado natural era la dimisión del Gobierno: Carlos X se obstinó en desafiarlo todo, y se decidió el golpe de Estado.
Partí para Dieppe el 26 de julio, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que se promulgaron las reales ordenanzas. Estaba bastante alegre, encantado de volver a ver pronto el mar, y me siguió, a algunas horas de distancia, una espantosa tormenta. Cené y pasé la noche en Ruán sin saber nada, lamentando no poder ir a visitar Saint-Ouen, y arrodillarme delante de la hermosa Virgen del museo, en recuerdo de Rafael y de Roma. Llegué al día siguiente, 27, a Dieppe, hacia el mediodía. Me hospedé en el hotel en el que el conde de Boissy, mi antiguo secretario de legación, me había reservado una habitación. Me vestí y fui a ver a madame Récamier. Ésta ocupaba un aposento cuyas ventanas daban a la playa. Pasé allí unas horas charlando y contemplando las olas. He aquí que de repente se presenta Hyacinthe, trayéndome una carta que había recibido monsieur de Boissy, y que anunciaba las reales ordenanzas con grandes elogios. Al cabo de un momento, entra mi viejo amigo Ballanche; acababa de bajar de la diligencia llevando en la mano los periódicos. Abrí el Moniteur y leí, sin dar crédito a lo que veían mis ojos, los documentos oficiales. ¡De nuevo un Gobierno que se arrojaba de motu proprio desde lo alto de las torres de Notre-Dame! Le dije a Hyacinthe que pidiera que engancharan los caballos, a fin de salir de regreso para París. Volví a montar en el coche, hacia las siete de la tarde, dejando a mis amigos en plena ansiedad. Hacía un mes que corrían algunos rumores sobre un golpe de Estado, pero nadie había hecho caso de ellos, pues parecían absurdos. Carlos X había vivido de las ilusiones del trono: se forma en torno a los príncipes una especie de espejismo que los engaña desplazando el objeto y haciéndoles ver en el cielo paisajes quiméricos.

24 marzo 2021

24 de marzo

La enemistad de Bonaparte y de Bernadotte venía de lejos: Bernadotte se había opuesto al 18 de brumario: posteriormente contribuyó, con conversaciones animadas y el ascendiente que ejercía sobre los espíritus, a esas discordias que llevaron a Moreau ante un tribunal de justicia. Bonaparte se vengó a su manera, procurando desacreditar a toda una personalidad. Tras el juicio de Moreau, le regaló a Bernadotte una casa, en la rue d’Anjou, que le había sido requisada al general condenado; por una debilidad entonces demasiado frecuente, el cuñado de José no se atrevió a rechazar esta munificencia poco honorable. Se hizo donación de Grosbois a Berthier. Tras haber puesto la fortuna el cetro de Carlos XII en manos de un compatriota de Enrique IV, Carlos Juan se opuso a la ambición de Napoleón; pensó que estaba más seguro teniendo como aliado a Alejandro, su vecino, que a Napoleón, enemigo lejano; se declaró neutral, aconsejó la paz y se propuso como mediador entre Rusia y Francia.

Bonaparte montó en cólera; exclamó: «¡Él, el miserable ese darme consejos a mí! ¡Quiere imponerme su ley! ¡Un hombre que todo cuanto tiene lo ha recibido de mi bondad! ¡Qué ingratitud! ¡Se va a enterar de cómo se acata mi voluntad soberana!» A raíz de estos accesos de violencia, Bernadotte firmó el 24 de marzo de 1812 el tratado de San Petersburgo.

No vale la pena siquiera preguntarse con qué derecho trataba Bonaparte a Bernadotte de miserable, olvidando que no era él, Bonaparte, de más alta cuna, ni tenía un origen distinto: la Revolución y las armas. Este lenguaje insultante no revelaba ni altura hereditaria del rango, ni grandeza de alma. Bernadotte no era en absoluto ingrato, porque no debía nada a la bondad de Bonaparte.

El emperador se había transformado en un monarca de antigua estirpe que se lo atribuye todo, que no habla más que de él, que cree recompensar o castigar declarándose que está satisfecho o descontento. Ni muchos siglos pasados bajo la corona, ni una larga serie de tumbas en Saint-Denis excusarían tales arrogancias.

Quiso la suerte traer de los Estados Unidos y del Norte de Europa a dos generales franceses al mismo campo de batalla para hacer la guerra a un hombre contra quien se habían juntado primero y que los había separado. Soldado o rey, nadie pensaba entonces que fuera un crimen querer derribar al opresor de las libertades. Bernadotte triunfó, Moreau sucumbió. Los hombres que desaparecen jóvenes son vigorosos viajeros; hacen deprisa un camino que unos hombres más débiles acaban a paso lento.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»


22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...