Donde murió el paladín Roldán
Faro de Vigo, 23 de junio de 1964.
De Jaca a Navarrenx
Habíamos decidido entrar por Somport, por el Summo Portu, para ir a buscar, hacia el oeste, San Juan de Pie de Puerto, y por Valcarlos subir a Ronces valles. Para lo cual nos fuimos a dormir a Jaca, lo que nos permitiría aparecer tempraneros en el alto. En la anochecida, viajando desde Lérida, la memoria tanteaba en las sombras de los lugares santos del camino, vinculados desde las primeras horas a la peregrinación del Señor Santiago: Santa Cruz de la Seros, San Salvador de Leyre, San Juan de la Peña… La luna acariciaba con sus manos azules el pantano de la Peña. Por aquí iba la rama del camino que entraba por Somport, por Sangüesa y Olite a Puente la Reina. El monasterio de Santa María de la Oliva, Eunate…, todo eso quedaba en la bruma nocturna. Atrás, en el camino, habíamos dejado, en su montaña, el castillo de Monfort. Allí se crió Jaime el Conquistador, entre las patas de los caballos de Simón, cuyos relinchos, si en vez de Lérida la cosa fuese en Bretaña, todavía se escucharían en las noches de tempestad.
La subida a Somport desde Jaca es hermosa, aunque muy dura desde Canfranc. El viajero lleva delante de él durante una larga hora los montes de Peña Collarada, que es en verdad una inmensa roca vestida con collares de nieve —poca hogaño—. Los bosques de los relatos antiguos, del lado español de los altos montes apenas los hay. Apenas se ve ganado en los buenos pastizales. La tierra que asoma desnuda entre prados y bosques es una roca roja, que el sol mañanero enciende.
—¿Las ruinas de Santa Cristina? —le pregunto a uno de los guardas franceses de la frontera, mientras Javier Vázquez hace unas fotos de la subida por la parte francesa del camino: el río de Somport, afluente de la Nive salmonera, va encajado por estrecha y larguísima garganta, y un semicírculo de antiguos y oscuros montes forma el horizonte norte.
El guarda se encoge de hombros.
—¡No sé nada!
Yo no llevo conmigo la Guía del peregrino, pero puedo decir de memoria el texto. Son nueve líneas del capítulo IV dedicadas a los «tres grandes hospitales del mundo». Dicen así: «Tres columnas necesarias entre todas al sostenimiento de sus pobres han sido establecidas por Dios en este mundo: el hospital de Jerusalén, el hospital del Mont Joux —es decir, del gran San Bernardo—, y el de Santa Cristina sobre el Somport. Estos hospitales han sido instalados allí donde eran precisos; son lugares sagrados, casas de Dios para que se reconforten los santos peregrinos, reposen los indigentes, para que se consuelen los enfermos, se salven los que mueren y reciban ayuda los vivos. Aquellos que hayan edificado estas santas casas, poseerán sin duda, sean quienes sean, el reino de Dios»… De esta casa de Santa Cristina nada queda. Algún paciente investigador ha reconocido, cubiertos por la tierra pastizal, cimientos de muros, unas piedras que servían de base a una torre. Me hubiese gustado ir a San Bernardo de Cominges a ver la Adoración de los Magos, pero hay que estar a primeras horas de la tarde en San Juan de Pied de Port, y la bajada ya dije que era larga. El río, la carretera, el ferrocarril, van encajonados entre vallinas estrechas, verde que te quiero verde, y se cruzan y descruzan cien veces. Antes de salir a las verdes colinas próximas a Olorón, nos encontramos con uno de los rebaños mayores que haya visto en mi vida. Tenemos que detenemos para dejarlo pasar, guiados por cuatro pastores, dos o tres zagales, varios perros…
En Olorón tomamos un aperitivo, y a la una estamos en Navarrenx. Leyendo un periódico en el bar de Olorón ya habíamos aprendido que Navarrenx, además de una especie de lugar santo para los hugonotes, era la capital del salmón. Además, lo anuncian letreros en la carretera: «Navarrenx, Capital du Saumon». El periódico anuncia que en una sola jornada han sido pescados treinta salmones. También trae una amplia reseña de la reunión de la Sociedad Protectora de la Riqueza Salmonera, en la que han sido discutidos métodos de repoblación, licencias, cotos, etc. Después de tanta propaganda sobre el salmón decidimos comer en Navarrenx, seguros de que habrá salmón. Y lo había.
Navarrenx y Juana
Ha sido día de mercado en Navarrenx, y en la plaza están los mil tenderetes con tejidos, hoces sobre sacos, cestas de cerezas, los inevitables puestos con cosas de plástico, maquinaria agrícola, etc. Parece la plaza de Mondoñedo un domingo. El palacio de los Albret es ahora ayuntamiento. Frente a la plaza, el Hotel del Comercio. En largas mesas, a la entrada, comen los feriantes, y en el gran comedor, en pequeñas mesas, hay un mundo de campesinos ricos, clérigos, viajantes de comercio, señoras gordas, y un tipo largo, de pelo blanco, que come frente a una muchachita de enormes ojos negros y de la que Javier Vázquez, cuando sale, dice que parece argelina. Comemos un paté de foie de la casa, el salmón y un confit de pato. El todo regado con un St. Emilion de Grace-á-Dieu, que está precioso. Es una mañana de junio, a un tiempo fresca y a un tiempo cálida, la que metes en el cuerpo. ¡Loado sea Dios! El salmón ha subido hasta aquí desde el golfo de Vizcaya, desde Bayona. Javier Vázquez, que es experto piscátor, afirma que la piel es más dura que la del salmón nuestro, y acaso la carne tenga un sabor un poco diferente.
Detrás de la fina cabeza de Teresa Amado de Vázquez, —una gentilísima compañera de viaje—, en la pared próxima a la mesa donde almorzamos, hay un pequeño cuadro, obra de pintor local, que representa el momento de la abjuración de Juana de Albret, con un amplio traje de damasco amarillo. Abjura de la fe católica y se pasa a la hugonotería. Los habitantes de Navarrenx la contemplaban con la boca abierta. Sería día de mercado como hoy. Dos caballeros, con desenvainadas espadas, aparecen detrás de la reina. Junto a sus faldas hay un niño. ¿Será Enrique el Bearnés, pipiolo? Aún niño, debieron haberle puesto la hermosa barba en punta, para que lo reconociésemos. Dicen que a Juana, después de pasarse a la hugonotería, comenzó a olerle el aliento y le cayeron los dientes y muelas, y estando durmiendo, alguien le golpeaba en la cabeza. La reina despertaba asustada y veía al demonio que se reía. El demonio era negro. Lo curioso es que Juana era protectora de Santa Cristina, del Hospital de Somport, y descendía de uno de los caballeros del milagro. Cuenta la tradición que dos caballeros, emocionados por el gran número de peregrinos que encontraban la muerte al cruzar el col, resolvieron fundar un albergue. Cuando buscaban el emplazamiento apropiado, una paloma llevando una cruz de oro en el pico vino a posarse en una xesta, y cuando los caballeros se acercaban, ella huía, y en este juego los llevó a donde había una fuente. Y allí desapareció y allí fue levantando el hospital, cuyas armas era una paloma blanca con la susodicha cruz de oro en el pico.
Y abandonamos Navarrenx, buscando la entrada pirenaica de St. Jean y de Valcarlos. Enormes praderíos, bosques. Varias antiguas casas y algún cháteau, en el camino, han sido transformados en albergues. Ríos trucheros, cotos salmoneros. En St. Jean, las truchas se ven desde el puente, pacíficas, el hocico contra la corriente, hartándose de mosquitos y de sol.
San Juan, Valcarlos, Roncesvalles
San Juan tiene una bella y animada plaza. Desde el puente ya dije que se veían las truchas. La iglesia era una de las románicas del camino, y tenía anejo un hospital. La subida a Roncesvalles es mucho más suave y llevadera que la de Somport. En Valcarlos le dedicamos un saludo al rey don Carlos VII. A uno le gustan ciertas estampas. El rey estaría en aquella revuelta del camino, uniforme azul de las Lanzas de Castilla, el toisón en el cuello, la boina blanca, la barba rubia entrecana, acaso queriendo componer el tipo legendario de Carlomagno. Esas gotas que comienzan a caer, las lágrimas de los leales. El alano se pierde entre las patas del caballo. El rey saluda:
—¡Volveré!
Subimos lentamente a Roncesvalles: hayedos, prados, carballeiras, xesteiras, abedules, un enorme castañar. Cuando llegamos al puerto, llega con nosotros la niebla. Las cumbres desaparecen bajo ella y una dulce llovizna moja los tejados de pizarra de la hospedería. Pero tengo testigos, y digo que así Dios me salve, el campo de batalla, aquél donde Roldán murió, está lleno de sol. Es un prado cuadrado, vestido de flores. Las primeras amapolas de España aparecen allí. Allí cayó el paladín.'Allí tocó el cuerno que sobresaltó a Carlomagno, que estaba jugando al ajedrez. Allí antes de dar su alma dio sus despedidas. Hay un romance que dice que se dolió de no ver armado a su hijo menor, que era rubio. Y aquí bajó San Miguel a buscar su alma y su guante, que ambas y dos cosas fueron al cielo. El alma estará gloriosa, y el guante en el museo militar de las milicias celestiales.
Pero de Carlos y de los paladines, del viaje del imperante a Compostela y de todo lo demás, hablaremos mañana.
Ahora quede el asombro de aquel sol en el campo, cuando el mundo entero se disponía a dormir bajo la bruma.
Álvaro Cunqueiro
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