Con el café de la mañana entró en la habitación de Schwejk un hombre con uniforme y abrigo del ejército ruso.
Ese hombre hablaba el checo con acento polaco. Era uno de aquellos sinvergüenzas que se dedicaban al contraespionaje, miembro de la policía secreta militar. Para espiar a Schwejk no se anduvo con rodeos, sino que empezó sencillamente diciendo:
—¡A menuda pocilga he ido a parar por mi imprudencia! Estaba en el regimiento 28 y me pasé en seguida a los rusos y luego me dejé coger de una manera tan tonta… A los rusos les dije que iría con la patrulla de avance. Estuve en la sexta división de Kíev. ¿En qué regimiento ruso estuviste tú, compañero? Me parece que nos hemos visto antes en Rusia. En Kíev conocí a muchos checos que se fueron al frente con nosotros cuando nos pasamos al ejército ruso, pero ahora no puedo acordarme de sus nombres ni de dónde eran. Tal vez tú te acuerdes de alguno. ¿Con quién andabas tú? Me gustaría saber cuáles son los soldados del regimiento 28 que hay allí.
En vez de contestar Schwejk le pasó preocupado la mano por la frente y luego, examinó su pulso. Al final lo llevó a la ventana y le pidió que sacara la lengua. El muy canalla no protestó porque imaginaba que tal vez se trataba de algún signo secreto de los conspiradores. Luego Schwejk empezó a dar golpes en la puerta y cuando llegó el centinela y preguntó por qué hacía tanto ruido, le pidió en alemán y en checo que fuera en seguida a buscar a un médico porque el hombre que habían metido allí se había vuelto loco.
Sin embargo, no sirvió de nada. El hombre siguió desbarrando tan tranquilo, diciendo que estaba segurísimo de haber visto a Schwejk en Kíev con los soldados rusos.
—Usted debe de haber bebido agua de pantano —dijo Schwejk—. Como nuestro joven Tynezkej, que era un hombre muy cuerdo, pero una vez se fue de viaje y llegó a Italia. Él tampoco hablaba más que de esa Italia, de que allí hay agua pantanosa y ningún otro monumento. Y esa agua pantanosa le acarreó una fiebre que le daba cuatro veces al año: por Todos los Santos, por San José, por San Pedro y San Pablo y por la Asunción. Y cuando le daba la fiebre reconocía a todo el mundo, conocidos y desconocidos, exactamente igual que usted. Le digo que en el tranvía se puso a hablar con un hombre X y le dijo que lo conocía, que se habían visto en la estación de Viena. A todas las personas que encontraba por la calle las había visto en la estación de Milán o bien había estado bebiendo con ellos en la bodega del ayuntamiento de Graz. Cuando iba a la fonda en la época en que le daba esa fiebre reconocía a todos los clientes, los había visto a todos en el barco de vapor con el que había ido a Venecia. El único remedio fue el de un enfermero nuevo que había en el manicomio de Praga. Él estaba cuidando a un enfermo mental que se pasaba todo el santo día sentado en un rincón contando: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Era profesor. Al ver que ese loco no pasaba de seis, el enfermero salía de sus casillas. Empezó diciéndole con muy buenos modales que dijera: «siete, ocho, nueve, diez». Pero nada, el profesor no le hizo el mínimo caso y siguió en su rincón contando: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Entonces el enfermero se enfadó, se abalanzó sobre el enfermo y cuando éste dijo «seis» le dio una bofetada. «Ahora tienes siete —le dijo—, y ocho, nueve y diez». A tantos números tantas bofetadas. El profesor se llevó las manos a la cabeza y preguntó dónde estaba. Cuando se enteró de que estaba en el manicomio lo recordó todo: que se encontraba allí a causa de un cometa porque había calculado que aparecería el 18 de junio a las seis de la mañana y le demostraron que su cometa se había quemado ya hacía millones de años. Yo conocí al enfermero. Cuando el profesor recobró totalmente el entendimiento y lo dejaron salir, lo tomó a su servicio. Lo único que tenía que hacer era pegarle cuatro bofetadas todas las mañanas, cosa que el enfermero realizó a conciencia.
—Conozco a todos sus amigos de Kíev —prosiguió infatigable el agente de contraespionaje—. ¿No había uno gordo y uno flaco con usted? Ahora no sé cómo se llamaban ni de qué regimiento eran…
—No se preocupe —lo consoló Schwejk—, eso de no recordar cómo se llaman todos los gordos y flacos puede pasarle a cualquiera. En los flacos uno se fija menos porque la mayor parte de las personas de este mundo son flacas, o sea que son la mayoría, como se dice.
—Compañero —dijo el real e imperial miserable en tono de lamento—, no me crees. Y, sin embargo, nos espera el mismo destino.
—Además somos soldados —dijo Schwejk con indolencia—, para eso nos han dado a luz nuestras madres, para que nos despedacen cuando nos pongan el uniforme. Y nosotros lo hacemos a gusto porque sabemos que nuestros huesos no se pudrirán inútilmente. Caeremos por Su Majestad el emperador y por su dinastía, por la que hemos conquistado Herzegovina. Con nuestros huesos harán carbón para las fábricas de azúcar. Eso ya nos lo dijo hace años el teniente Zimmer. «Cochinos —decía—, puercos, inútiles, monos indolentes, os pensáis que vuestros huesos no valen nada. Cuando caigáis en la guerra, con cada uno de vuestros huesos harán medio kilo de carbón y con las patas de cada persona dos kilos y en la fábrica filtrarán el azúcar a través vuestro, idiotas. No tenéis idea de lo útiles que seréis a vuestros sucesores después de morir. Vuestros chicos tomarán un café endulzado por el azúcar que habrá pasado por vuestro esqueleto». Una vez me quedé pensativo y él me preguntó qué me ocurría. «A sus órdenes —le dije—, estaba pensando que el carbón de los oficiales debe de ser más caro que el de los soldados rasos». Por ello estuve tres días incomunicado.
El compañero de Schwejk dio unos golpes en la puerta y habló con el centinela. Éste gritó algo en la oficina.
Poco después un sargento se llevó al compañero de Schwejk y éste volvió a quedarse solo. Al salir el otro dijo al sargento:
—Es mi viejo compañero de Kíev.
Schwejk siguió solo todo el día excepto cuando le llevaron la comida. Por la noche llegó al convencimiento de que el abrigo del soldado ruso era mayor y más abrigador que el austríaco y que si por la noche un ratón metía las narices en la oreja de una persona dormida no era desagradable. Esto en sueños le dio la impresión de un tierno susurro que dejó de percibir al amanecer, cuando le despertaron.
Jaroslav Hasek
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk es, tal vez, la obra de la literatura checa más conocida fuera del país, ya que al poco de ser publicada se tradujo a varios idiomas y fue objeto de adaptaciones teatrales y cinematográficas. Constituye una sátira mordaz y divertida contra lo absurdo de las guerras. Su protagonista, Schwejk, con astuto desamparo y ladina sandez, libra su guerra privada contra la maquinaria militar como un Sancho Panza de la Primera Guerra Mundial, y empleando la estupidez como refinamiento se transforma en un estratega capaz de desarmar a quien sea. En una serie de divertidos episodios y en el trato con sus múltiples y siempre limitados superiores, Schwejk cumple su deber de obediencia de tal manera que todas las órdenes llevan al absurdo y deja en ridículo a las autoridades reconocidas.
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