—Lord Tankerell —dijo Schnabel—. Seguro que ha oído hablar de él. Fue fiscal general del Estado hace unos cuantos años.
—¿Ése? ¿Y a eso le llama usted una fuente fiable, a un ex fiscal? Esos mamones no son capaces ni de deletrear sus nombres, de puro tontos.
—Ya. Pues los nombres de Karl K. y Ross Skundler no los van a tener que deletrear, porque están escritos bien clarito en la firma de sus declaraciones juradas —dijo Schnabel—. Si los leen aquí, le caen de doce a veinte años, y si lo hacen en los Estados Unidos, la perpetua. Tienen una prisión para los juzgados por la RICO en un sitio que se llama Marian. Alta seguridad. De allí sólo se sale con los pies por delante.
Hubo una larga pausa mientras Hartang digería esta información. Se estaba poniendo malo sólo de pensarlo.
—La nueva luz para la lucha contra la corrupción y la delincuencia organizada. Cosas de los americanos, que son unos tiquismiquis. Ahora que si te la aplican, ya no te sueltan.
Hartang no respondió. Estaba pensando cómo lograr que no se la aplicaran.
—Y una cosa le voy a recomendar: no se le ocurra siquiera poner pies en polvorosa.
—Sí, para polvos estoy yo…
—No. Quería decir abandonar el país. Lo saben todo sobre los otros polvos suyos. Los polvos de talco que pasó desde Venezuela el 15 de junio de 1987. O el cargamento de polvos picapica de aquel barco que hizo el trayecto del Ecuador a Miami el 11 de noviembre de 1989. Por no hablar de otros polvos aún más picantes. Lo tienen todo. Ross Skundler se veía venir esto y se ha cubierto bien. Un seguro de vida en forma de vídeo, filmado en el cuarto de baño de cierto propietario de una cadena de televisión por cable. Un tipo calvo, sin gafas, incircunciso, con un lunar en el hombro derecho, cicatriz de apendicitis, se hace una pera mirando fotos de críos en pelotas. ¿Conoce usted a alguien parecido, señor Hartang? Porque si lo conoce, dígale que pague los cuarenta millones antes de que se pongan peor las cosas. Y ya puede dar las gracias si sale de ésta por tan poco.
—¿Cuarenta millones le parecen poco? ¡Dios mío…! —Se quedó callado un segundo, mirando rencorosamente al abogado—. Schnabel, ¿para quién trabaja usted, para mí o para ellos?
Schnabel suspiró. Siempre pasaba lo mismo con los mañosos. Había que explicarles las consecuencias de sus actos como a niños pequeños cuando estaban metidos hasta el cuello de mierda.
—Señor Hartang —dijo pacientemente—, trabajo para mí, y me preocupo sobre todo de mis intereses. Usted me ha contratado para que le informe de las alternativas objetivamente. Pero la decisión es suya y sólo suya. Si lo que usted quiere es que le pase un parte meteorológico que diga que siempre va a hacer sol durante el día y que sólo lloverá por la noche, pues muy bien, allá usted. Perderé a un cliente valioso, y ya no podré pasarle la factura la próxima vez que se meta en líos, porque no habrá próxima vez. Estará usted acabado. Así son las cosas. Yo le proporciono la información de que dispongo. Y usted decide. Así de sencillo. Yo no puedo decidir por usted.
Tom Sharpe
Becas flacas
Porterhouse Blue - 2
Los lectores de la desopilante Zafarrancho en Cambridge recordarán que Poterhouse era un college que nunca se distinguió por su nivel académico, pero donde se disfrutaba de una excelente cocina y no era muy difícil conseguir un título. Ahora, unos años después, todo sigue poco más o menos como entonces, pero tremebundos nubarrones se ciernen en el horizonte. Para empezar, la viuda de Sir Godber Evans, un rector bienintencionado pero un tanto gilipollas, que murió en un extraño accidente cuando su presencia amenazaba el satisfactorio equilibrio tan duramente conseguido, está convencida de que su marido fue asesinado. Obsesionada por encontrar al culpable, decide donar los fondos para crear una nueva cátedra, cuyo titular será en realidad un infiltrado que deberá desentrañar el misterio de la muerte de Sir Godber.
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