Estudiaban los médicos, en los capítulos de sus libros, disculpas para sus disparates. Palpaban con sus ojos mi estado deplorable y sus errores. Conocían las burlas que, de sus recetas, sus aforismos y sus discursos, les hacía mi naturaleza y mi dolor, y, con todos estos desengaños, jamás los oí confesar su ignorancia. Avergonzábanse a ratos de ver sus cabezas peores que la mía, y de que ya no encontraban apariencias, astucias ni gestos con que esconder su rubor y su incertidumbre. Hallaban cerrados todos los pasos de sus persuasiones y escapatorias con las evidencias y mentises con que los rechazaba mi figura y mi tolerancia; y, en fin, su mayor desconsuelo era no poder echar la culpa de mi postración a mis desórdenes ni a mis rebeldías, pues fui tan majadero en abrazar sus votos y sus emplastos, que consentí que me aplicasen los que con justa causa presumía que me serían inútiles y aun quizá dañosos. Mi debilidad y mi tormento continuaban, cada día con rigor más implacable, pero como ellos no habían acabado de decirle a mi cuerpo todo lo que habían estudiado en la Universidad, no quisieron dejarme descansar hasta concluir con todos sus aforismos y recetas, las que me iban embocando, ya en bebidas, ya en lavatorios, ya en emplastos, y en las demás diferencias de martirios con que acometen a los enfermos miserables. Las gentes del pueblo, unas de piadosas, otras de aficionadas, y las más poseídas de la curiosidad de ver la lastimosa y exquisita duración de mi dolencia, me visitaban y consolaban, y todas me echaron encima sus remedios, sus gracias, sus reliquias y sus oraciones. Acudieron a verme otros cinco doctores que había en Salamanca, algunos cirujanos y unos pocos de exorcismeros y, gracias a Dios, todos me trabajaron a pasto y labor, porque para todos había campo abierto en mi docilidad y resistencia. Lo que unos y otros leían o soñaban de noche, me lo echaban a cuestas por la mañana, y así siguió la cura hasta el día veinte de agosto, que les cortó los aceros la apoplejía, que yo temí y había pronosticado en el primer informe y confesión, que hice a los primeros doctores, de mis males. Quédome por ahora apoplético, y mientras le digo al lector los medios con que la piedad de Dios me restituyó al sentido y movimiento, referiré antes, con la verdad y sencillez que procuro, las demás medicinas, brebajes y sajas con que me ayudaron, pues aun le faltan que saber muchas más perrerías de las que ejecutaron conmigo.
En el discurso del tiempo que hay desde el día 15 de abril, que empezaron los médicos a rebutirme de pócimas y a sajarme a sangrías, sanguijuelas y cantáridas, hasta el día 20 de agosto, que me pusieron en el accidente de la apoplejía, me iban encajando, entre los dichos venenos y lanzadas, los rejonazos siguientes. En el día 4 de mayo se hizo un extraordinario consejo de guerra contra mi atenazada humanidad, al que concurrieron seis médicos, dos cirujanos y un conjurador, que tenía voto en estas juntas, y por toda la comunidad salí condenado a diez ventosas todas las noches, las que se habían de plantar en mis lomos, costillas, muslos y piernas; así se ejecutó, durando su repetición hasta el día diez o doce de junio, que por cuenta matemática salen trescientas y doce ventosas a lo menos, porque desde el día 4 de mayo, hasta el día doce de junio, van treinta y nueve días; con que multiplique el curioso ocho a lo menos por treinta y nueve, verá lo que le sale en el cociente. Es verdad que descansé algunas noches, pero por los días de descanso doy en data las ventosas que me echaban más de las ocho, pues muchas veces me espetaron diez y doce; y si me detuviera a contar con rigor aritmético, había de sacar a mi favor otro par de docenas, pero por la medida menor no le quitaré una de las trescientas y doce. Fui jeringado ochenta y cuatro veces con los caldos de la cabeza de carnero, con girapliega, catalicón, sal, tabaco, agua del pozo y otras porquerías, que la parte que las recibía las arrojó de asco muchas veces. Los estregones y fregaduras que aguanté, sin las que van siempre reatadas a las ventosas, serían, a buen ojo, ciento y cincuenta. Recibí los pediluvios de Jorge Baglivio siete veces; y, por fin, se ordenó otra junta entre los mismos comensales para condenarme a las unciones, y aunque los más de los votos fueron contra mí, yo me rebelé, haciéndoles el cargo que mi mal no había hablado palabra alguna por donde se le conociese ser francés, ni constaba por mi confesión haber tenido malos tratos con ninguna persona de esta nación ni con otra alguna de España que hubiese comerciado con estas gentes ni con estos males. Viendo mi resistencia, los doctores prorrumpieron contra mi escusa en estas malditas palabras: «Señor, ¿no hemos de hacer algo? Hasta ahora nadie se ha curado sin medicinas. Sujétese Vmd., pena de que perderá la vida y le llevará el diablo». ¡Quisiera no ser nacido cuando escuché tan terribles necedades y tan bárbara persecución! ¿No hemos de hacer algo? ¿Pues qué, es nada treinta y siete purgas, trescientas y doce ventosas, ochenta y cuatro ayudas, y haberme dejado el pellejo como un cribo, cubierto de los desgarrones y las roturas de las sangrías, sanguijuelas y cantáridas? Vive Dios, que todo el poder del infierno y toda la rabia de los diablos no pudiera haber hecho más crueldades con los que cogen en sus abismos, ¡y me salen ahora con que no hemos de hacer algo! Confieso que me dejé irritar de la expresión hosca y desabrida, y que sólo el disimulo con que se deben recibir los desvaríos de los enfermos pudo también salvar el mal modo de mis respuestas; ya les pedí perdón, ya me lo aplicaron, con que no tengo más que pedir.
Por no descaer de su ciencia y de su negocio, toman estos hombres el empeño de perseguir a los que cogen en las camas, hasta dar en tierra con sus cuerpos. Nunca aciertan a desviarse de su confianza y erronia. Unos se dejan gobernar de la necia fe que dieron a sus aforismos; otros, de la vana credulidad de sus experimentos, sostenida en cuatro ejemplares, que si los examinan con juicio, hallarán que son triunfos más ciertos de la naturaleza que de su arte, su conocimiento o de su astucia; y muchos son sobrecogidos de alguna ambición que les tapa la boca para no hablar con el desengaño que nos manda la buena civilidad de la honradez. Afirmo que puede ser codicia, terquedad, presunción, estudio, maña, experiencia y rectitud presumida, la continuación y la porfiada multitud de sus medicamentos; por lo que soy de sentir (si valen algo para aconsejar mi vejez y mis atisbos) que a las primeras visitas se le paguen con adelantamiento sus pasos y estaciones que éste es el único medio de salir menos mal y quedar mejor todos los interlocutores de las enfermedades: porque el doctor recibe desde luego sus propinas sin cansancio, sin pasar por los sofiones y las burlas que le hacen las medicinas y las dolencias, sin oír los gritos, relaciones y argumentos de los postrados y los asistentes, y sin tener que buscar disculpas a sus desaciertos, sus ignorancias, inobediencias de las aplicaciones y rebeldías de los achaques; el enfermo logra de este modo unas vacaciones tan útiles, que en ellas está muchas veces la cobranza de su descanso y su salud, y si se muere, muere a lo menos con más quietud, con más comodidad y más limpieza; y finalmente, sus domésticos y agregados logran los gastos de su entierro en el ahorro de la botica, que es una cantidad muy suficiente para surtir mucha porción de lo que se engulle en el mortuorio y se desparrama entre los sacristanes, monaguillos, campanilleros y otros tagarotes de calavernario.
Diego de Torres Villarroel
Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor Diego de Torres Villarroel
Es la obra inaugural de la novela autobiográfica, un cambio radical para las letras hispánicas del siglo XVIII y, por ello, una obra capital de la literatura española y la obra maestra de este autor.
Fue acogida por el público como un relato picaresco, en la tradición de la picaresca barroca, aunque con un protagonista burgués, pero no deja de ser una simple autobiografía hecha a base de recuerdos y totalmente ajena al espíritu de coherencia y sentido de las novelas picarescas de la época barroca (Guzmán de Alfarache o El Buscón).
La vida ajetreada de Torres de Villarroeal tiene todo el sabor de una novela picaresca. En los seis «trozos» de que consta, que corresponden cada uno a una década, nos expone con desenfadado estilo los episodios más divertidos de su agitada y pintoresca vida. Da cuenta de su infancia, su juventud aventurera, el ascenso a la cátedra salmantina, el disfrute de su fama literaria, la protección recibida de la Duquesa de Alba y su ordenamiento sacerdotal en 1746.
Su estilo estuvo influenciado por el arte de Quevedo, no obstante su buen humor dista mucho del amargo pesimismo de don Francisco de Quevedo. Esta obra de Villarroeal tiene un inapreciable valor como descripción de la decadencia española en la primera mitad del siglo XVIII: Padeció entonces la España una obscuridad tan afrentosa que en estudio alguno, colegio ni universidad de sus ciudades, había un hombre que pudiese encender un candil para buscar los elementos de esas ciencias…
Como dijo Blanco Aguinaga en su Historia social de la literatura española:
«En resumen: la Vida es la autobiografía de un pequeño burgués advenedizo que logra un éxito sin precedente a través de ingeniosidades, explotando la credulidad del vulgo y sus supersticiones, en las cuales él no cree. Afirma que los fantasmas y otros seres sobrenaturales solo le producen hilaridad: Las brujas, las hechiceras, los duendes, y sus relaciones, historias y chistes me arrullan, en entretienen y me sacan al semblante una burlona risa. […] En la galería de los pequeños burgueses sin burguesía figura este contradictorio perdulario salmantino que anticipa al escritor del siglo XIX, pendiente de los gustos y modas de sus lectores».