Zarparon el 25 de abril de 1818. El muelle estaba abigarrado de rostros. De pronto apareció Eleanor Porden, que venía a desearle al asombrado John mucha suerte. Le soltó un poema larguísimo, al término del cual el propio Polo Norte empezaba a hablarle directamente declarándose vencido. Ahora ya lo sabía: ella lo apreciaba de veras. Eleanor se quedó boquiabierta ante las largas sierras para cortar el hielo y el aparato con el que pretendían desalar el agua de mar. Se volvía loca por la investigación, el mesmerismo y los fenómenos eléctricos, y suplicó a John que se fijara sobre todo si en la región polar el aire tenía un magnetismo mayor y en cuáles eran los efectos que producía en las reacciones de simpatía entre la gente. Al despedirse se le echó al cuello. Su voz era toda gorjeos. John no pudo por menos que estrecharla por la cintura con agrado. ¡Pero no debía tenerla abrazada tanto tiempo! ¡Y no tan fuerte! Se dio cuenta de que corría el peligro de que resultara raro tanto a ella como a todos los demás, y se retiró a toda prisa a seguir con sus cálculos de rumbo y esas cosas tan importantes. Luego zarparon. Los narcisos estaban en flor. La costa estaba totalmente amarilla, como si la hubieran pintado.
El agua salía directamente a chorros, y no daban abasto. Para que la dotación de la Trent estuviera al completo faltaba una sexta parte de los hombres. Y todos se pasaban la mitad de las guardias dándole a la bomba.
Por mucho que se esforzó, en Lerwick no encontró ni la vía de agua ni un solo voluntario con el que reforzar la tripulación. Los habitantes de las Shetland vivían de la navegación y la captura de ballenas, así que ya sabían lo que quería decir que un barco diera con la quilla fuera del agua y fuera inspeccionado pulgada a pulgada. Cuando les decían que se trataba sólo de ajustar mejor las planchas de cobre, sonreían con disimulo. Nadie quería enrolarse en un barco que hiciera agua. John empezó a temer seriamente que aquel agujero invisible en el casco pudiera escamotearle su Polo Norte.
Buchan pensaba seriamente en alistar a los marineros que faltaban dictando una orden perentoria, pero como ahora eso no era legal, le dijo a John:
—¡Usted verá, señor Franklin!
Cuando éste se vio a solas con su primer oficial, Beechey se puso a escrutar el horizonte con sus ojos grises y comentó:
—La tripulación aguanta. Es buena. Tres o cuatro marineros a la fuerza que carezcan de la moral necesaria son peores que nada.
—Gracias —murmuró John aturdido.
Lo bueno de Beechey era que expresaba su opinión cuando la necesitaban.
El marinero Spink, de Grimsby, sabía contar más historias que tres plazas de pueblo juntas, y sobre todo había dado la vuelta a medio mundo. A los doce años le habían obligado a enrolarse en un barco. Luego había viajado con Lapenotiére a bordo de la pequeña Pickle, hasta caer prisionero en manos de los franceses. Pero logró evadirse en compañía de un tal Hewson, y en su huida habían recorrido toda Europa hasta llegar a Trieste. Contaba que había un zapatero alsaciano cuyas botas alargaban los pasos, y que gracias a eso habían podido andar dos veces más deprisa de lo que lo hacía un francés. Contaba también que las mujeres de la Selva Negra llevaban unas sayas de fiesta que parecían tiendas de campaña, y que debajo podían esconderse dos o tres fugitivos de Bonaparte. Y que en Baviera, en plena tempestad, habían atravesado en barca el lago Gemse, llevando sólo un remo, y que luego, en la aldea de pescadores que había en la orilla oriental, se zamparon un asado ternísimo con una albóndiga mágica, gracias a la cual pudieron caminar quince días seguidos sin parar ni comer un solo bocado. Tan cierto como que se llamaba Spink.
Todos corrieron a cubierta. Habían divisado un narval. Se veía perfectamente cómo sobresalía el cuerno. Era un mal presagio. Sólo había otro peor: que la campana del barco empezara a sonar sola. Pero esto no había sucedido nunca, o por lo menos no había habido nadie que lo contara, pues inmediatamente se hundían los barcos sin que se salvara ni una rata.
Nadie se perdía palabra. Para colmo, en pleno mar Polar, más allá de la barrera de hielo, les aguardaban muchos otros seres de proporciones gigantescas. El Almirantazgo ya contaba con que, cuando se fundiera el casquete glacial, bajaran hacia el sur y se metieran en las rutas comerciales del Atlántico, tragándose alguno que otro barco. Por mucho que ninguno de los marineros de la Trent fuera supersticioso…, no podía haber nadie totalmente libre de temor.
Sten Nadolny
El Descubrimiento de la lentitud
La batalla de Copenhague en 1801, el cabo de Buena Esperanza, Australia, Tasmania y la batalla de Trafalgar son parte del escenario donde se desarrolló la vida de John Franklin (1786-1847), y el preámbulo del acontecimiento que le convertiría en un mito de la historia naval, la llegada al Ártico, de donde nunca regresaría y donde se perdió su rastro para siempre.
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