11 de abril, 1970
Hoy es no sé si el 11 o el doce de abril, sábado. Después de dos días de mi regreso, me pongo a grabar para matar el aburrimiento y hacerme la ilusión de que mato la soledad. Llegué anteayer por la noche y ocupo un lugar que se llama «Albert Hall», o cosa así, un departamento que, bien tenido, sería precioso, pero que está completamente abandonado, a pesar de lo cual es habitable. Ayer asistí a la Universidad y me acosté muy temprano. Hoy estoy despierto desde las cuatro, levantado desde las cinco. A las ocho quise ir a la Universidad, esperé el autobús durante media hora y a poco me muero de frío; regresé, y salvo escribir una carta a Vergés, no puedo decir que haya hecho nada, salvo la comida y este reposo relativo al que estoy entregado. Ahora son poco más de las doce; a la una, quizás a las dos, intentaré volver hacia allá, y no ya a la Universidad, sino a mi casa, a ver si hago algo con los cuadros. Estoy cansado y en una situación inestable que, ya lo sé, me impedirá hacer nada positivo. ¡Si por lo menos atiendo mis cartas y termino el arreglo de mi equipaje, me consideraré satisfecho! Escribir, ni pensarlo, pero estoy tan alejado de mis temas que hasta esas ocurrencias inesperadas, a veces tan frecuentes, han desaparecido por completo. Si Dios lo quiere, el día 8 de mayo regresaré a España definitivamente, y para volver aquí habré de pensarlo mucho y tendrán que irme allá las cosas muy mal. He pasado quince días casi feliz: hacía buen tiempo, apenas hubo acontecimientos más o menos perturbadores. Fui con Fernanda a El Ferrol, a Santiago y a Vigo: tres viajes distintos. El resumen, muy bueno. El viaje de regreso, excelente. He venido leyendo la última novela de Vargas Llosa Conversaciones en la Catedral que me parece buena, pero no excelente. Llena de trucos, le falta ese algo que le empuja a uno a meterse en un mundo y a no dejarse salir de él. Aquí no me siento inferior. He leído también una antología de Octavio Paz publicada por «Barral»: me parece un poeta mediano y, lo que es peor, agotado, aunque sigue siendo un buen ensayista. He leído también un libro de Chomsky muy interesante sobre lingüística cartesiana. Algo más compré, pero no lo leí.
Y ahora aquí, tumbado, viendo cómo se está oscureciendo la luz, quizá porque el sol se haya toldado. Hablo poco porque no sé qué decir; tengo la cabeza tan vacía que ni siquiera se me ocurren palabras para ir matando minutos y llenando cintas: ésta es mi situación. Cuando me encuentre en casa, estaré tan desentrenado que me va a costar trabajo volver a escribir. Probablemente me lo costará también volver a pensar, y, sin embargo, todo es necesario, dramáticamente necesario. Tengo que escribir la novela, tengo que escribir el otro libro, tengo que escribir artículos para poder seguir viviendo, porque el dinero que voy a ganar allá más bien será poco.
Continúo una hora después, y después quiere decir también sin hacer nada. Tarde a perros como tantas tardes. Estoy en la cama, son ya las ocho. Pronto tendré sueño y hablo para oírme, quizá para desdoblarme, para acompañarme a mí mismo. En realidad hoy es un día en que no he cruzado una sola palabra con nadie, y espero que mañana me suceda otro tanto. Cuando se despiden de uno el viernes, dicen «buen fin de semana»: mis fines de semana son silenciosos y lo serían más si yo no hablase para engañarme. Estuve oyendo unas cintas y leyendo unos papeles; fui a mi casa y me traje el manuscrito de La Saga Fuga de J. B., empecé a leer y abandoné la lectura porque no me gusta, no me gusta. Me da la impresión de que tengo que empezar por el principio, tengo que rehacer el libro desde la primera línea o, mejor dicho, desde la segunda, porque la primera sigue siendo aquella de «¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!» y yo creo que es lo único estable de la novela. Por el momento, lo único estable: ¡Quién sabe si dejará de serlo! Si fuese capaz de trabajar, debería repasar todas esas notas y hacer unos extractos de lo que hay en cada una de ellas de positivo; ordenarlas y decidir de una vez qué materiales voy a usar y cómo los voy a usar. Decidirlo de una vez, porque en realidad todavía no lo sé. Creo recordar que la última ordenación después del capítulo inicial, consistía en dos partes paralelas, independientes. Una de ellas, en el mundo de Barallobre y, otra, en el mundo de Bastida. La primera contada en primera persona del presente, perdón, en tercera persona del presente; y la otra, en primera persona del pasado; pero ninguna de las dos está escrita, sino sólo iniciadas. Bueno, no he vuelto a preocuparme de esto porque mi preocupación última y actual es seguir inventando disparates para atribuírselos a don Torcuato del Río, a la tía Celinda y a todos estos personajes de la narración de Bastida, y efectivamente no tengo por qué distraerme de esta parte pensando en otras, aunque hoy se me haya ocurrido algo acerca de la necesidad de introducir en ese capítulo nada más que proyectado, ni siquiera empezado, en que J. B. cuenta su vida, que es la vida de todos los J. B., dar consistencia a la infancia de Bendaña y de Barallobre y a su adolescencia. También he decidido últimamente que Barallobre no sea catedrático en activo, sino suspenso de empleo y sueldo. No sé por qué se me ha ocurrido eso de pronto, y me pareció bueno; posiblemente se trate de un truco inconsciente para eliminar la descripción del Instituto, que por otra parte no tiene el menor interés en la novela. Lo tenía antes, cuando había una primera parte remota y una segunda parte próxima, y cuando el protagonista de la segunda parte era un catedrático de francés; pero, ahora se ha eliminado todo esto, el mundo del Instituto no hace más que estorbarme. Claro que me hace falta cuando Taladriz acude a la cita, pero esto se puede arreglar de otra manera sin necesidad de meter el Instituto por medio. Ya veré, ya veré. Yo no sé si tengo apuntada en alguna parte la explicación que da don Torcuato de la evolución, y menos aún sé si tengo apuntado que esta explicación la da en mitad del discurso de inauguración de la Tabla Redonda: consiste en que en un principio los hombres tenían todos los sentidos —la vista, el olfato, el gusto—, muy juntos y muy próximos al orificio de defecación, vulgo ano, que no era el ano actual; y entonces hay una emigración iniciada por la nariz o quizá por el ojo delantero, seguido de la nariz, que van recorriendo la parte anterior del cuerpo hasta quedar instalados uno encima de otro, de donde procede el gigante monóculo; pero no es monóculo, puesto que el segundo ojo abandona su lugar, dejando, como el primero, un orificio, que es precisamente el ano. Recorre la espalda hasta llegar al cuello, y permanece allí durante mucho tiempo, durante todo el tiempo que los hombres tienen una doble visión, delantera y posterior. Cuando se deciden por la visión binocular, el ojo rodea el cuello y acaba instalándose a un lado de la nariz. Como hace feo, el otro ojo desciende un poco hasta situarse simétricamente. Yo no sé si he inventado algo más estos últimos tiempos atribuible a don Torcuato, como no sea una nota que está precisamente en este mismo carrete acerca de esa novela en cartas encontrada por Bastida. Esta novela precisamente puede llevar un prólogo en que el autor anónimo, a la vez protagonista, según Bastida, dice que publica la novela para mostrar a don Juan Valera cómo se escribe, es decir, que no se pueden ocultar ciertos acontecimientos que el señor Valera escamotea al describir el amor del protagonista por Pepita Jiménez. Si usted no ha hablado para nada del sexo, ¿no encuentra un poco forzado que acaben en la cama? Naturalmente hay un sofisma y precisamente por ser sofisma es por lo que Bastida cree que se trata de un mero subterfugio. Bueno, tengo sueño y dada la hora que es, será inevitable que vuelva a despertarme a las cuatro de la mañana, que intente dormir, que no lo consiga y que pierda las primeras horas de la madrugada. Voy sin embargo a ver si logro leer un poco y prolongar algo más este tiempo para no despertarme tan temprano.
Gonzalo Torrente Ballester
Cuadernos de un vate vago
En Los cuadernos de un vate vago Torrente da cuenta de cómo nacieron algunas de sus novelas. Entre 1961 y 1976, Torrente recogió gran parte de sus notas trabajo en cintas magnetofónicas. Al magnetófono le contaba sus problemas durante la escritura, le hablaba acerca de la gestación de varias de sus obras o de sus miedos y sus alegrías. A veces, incluso, le contaba al magnetófono la historia y luego la transcribía. En este volumen se recogen, tal cual se narraron y con la mínima corrección, este conjunto de soliloquios. Se trata de una obra de características inéditas en las letras españolas, y posiblemente universales, por la técnica empleada en ella; y en un texto de gran dimensión literaria: paso de la literatura oral a la literatura escrita, en una bellísima y contundente prosa.
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