Cuando la enfermedad empeora, cuando los médicos confiesan que renuncian, Guillermo hace venir a todos los que le escoltaban desde que salía de sus lugares privados. Naturalmente. Necesariamente… ¿Cuándo estuvo alguna vez solo? ¿Quién se presenta solo al principio del siglo XIII, más que los insensatos, los posesos, los marginales a los que se acorrala? El orden del mundo requiere que cada uno permanezca encerrado en un tejido de solidaridades, de amistades, en un cuerpo. Guillermo convoca a aquellos que constituyen el cuerpo del que él es la cabeza. Un grupo de hombres. Sus hombres: los caballeros de su casa; y después el mayor de sus hijos. Es preciso este numeroso entorno para el gran espectáculo que va a comenzar, el de la muerte principesca. Desde el momento en que están allí para formar el cortejo, ordena que se le lleve. En su casa, dice, sufrirá más a gusto. Más vale morir en la propia casa que fuera. Que se le conduzca a Caversham, a su propia mansión. Tiene muchas, pero es ésta la que escoge porque es, del lado del país natal, la más próxima, la más accesible. No hay que cabalgar: está el Támesis, que conduce hasta ella. Así, el 16 de marzo, el conde Guillermo es «engalanado» por los suyos en una barca, su mujer en otra que sigue, y se empieza a remar, dulcemente, sin jadeos, en caravana.
Desde la llegada, su primera preocupación es liberarse de la carga que le pesa. El hombre cuya muerte se acerca debe, en efecto, deshacerse poco a poco de todo, y abandonar en primer lugar los honores del siglo. Primer acto, primera ceremonia de renuncia. Ostentatoria, como van a serlo los actos que seguirán; pero las bellas muertes en este tiempo son fiestas, se despliegan como sobre un teatro ante gran número de espectadores, ante gran número de oyentes atentos a todas las posturas, a todas las palabras, esperando del moribundo que manifieste lo que vale, que hable, que actúe según su rango, que deje un último ejemplo de virtud a los que le seguirán. Cada uno, de este modo, al dejar el mundo, tiene el deber de ayudar por última vez a afirmar esta moral que hace mantenerse en pie al cuerpo social, y sucederse las generaciones en la regularidad que complace a Dios. Y nosotros, que ya no sabemos lo que es la muerte suntuosa; nosotros, que escondemos la muerte, que la callamos, la evacuamos lo más rápidamente posible como un asunto molesto; nosotros, para quienes la buena muerte debe ser solitaria, rápida, discreta, aprovechemos que la grandeza a que el Mariscal ha llegado le coloca ante nosotros con una luz excepcionalmente viva, y sigamos paso a paso, en los detalles de su desarrollo, el ritual de la muerte a la antigua, que no era una escapada, una salida furtiva, sino una lenta aproximación, reglamentada, gobernada, un preludio, una transferencia solemne de un estado a otro estado superior, una transición tan pública como lo eran las bodas, tan majestuosa como la entrada de los reyes en sus villas. La muerte que hemos perdido y que, muy posiblemente, nos falte.
La función con la que el Mariscal moribundo se encuentra todavía investido es de tal peso que todos los que cuentan en el Estado deben ver con sus ojos cómo la abandona, lo que hace de ella. El rey, por supuesto, el legado del papa también —ya que Roma, en este primer cuarto del siglo XIII, considera que el reino de Inglaterra está bajo su protección, su control—, el gran justicia de Inglaterra; pero también toda la alta baronía. Una muchedumbre, que se ha reunido para eso. No cabría dentro del interior de la mansión de Caversham. Acampa en la otra orilla, en Reading, en el gran monasterio real y en sus alrededores. Guillermo no puede moverse de su cama. Es preciso, por tanto, que los más importantes del reino atraviesen el río, vayan a la cabecera de su lecho. El 8 ó el 9 de abril entran en la habitación, acompañando a un muchacho de doce años, Enrique, el pequeño rey. Es a este niño al que, desde su cama, el Mariscal comienza a sermonear, excusándose de no poderle tener más tiempo bajo su custodia, desarrollando un discurso moral, este discuso que, según los ritos, deben tener los padres en su lecho de muerte para con su hijo mayor, el heredero. Guillermo amonesta al niño, le compromete a bien vivir, piendo a Dios —dice— que le haga desaparecer pronto si por desgracia se convirtiera en un traidor como lo fueron, ¡ay!, algunos de sus abuelos. Y toda la compañía contesta amén. El Mariscal la despacha entonces. Aún no está dispuesto. Tiene necesidad de la noche para elegir quién le ha de suceder como tutor. Quiere descartar al obispo de Winchester, ardiente, que hacía un momento se enganchaba al adolescente, que se imagina tenerle firmemente en sus manos porque, en 1216, el Mariscal le había confiado, como en subcontrato, al muchacho demasiado débil entonces como para seguir al regente en las cabalgadas incesantes, y que ahora le querría para él solo por completo. Guillermo quiere reflexionar, tomar consejo de su hijo, de su gente, de sus más íntimos. En familia, en privado, decide: hay demasiadas rivalidades ahora en el país. Si dejara a Enrique, tercero del nombre, al uno, los otros estarían despechados, y sería de nuevo la guerra. Sólo él, de entre todos los barones, tenía la autoridad que se precisaba. ¿Quién podría ocupar su sitio? Dios, simplemente. Dios y el papa. A ellos, por tanto, dejaría al rey: es decir, al legado que ocupa el lugar de éste y de aquél en Inglaterra.
Georges Duby
Guillermo el Mariscal
Nacido de un modesto linaje a mediados del siglo XII, GUILLERMO EL MARISCAL (1145?-1219) —el caballero más leal, sabio y valeroso del mundo— fue ascendido en rango y honores a lo largo de los tres cuartos de siglo de vinculación con Inglaterra de la aristocracia anglonormanda. Este héroe a la vez histórico y legendario alcanzó la fama como campeón de los torneos y sirvió fielmente a los Plantagenêt (Enrique II, Enrique el Joven, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra) en las guerras contra la nobleza y en sus enfrentamientos con la monarquía francesa de los Capetos. Regente del reino durante la minoría de edad de Enrique III, combate a sus setenta y tres años contra Felipe Augusto y vence al futuro Luis VIII en la batalla de Lincoln en 1217.
Siguiendo el poema compuesto a la muerte de Guillermo el Mariscal por encargo de su primogénito, esta prodigiosa monografía de GEORGES DUBY —uno de los grandes medievalistas contemporáneos y profesor del Colegio de Francia— logra una brillante y rigurosa reconstrucción del mundo de la caballería, del ritual medieval de la guerra y del sistema de valores de una sociedad que rindió especial culto a la lealtad y el heroísmo de sus hombres de armas.
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