EN cada puerto que visitábamos explotaban las reyertas, y como Paita, situado a doscientas leguas al noroeste de El Callao, es uno de los mejores puertos de la costa peruana, en él ocurrió nuestra mejor reyerta. Estaba yo durmiendo una siesta poco después de nuestra llegada temprano por la tarde del 22 de abril, cuando inflamados juramentos y gritos resonaron por el pasadizo y adormilado reconocí la voz del coronel:
—¡Mil pestes y furias os lleven, chivo tonsurado! ¿Cómo os atrevéis a meter vuestro largo hocico en mis asuntos? ¿Qué os importa a quién envío a dónde y para qué? Yo soy el coronel y en cuestiones militares, quien decide, dirige y hace lo que se le antoje, y sólo a la aprobación del general me someto.
Una respuesta dulce y urbana cuyo sentido no pude captar fue interrumpida bruscamente por una nueva andanada de imprecaciones.
—¿De modo que el sargento fue a consultaros? ¿Dijo que temía cometer un pecado mortal si obedecía mis órdenes? ¡Sí que lo cometió! Cuando le eche mano, lo juro por Dios Todopoderoso, lo desollaré como a una raya; y en cuanto a vos ¿cómo os atrevéis a traicionar el secreto de confesión para sembrar cizaña entre yo y mis sargentos? ¡Por el cielo, os trincharé como a un capón, padre de sodomitas!
—¡Paz, paz, hijo mío! —exclamó el otro con voz semejante a un balido. Y luego—: ¡Corréis peligro! ¿No os importa nada vuestra alma inmortal?
—¡Dios mío! —me dije ya del todo despierto—. Ése debe de ser el vicario.
Me arrojé de la litera desnudo con excepción de una ligera camisa y me apresuré a llamar a la gran cabina.
—Rápido, por amor de Dios, don Álvaro —rogué—. Salid al pasillo en seguida para evitar derramamiento de sangre o algo todavía peor.
El general, que se hacía recortar la barba y rezaba el rosario a la vez, se me quedó mirando boquiabierto.
—¡Vaya, si no es Andresito —dijo— con las faldas de la camisa al aire! Muchacho, pareces el virtuoso José huyendo de la mujer de Putifar.
Doña Mariana irrumpió en una sonora carcajada:
—Le hacéis al pobre desdichado demasiado honor, cuñado. Por la expresión de su cara, diría que Putifar lo ha atrapado in fraganti y lo corre con el cuchillo del castrador.
Avergonzado y confuso, cogí una tela de damasco que cubría una mesa y me la até en torno a la cintura con una muda súplica de perdón a doña Mariana.
—Rápido, don Álvaro —repetí—, no hay tiempo que perder. El coronel está a punto de convertir en mártir al padre Juan.
Él se puso en pie de un salto con la toalla del barbero todavía en torno al cuello y me siguió a la puerta, a la que llegamos justo a tiempo. El coronel, con el puño alzado y la cara encendida, avanzaba por el pasadizo hacia nosotros. El vicario, con su cruz de plata en alto, retrocedía delante de él, paso a paso, reiterando:
—¡Largo, pecador, largo!
Cuando la puerta se abrió de un golpe, el buen padre cayó en mis brazos casi desmayado de terror. Lo arrastré a la cabina y lo senté contra una cómoda, dejando que don Álvaro le hiciera frente al coronel.
Robert Graves
Las islas de la imprudencia
Graves se centra en esta ocasión en la expedición encabezada por Álvaro de Mendaña (cuyo propósito era descubrir Australia y colonizar las islas de los Mares del Sur) y en el hallazgo de las islas Marquesas y las Salomón. Al margen de la pugna entre la armada británica y la española, uno de los temas mejor reflejados en la novela es la audacia y valentía de los hombres de mar de la época, y lo que singulariza esta expedición es que, a la muerte de Mendaña, quien se hizo cargo de la expedición fue una mujer extraordinaria que apenas ha dejado huella en la historia, Ysabel de Barreto. De nuevo, Graves ha recuperado un episodio oculto de la historia que sobre todo deleitará al lector español.