02 octubre 2022

La custodia de la calabaza

La custodia de la calabaza

El sol matinal descendía como una ducha dorada sobre el castillo de Blandings, iluminando con un tonificante resplandor sus muros cubiertos de hiedra, sus prados ondulantes, sus jardines, sus viviendas y sus dependencias, y aquellos de sus habitantes que en aquel momento pudieran estar tomando el aire. Bajaba sobre verdes extensiones de césped y amplias terrazas, y sobre nobles árboles y multicolores parterres. Caía sobre el desgastado asiento de los pantalones de Angus McAllister, jardinero en jefe del noveno conde de Emsworth, mientras inclinaba con recia testarudez escocesa su espalda para arrancar una babosa de sus sueños bajo la hoja de una lechuga. Caía sobre los blancos pantalones de franela del Honorable Freddie Threepwood, segundo hijo de lord Emsworth, que avanzaba a buen paso a través de los húmedos prados. Y también caía sobre el mismísimo lord Emsworth y sobre Beach, su fiel mayordomo, que se encontraban en la torrecilla que dominaba el ala oeste, el primero con un ojo aplicado a un potente telescopio y el segundo sosteniendo el sombrero que le habían enviado a buscar.

—Beach —dijo lord Emsworth.

—¿Milord?

—Me han estafado. Este maldito trasto no funciona.

—¿Su señoría no puede ver con claridad?

—No puedo ver absolutamente nada, maldita sea. Todo está negro.

El mayordomo era hombre observador.

—Acaso si yo quitase el tapón que hay en el extremo del instrumento, milord, cabría obtener unos resultados más satisfactorios.

—¿Eh? ¿Un tapón? ¿Hay un tapón? ¿O sea que es esto? Sáquelo, Beach.

—En seguida, milord.

—¡Ah!

Había satisfacción en la voz de lord Emsworth. Hizo girar y ajustó los mandos, y su satisfacción aumentó.

—Sí, esto ya está mejor. Es formidable. Beach, puedo ver una vaca.

—¿Sí, milord?

—Allá abajo, en los prados. Muy notable. Como si estuviera a un par de metros de distancia. Muy bien, Beach. Ya no le necesitaré.

—¿Y su sombrero, milord?

—Póngamelo en la cabeza.

—Muy bien, milord.

Una vez efectuado este gesto amable, el mayordomo se retiró, y lord Emsworth siguió contemplando la vaca.

El noveno conde de Emsworth era un caballero amable y de mente sencilla, con una debilidad por los juguetes nuevos. Aunque el principal interés de su vida fuese su jardín, siempre estaba dispuesto a probar una novedad, y el telescopio era la última de tales novedades. Encargado en Londres, en un momento de entusiasmo producto de la lectura de un artículo sobre astronomía en una revista mensual, había quedado instalado debidamente la tarde anterior. A lo que se procedía ahora era a su primera prueba.

Finalmente, el atractivo de la vaca para el público empezó a desvanecerse. Era una vaca de buena estampa, como suelen serlo las vacas, pero, como tantas otras vacas, carecía de un interés dramático sostenido. Hastiado al cabo de un rato por el espectáculo del animal rumiando y contemplando la nada con ojos vidriosos, lord Emsworth decidió hacer girar el aparato con la esperanza de captar algo que fuera una pizca más sensacional. Y a punto estaba de hacerlo, cuando en su radio de visión apareció el Honorable Freddie. Blanco y resplandeciente, correteaba por el césped como un pastor de Teócrito que se apresurase a asistir a una cita con una ninfa, y una súbita arruga turbó la serenidad de la frente de lord Emsworth. Generalmente, fruncía el ceño al ver a Freddie, ya que con el paso de los años aquel joven se había convertido cada vez más en un problema para un padre angustiado.

A diferencia del bacalao macho, que de pronto, al ser padre de tres millones quinientos mil pequeños bacalaos, resuelve animosamente quererlos a todos, la aristocracia británica tiende a mirar con ojo un tanto malevolente a sus hijos más jóvenes. Y Freddie Threepwood era uno de aquellos hijos jóvenes que más invitaban a la mirada malevolente. Parecíale al cabeza de familia que no había manera de ponerle coto a aquel muchacho. Si se le permitía vivir en Londres, acumulaba deudas y se metía en líos desagradables, y cuando se le obligaba a regresar a los alrededores del castillo de Blandings, mucho más puros, se quejaba del lugar y merodeaba por él como un alma perdida.

La compañía de Hamlet en Elsinore debió de ejercer sobre su padrastro el mismo efecto que ahora producía Freddie Threepwood sobre lord Emsworth en Blandings. Y es probable que lo que inducía a este último a mantener fijo en él un ojo telescópico en aquel momento fuera el hecho de que su conducta resultara tan ostentosamente misteriosa y su porte estuviera tan intrigantemente libre de su acostumbrada y agobiante pesadumbre. Una voz interior le susurraba a lord Emsworth que a aquel jovenzuelo sonriente y retozón le movía alguna idea aviesa y que bien valía la pena vigilarle.

La voz interior acertaba de lleno, pues treinta segundos más tarde su afirmación ya no necesitó más pruebas. Apenas había tenido tiempo su señoría para desear, como invariablemente deseaba al ver a su retoño, que Freddie hubiera sido un ser totalmente diferente en carácter, moral y aspecto, y que hubiera sido hijo de alguien que viviera a considerable distancia, cuando de una pequeña arboleda cerca al final del prado salió de un brinco una muchacha. Y Freddie, después de echar una cautelosa mirada por encima del hombro, procedió inmediatamente a rodear a aquella joven con un cálido abrazo.

Lord Emsworth consideró haber visto bastante. Como un hombre deshecho, se alejó del telescopio. Uno de sus sueños favoritos era el de una muchacha agradable, elegible, perteneciente a una buena familia y poseedora de algún dinero propio, que se presentara un buen día y arrancara a Freddie de sus manos, pero aquella voz interior, más confiada ahora que nunca, le dijo que no era aquélla. No. Sólo había una explicación. En su reclusión, enclaustrado en Blandings, lejos de la Metrópolis con todas sus facilidades para esta clase de cosas, Freddie se las había arreglado para liarse. Temblando de ira, lord Emsworth bajó presuroso la escalera y salió a la terraza. Una vez allí, se puso al acecho como un leopardo ya veterano que esperase la hora de la pitanza, hasta que a su debido momento hubo un destello blanco entre los árboles que flanqueaban el camino y un alegre silbido anunció la proximidad del culpable.

Esta aproximación de su hijo fue observada por lord Emsworth con una mirada tan agria como hostil. Se ajustó sus quevedos y, con su ayuda, pudo percibir que una fatua sonrisa de satisfacción iluminaba el rostro del joven, dándole el aspecto de una oveja radiante. En el ojal del joven destacaba un ramillete de simples florecillas silvestres que, mientras caminaba, acariciaba de vez en cuando con mano amorosa.

—¡Frederick! —rugió su señoría.

El villano de la función se detuvo bruscamente. Sumido en un trance rosado, no había observado la presencia de su padre, pero tal era la dicha que le embargaba que ni siquiera este encuentro pudo empañarla y siguió avanzando haciendo cabriolas.

—¡Hola, jefe! —canturreó y registró su mente en pos de un tema agradable de conversación, cosa siempre un tanto difícil en tales ocasiones—. Hermoso día, ¿verdad?

Su señoría no iba a dejarse desviar hacia una discusión sobre el tiempo. Dio un paso adelante, con todo el aspecto del hombre que se cargó a los pequeños príncipes en la Torre de Londres.

—Frederick —inquirió—, ¿quién era aquella chica?

El Honorable Frederick tuvo un sobresalto convulsivo. Pareció tragarse con dificultad algo de gran tamaño y bordes mellados.

—¿Chica? —tartamudeó—. ¿Chica? ¿Chica, jefe?

—Aquella chica a la que te he visto besar hace diez minutos, en el prado.

—¡Ah! —exclamó el Honorable Freddie. Hizo un pausa—. ¡Oh, ah! —dijo antes de hacer otra pausa—. ¡Oh, ah, sí! Tenía la intención de hablarte de ello, jefe.

—¿De veras?

—Todo perfectamente correcto, ¿sabes? ¡Ya lo creo! ¡Todo de lo más correcto! Quiero decir que nada turbio, ni nada por el estilo. Es mi novia.

Lord Emsworth profirió un aullido, como si una de las abejas que zumbaban sobre las matas de espliego hubiera aprovechado la oportunidad para picarle en el cogote.

—¿Quién es ella? —rugió—. ¿Quién es esa mujer?

—Se llama Donaldson.

—¿Quién es?

—Aggie Donaldson. Aggie es una abreviatura de Niágara. Según me ha contado, sus padres pasaron la luna de miel en las cataratas. Es americana, ¿sabes? Muy curiosos los nombres que les ponen a los críos en América —continuó Freddie con falsa jovialidad—. ¡Imagínate! ¡Niágara! ¿Qué te parece?

—¿Quién es ella?

—Has de saber que es una chica enormemente inteligente. Y con el riñón bien cubierto. Te gustará, palabra.

—¿Quién es?

—Y sabe tocar el saxofón.

—¿Quién es ella? —preguntó lord Emsworth por sexta vez—. ¿Y dónde la conociste?

Freddie tosió. Advertía que no era posible ocultar por más tiempo la información y sabía perfectamente que no iba a ser una de aquellas que producen grandes raptos de dicha.

—Bueno, en realidad, jefe, es una especie de prima de Angus McAllister. Ha venido a Inglaterra para visitarle y ahora pasa una temporada con el viejo, ¿sabes? Y así fue cómo me topé con ella.

Lord Emsworth emitió un leve gorgoteo mientras sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Había tenido muchas visiones desagradables relacionadas con el futuro de su hijo, pero jamás una que le representara dirigiéndose hacia el altar con una especie de prima de su jardinero en jefe.

—¡Ah! —dijo—. ¿Ah, sí?

—Tal viene a ser la esencia del asunto, jefe.

Lord Emsworth alzó los brazos como si pidiera al cielo que presenciara la desdicha que perseguía a un buen hombre, echó a andar a través de la terraza con un trote rápido, y tras explorar el terreno durante unos minutos, descubrió a su presa junto a la entrada de la avenida de los tejos.

El jardinero jefe se volvió al oír el rumor de sus pasos. Era un hombre robusto y de estatura mediana, con sus cejas que hubieran encajado en una frente más ancha. Éstas, con la adición de una barba rojiza e hirsuta, le conferían una expresión enérgica e inflexible. La cara de Angus McAllister reflejaba honradez en abundancia, así como inteligencia, pero era un tanto pobre en dulzura y jovialidad.

—McAllister —dijo su señoría, adentrándose sin preámbulos en el núcleo del discurso—. Esa chica. Debe usted alejarla.

Una expresión de pasmo nubló aquellas facciones del señor McAllister que no quedaban ocultas detrás de su barba y sus cejas.

—¿Chica?

—Esa chica que vive en su casa. ¡Debe marcharse!

—¿Marcharse a dónde?

Lord Emsworth no estaba dispuesto a mostrarse remilgado en lo referente a los detalles.

—A cualquier parte —contestó—. No quiero tenerla aquí ni un día más.

—¿Y por qué? —inquirió el señor McAllister, partidario de dejar las cosas bien en claro.

—No importa el porqué. Debe usted facturarla inmediatamente.

El señor McAllister mencionó entonces una objeción insuperable.

—Me paga dos libras por semana —explicó con sencillez.

Lord Emsworth no rechinó los dientes, porque no era proclive a esta forma de manifestar una emoción, pero pegó un salto de un palmo que ocasionó el desprendimiento de sus quevedos. Y, aunque normalmente era hombre justo y razonable, sabedor de que los nobles modernos deben pensarlo dos veces antes de aplicar la doctrina feudal a sus employés, ahora adoptó la rotunda truculencia de un gran terrateniente del primer período normando en el momento de fustigar a un siervo.

—¡Escuche, McAllister! ¡Escúcheme! O hace que esa chica se largue hoy mismo o puede largarse usted. ¡Y hablo muy en serio!

Una curiosa expresión apareció en el rostro de Angus McAllister… siempre exceptuados los territorios ocupados. Era la mirada del hombre que no ha olvidado Bannockburn, un hombre consciente de pertenecer al país de William Wallace y de Robert the Bruce. Elaboró unos sonidos escoceses en el fondo de su gaznate.

—Su señoría aceptará mi dimisión —dijo, con formal dignidad.

—Le pagaré un mes de sueldo en vez de darle las dos semanas y se irá esta misma tarde —replicó lord Emsworth con saña.

—¡Hummmf! —Hizo el señor McAllister.

Lord Emsworth abandonó el campo de batalla con una sensación de puro júbilo, dominado aún por la furia animal del conflicto. Pensar que Angus McAllister le había servido fielmente durante diez años no le inspiraba el menor remordimiento, y tampoco pasó por su mente la idea de que pudiera echar de menos a McAllister.

Pero aquella noche, mientras fumaba sentado su cigarrillo de después de la cena, la Razón, tan violentamente expulsada, volvió a aproximarse tímidamente a su trono, y pareció como si una mano helada se posara de pronto sobre el corazón de lord Emsworth.

Sin la presencia de Angus McAllister, ¿qué sería de la calabaza?


P. G. Wodehouse

El castillo de Blandings

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