Los ojos de Guillermo, muy abiertos, llenos de reproche y melancólicos, siguieron todos sus movimientos.
—¡Tres ventanas y el gato de la señora Clive en una sola mañana! —empezó a comentar el señor Brown con severidad.
Guillermo le interrumpió asegurando:
—No tenía «intenciones» de darle a ese gato. De veras. Yo no iría haciendo rabiar a los gatos. Se «enfuerecen» en seguida esos animales. Es que se metió en el paso de mi flecha. No pude dejar de disparar a tiempo… Y tampoco tenía «intenciones» de romper esas ventanas. Yo no «intentaba» dar en ellas. Aún no he podido dar a nada de lo que apuntaba. Aún no he aprendido. Es cuestión de maña, pero hace falta práctica.
El señor Brown se metió la llave en el bolsillo.
—Es una maña que no es fácil que adquieras practicando con este instrumento —dijo por fin secamente.
Guillermo salió al jardín y miró tristemente hacia la pared. Pero la niña de al lado estaba fuera y no podía simpatizar con él, aunque se encaramase a la tapia con este propósito. La suerte le era adversa en todos los sentidos.
Así, pues, exhalando un profundo suspiro, salió del jardín, desconsolado, y echó a andar carretera abajo, con las manos metidas en los bolsillos.
La vida se le presentaba vacía y poco interesante sin su arco y su flecha. Pelirrojo tendría su arco y su flecha. Sólo él, Guillermo, distinto a los demás, sería un paria social, un muchacho sin arco y sin flecha, ya que habéis de saber que los arcos y las flechas estaban de moda. ¡Si siquiera alguno de los otros rompiera alguna ventana o diera a un gato que no tuviese suficiente sentido común para quitarse del paso… y entonces le ocurriera lo mismo que a él le había pasado…!
Llegó a un portillo con escalones que conducía a un prado y se sentó sobre él, deprimido, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos. No valía la pena de vivir aquella vida.
—¡Un miserable gato! —exclamó en alta voz—. ¡Un miserable gato…! Y ni siquiera le hice daño. Armó jaleo nada más que por despecho, maullando y bufando. ¡Y las ventanas…! ¡Como si el vidrio no fuese barato y la mar de fácil de poner! Sería… sería capaz de arreglarlas yo mismo… si tuviese las cosas para hacerlo. Yo…
Se interrumpió. Algo bajaba por la carretera. Caminaba con paso ligero, saltarín, con sus orejas de «foxterrier» erguidas, su hocico de perdiguero alzado, meneando su rabo de perro de pastor y con su cuerpo, casi de «basset», temblando de alegría de vivir.
Se detuvo delante de Guillermo dando un alegre ladrido de saludo; luego aguardó ávido, alerta, ansioso de amistad.
—¡Ratas! ¡Anda, búscalas! —dijo Guillermo sin gran interés.
El perro dio un saltito y aguardó la aparición de algo, con las patas delanteras separadas, un ojo clavado en Guillermo y el otro en lo que pudiera aparecer para ser perseguido.
El muchacho rompió una rama del seto y la tiró. El perro dio un ladrido y corrió tras ella, hasta cogerla; luego la mordió, la tiró al aire, la volvió a coger, le gruñó incluso, y, por fin, se la volvió a llevar a Guillermo, aguardando, jadeante y encantado, como suplicando que se repitiera otra vez el divertido juego.
El niño empezó a reanimarse. Se apeó del portillo y examinó el collar del perro.
Sólo llevaba inscrita una palabra: «Jumble».
—¡Eh, «Jumble»! —llamó entonces, echando a andar carretera abajo.
Y «Jumble» empezó a brincar a su alrededor. Se alejó corriendo y volvió de la misma manera. Le mordisqueó las botas; saltó, amistoso a más no poder y volvió a echar a correr. Luego suplicó, con todos sus gestos, que le echasen otra rama, la cogió, rodó por el suelo con ella, la gruñó, la trituró y finalmente depositó los restos a los pies de Guillermo.
—¡Muy bien, muy bien! —le animó el niño—. ¡Así se hace, «Jumble»! ¡Vamos!
«Jumble» fue. Guillermo atravesó la población orgulloso, con el perro jugando a su alrededor.
De vez en cuando volvía la cabeza y silbaba imperiosamente, para hacer que su protegido abandonara su investigación de la cuneta. Era un silbido imperioso, dominador y, sin embargo, despreocupado: un silbido que Guillermo había practicado mucho en secreto para el feliz día en que la Providencia le deparara un perro de verdad que fuera suyo exclusivamente. Sólo que hasta aquel momento, la Providencia, encarnada en sus padres, había hecho oídos sordos a todas sus súplicas.
El muchacho pasó, repetimos, una mañana muy feliz.
«Jumble» nadó en el estanque, para sacar los palos que le tiraron al agua, aunque luego se sacudió el agua cerca de Guillermo, empapándole. Persiguió a una gallina, fue perseguido por un gato, ladró a un rebaño de vacas, tiró al suelo una cortina que estaba colgada a secar en un Jardín… En fin, era travieso, cariñoso, humorístico, completamente irresistible, y adoptó sin reservas a Guillermo.
Este doblaba una esquina con aparente despreocupación y luego esperaba, conteniendo el aliento, para ver si el perro le seguía, cosa que nunca dejaba de hacer.
Por tal motivo, Guillermo llegó tarde a comer. Sus padres y su hermano y hermana mayores habían empezado ya.
Se dirigió silenciosamente a su asiento. Su padre estaba leyendo el periódico; pues el señor Brown compraba siempre dos periódicos, uno de los cuales leía durante el desayuno, y el otro a la hora de comer.
—Guillermo —dijo la señora Brown—, me gustaría que fueses puntual y que te cepillases el pelo antes de sentarte a la mesa.
Guillermo alzó una mano para alisarse el pelo; pero al fijarse cómo la tenía, se apresuró a bajarla.
—No, Ethel. No sabía que hubiese alquilado nadie Lavender Cottage. ¿Un artista? ¡Qué bien! Guillermo, ¿quieres estarte quieto? ¿Se han mudado ya a la casa?
—Sí —contestó Ethel—. La han alquilado amueblada por dos meses, según creo. ¡Cielos! ¡«Fíjate» en las manos de Guillermo!
El aludido metió debajo de la mesa aquellas manos que tanto ofendían y dirigió a su hermana una mirada de ira.
—Ve a lavarte las manos, querido —dijo la señora Brown, con paciencia.
Durante once años había ostentado el cargo de madre de Guillermo; eso le había enseñado a tener paciencia.
Guillermo se levantó de mala gana.
—No están sucias —dijo, indignado—. Por lo menos, lo han estado más otras veces y no has dicho nada. No puedo estar «siempre» lavándolas, ¿no te parece? Hay clases de manos que se ensucian más pronto que otras y si se las lava demasiado, es peor y…
Ethel soltó un gemido y el señor Brown soltó su periódico. Ante esto, Guillermo se retiró precipitadamente, pero con dignidad.
—¡Y «fíjate» en sus botas! —exclamó aún Ethel, viéndole salir—. Las tiene llenas de barro, y los calcetines están calados, se ve desde aquí. Ha estado metido en el estanque, a juzgar por su aspecto, y…
Guillermo no oyó más. Había momentos en que sentía muy poco cariño por Ethel.
Regresó unos minutos después, resplandeciente, con el pelo muy bien cepillado.
—¡Qué «uñas»! —murmuró, no obstante, cuando su hermano se sentó.
—Bueno —dijo la señora Brown—, sigue contándonos lo de la gente nueva. Guillermo, ¿quieres coger bien el cuchillo? Sigue, Ethel.
Guillermo acabó la comida en silencio. Luego anunció con aire de importancia:
—Tengo un perro.
—¿Qué clase de perro?
—¿Quién te lo dio?
Roberto y Ethel habían hablado simultáneamente.
—Nadie me lo dio. Empezó a seguirme esta mañana y no pude quitármelo de encima. Por lo menos, no quería marcharse. Me siguió por todo el pueblo y luego vino a casa conmigo. No hubiera podido quitármelo de encima aunque hubiese querido.
—¿Dónde está ahora? —preguntó la señora Brown con ansiedad.
El señor Brown dobló su periódico.
—Escarbando entre mis cuadros de flores, seguramente —dijo, con desesperada resignación.
—Está atado —le tranquilizó el niño—. Le até al árbol que hay en medio del macizo de rosales.
—¡El macizo de rosales! —gimió su padre—. ¡Santo Dios!
—¿Le has dado algo de comer? —preguntó con severidad Roberto.
—Sí —contestó el niño, procurando no encontrarse con la mirada de su madre—. Le encontré unas cuantas cosas en la despensa.
El papá de Guillermo sacó el reloj y se puso en pie.
—Bueno, pues más vale que lo lleves a la Comisaría esta tarde —dijo.
—¡A la Comisaría! —repitió, roncamente, el muchacho—. ¡Este no es un perro «perdido»! No; no pertenece a nadie, eso es todo. Por lo menos, no pertenecía a nadie. ¡Pobre perro! No… ¡ejem…! no necesita «mucha» cosa para ser feliz. Puede dormir en mi cuarto y comer las sobras que haya.
El señor Brown salió sin contestar.
—Tendrás que llevarlo, Guillermo, ¿sabes? —indicó la señora Brown—. Conque, date prisa. Ya sabes dónde está la Comisaría, ¿verdad? ¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias —contestó el muchacho, precipitadamente.
Unos momentos después se dirigía a la Comisaría seguido de «Jumble», que trotaba alegremente tras él, ignorante de la suerte que querían corriese.
En el rostro de Guillermo se veía una expresión severa y fija, que desapareció en parte al aproximarse a la Comisaría. Se detuvo ante la puerta y miró a «Jumble». Este se preparó para jugar y meneó el rabo.
—Bueno —dijo el muchacho—, ahí la tienes. Esta es la Comisaría.
«Jumble» dio un ladrido chillón.
Parecía decir: «Date prisa con la rama o con la carrera, o lo que quieras».
—Anda, entra —le invitó Guillermo, señalando la puerta con un movimiento de cabeza.
Indiferente a ello, «Jumble» se puso a mordisquear una piedra en mitad de la carretera, luego la echó a rodar con las patas y, finalmente, corrió tras ella dando feroces gruñidos.
—Es la Comisaría —repitió el muchacho—; entra si quieres.
Tras lo cual, dio media vuelta y regresó a casa, sin volver la cabeza una sola vez. Sin embargo, hemos de decir que caminó lentamente, gritando, de vez en cuando: «¡Eh, “Jumble”!» y dando frecuentes silbidos imperiosos. Y «Jumble» trotó, feliz, detrás de él.
No había nadie en el jardín, ni en el vestíbulo, ni en la escalera. Por una vez la suerte protegía a Guillermo.
Apareció a la hora del té muy bien lavado y cepillado, con aquella expresión de virtud e ingenuidad que los que le conocían bien, asociaban con sus golpes más atrevidos.
—¿Llevaste ese perro a la Comisaría, Guillermo? —le preguntó su padre.
Guillermo tosió.
—Sí, papá —dijo, humildemente, con los ojos clavados en el plato.
—¿Qué te dijeron?
—Nada, papá.
—Supongo que tendré que pasarme el atardecer plantando los rosales de nuevo —prosiguió amargamente, el señor Brown.
—Guillermo le dio a ese chucho nada menos que el pastel «entero» de carne y riñones —murmuró la señora Brown—. La cocinera tendrá que hacer otro para mañana.
Guillermo volvió a toser al oír lo que decían; pero no alzó la vista del plato.
—¿Qué ruido es ese? —preguntó, de pronto, Ethel—. ¡Escuchad!
Escucharon atentamente. Se oía un ruido parecido al que se produce al raspar madera.
—Es arriba —dijo Roberto, con aire de Sherlock Holmes.
Luego se oyó un ladrido agudo e impaciente.
—¡Es un «perro»! —exclamaron los cuatro a coro—. ¡El perro de Guillermo!
Todos dirigieron miradas severas al muchacho, que se ruborizó levemente, pero siguió comiendo su trozo de pastel con un simulacro de distracción que no convenció a nadie.
—Me pareció oírte decir que llevaste ese perro a la Comisaría, Guillermo —dijo, por fin, el señor Brown, muy severo.
—Le llevé. Le llevé a la Comisaría y volví a casa. Supongo que debe de haberse escapado y vuelto a casa y que se ha metido en mi cuarto.
—¿Dónde le dejaste? ¿Dentro de la Comisaría?
—No… en… Al lado de la puerta.
El señor Brown se puso en pie, con hastío.
—Roberto, ¿quieres encargarte de que ese animal llegue a la Comisaría esta noche?
—Sí, papá —contestó Roberto, dirigiéndole una mirada vengativa a su hermano.
Guillermo le siguió escalera arriba.
—¡Qué lata! —murmuró Roberto, mientras se dirigía a obedecer la orden de su padre.
«Jumble», que estaba mordiendo la puerta del cuarto del niño, les recibió encantado.
—¡Mira! —exclamó Guillermo, amargamente—. ¡Mira cómo le conoce a uno! ¡Está bonito eso de mandar a la Comisaría un perro que le conoce a uno! ¡Es una vergüenza!
Roberto miró al bicho con frialdad.
—¡Vaya mezcla! —murmuró con superioridad.
—¡Mezcla! —protestó Guillermo, indignado—. «Este» no tiene ni pizca de mezcla. ¡Mírale! Y aprende a hacer cosas con la mar de facilidad. Mira cómo se pone en pie sobre las patas de atrás. Se lo enseñé a hacer esta tarde.
Sacó una galleta del bolsillo y se la ofreció. «Jumble» se puso de pie sobre las patas de atrás, con dificultad, y acabó cayéndose de espaldas. Meneó la cola y pareció reír, muy regocijado.
La expresión de superioridad de Roberto desapareció.
—Hazlo otra vez —dijo—. No tan atrás. ¡Trae, dámelo a mí! ¡Vamos…! ¡Así…! ¡Ahora…! ¡No te muevas…! ¡Bien hecho! ¿Tienes más galletas? Vamos a probarlo otra vez.
Durante los siguientes veinte minutos le enseñaron a pedir y otras cosas. No cabía la menor duda de que «Jumble» tenía un encanto que le era peculiar. Hasta Roberto se daba cuenta de ello. De pronto, se oyó la voz de Ethel, abajo:
—¡Roberto! ¡Sidney Bellew ha venido a buscarte!
—¡Maldito sea el perro! —exclamó al oírlo el voluble Roberto, poniéndose en pie, encarnado y desgreñado de estar agachado junto a «Jumble»—. Íbamos a dar un paseo a Fairfields y la Comisaría está en dirección opuesta.
—Yo le llevaré, Roberto —dijo Guillermo, bondadosamente—. De veras.
Su hermano le miró con desconfianza.
—Sí; como le llevaste esta tarde, ¿no es eso?
—Le llevaré de veras esta noche. No podría dejar de hacerlo después de todo lo ocurrido, ¿no te parece?
—No lo sé —respondió Roberto, con sinceridad—. ¡Nadie sabe lo que «tú» harás!
La voz de Sidney gritó desde abajo:
—¡Date prisa, Roberto! No tendremos tiempo de ir y volver antes que anochezca si no vienes en seguida.
—Yo lo llevaré. De veras, Roberto.
El otro vaciló y estuvo perdido.
—Bueno —admitió—; pero cuídate de hacerlo, porque si no ya me enteraré. Y me encargaré de que te enteres «tú» también.
Conque Guillermo salió de nuevo en dirección a la Comisaría, seguido de «Jumble», que aún era feliz. El muchacho caminaba lentamente, la mirada fija en el suelo, pensando profundamente. Rara era la vez que Guillermo se confesaba vencido.
—¡Hola, Guillermo!
El niño alzó la vista.
Pelirrojo se hallaba ante él, con su arco y su flecha en la mano.
—¡Te han quitado el arco y la flecha! —dijo, burlón.
Guillermo le miró, pensativo, un momento. Luego, gradualmente, se le animó el rostro. Acababa de tener una idea.
—Si te presto un perro —preguntó, lentamente—, ¿me prestas tu arco y tu flecha la mitad del tiempo?
—¿Dónde está tu perro? —preguntó Pelirrojo, con desconfianza.
Guillermo no volvió la cabeza.
—Hay uno detrás de mí, ¿verdad? —preguntó, con ansiedad—. ¡Eh, «Jumble»!
—Sí; acaba de salir de la cuneta.
—Bueno, pues, al pobre le llevo a la Comisaría. Yo no hago más que andar y él me sigue y, si tú me lo quitas, no te veré, porque no volveré la cabeza. Tú cógele del collar. Se llama «Jumble». Llévale al cobertizo y le guardaremos allí, y nos reuniremos con él allí, y le daremos de comer un día cada uno, y tú me dejarás usar tu arco y tu flecha. Eso es justo y equitativo, ¿no?
Pelirrojo lo pensó detenidamente.
—Conforme —contestó, lacónico.
Guillermo siguió entonces andando hacia la Comisaría sin volver la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Roberto, en un susurro, aquella noche.
—Lo llevé, Roberto. Salí con él por lo menos; pero cuando llegué a la Comisaría, había desaparecido el perro. No le vi por ninguna parte y me volví a casa.
—Está bien, pero si vuelve ese perro a esta casa, le retuerzo el pescuezo. ¡Conque ándate con cuidado!
Dos días más tarde, Guillermo se hallaba sentado en un cajón, dentro del cobertizo, con la barbilla apoyada en las manos, mirando a «Jumble». Junto a él yacía una bolsa de papel que contenía la comida del perro.
Era el día que le tocaba ser propietario. El reunir las «sobras» para «Jumble» era tarea que requería un cuidado infinito. Se componían estas de un trozo de pan que Guillermo había logrado meterse en el bolsillo durante el desayuno; un trozo de carne que se había guardado durante la comida; un pastel robado a la despensa y un hueso rescatado de la basura.
Pelirrojo, mientras, vagaba por los prados con su arco y su flecha, en tanto que Guillermo gozaba siendo dueño de «Jumble». Al día siguiente erraría Guillermo por los prados con el arco y con la flecha y Pelirrojo asumiría la propiedad de «Jumble».
El niño se había pasado la mañana enseñándole al perro complicadas habilidades y adorándole más y más por momentos. De muy mal grado se lo cedía a Pelirrojo; pero el encanto del arco y de la flecha resultaban fuertes y no podía evitar hacerlo.
Deseaba, desde luego, poner fin a la asociación, renunciar al arco y la flecha de Pelirrojo y quedarse con «Jumble» para sí solo. Pensó en el arco y la flecha encerrados en el armario de la biblioteca. Reflexionó, hizo planes, se devanó los sesos; pero no halló solución.
No vio a un desconocido que se acercaba a la puerta del cobertizo y que se paraba, apoyado en el marco, contemplándole. Al caer su mirada sobre Guillermo y «Jumble», sus pupilas se contrajeron y en sus labios se dibujó, inconscientemente, una sonrisa. «Jumble» fue el primero en verle, y corrió hacia él, meneando la cola. Guillermo alzó la cabeza y le dirigió una mirada torva.
El desconocido se quitó el sombrero.
—Buenas tardes —dijo, con cortesía—, ¿recuerdas lo que estabas pensando hace un momento?
Guillermo le miró con cierto interés, haciendo cábalas acerca de su probable estado de enajenación mental. Suponía que los locos eran gente divertida.
—Sí.
—Bueno, pues si vuelves a pensar en lo mismo y usar la misma expresión, te daré lo que quieras pedirme. Es una promesa algo temeraria; pero la cumpliré.
Guillermo obedeció inmediatamente. Se olvidó por completo de la presencia de aquel extraño, que entonces sacó un gran cuaderno de apuntes del bolsillo y empezó a tomar rasgos del rostro inescrutable y pensativo del muchacho.
—¡Papá!
El hombre suspiró y volvió a guardarse el cuaderno.
—Volverás a hacerlo otro día, ¿verdad? —pidió—. Y cumpliré mi promesa. ¡Hola!
Había aparecido una niña en la puerta del cobertizo. Tenía ojos negros e iba vestida exquisitamente. Dirigió una rápida mirada a los que se hallaban en el lugar.
—¡Papá! —gritó—; ¡es «Jumble»! ¡«Sí» que es «Jumble»! ¡Oh, qué niño más malo es ese! ¡Ladrón de perros!
«Jumble» corrió a ella con ladridos de saludo. Luego regresó junto a Guillermo, para tranquilizarle acerca de su lealtad.
—«Sí» que es «Jumble» —respondió el hombre—. Le llamamos «Jumble» —le explicó al muchacho—, porque es un revoltillo. Es una mezcla de toda clase de perros, ¿sabes? Esta es mi hija Ninette, yo me llamo Jarrow y hemos alquilado Lavender Cottage para dos meses. Somos bastante vagabundos. Nunca nos quedamos en sitio alguno más de dos meses. Conque ya sabes cuánto hay que saber de nosotros. «Jumble» parece haberte adoptado. Ninette querida, estás completamente desalojada del corazón de «Jumble». Este caballero reina por completo en él.
—Yo «no» lo robé —protestó entonces Guillermo, indignado—. Vino él solo. Empezó a seguirme. Yo no quería que me siguiera… Por lo menos al principio… no mucho, por lo menos. ¿Supongo —sintió un miedo terrible—, supongo que quiere usted llevárselo otra vez?
—Puede quedarse con él una temporada si quiere, ¿verdad, papá? —indicó Ninette, comprendiendo—. Papá va a comprarme un perro lulú —explicó a Guillermo—. Un lulú blanco. Cuando perdimos a «Jumble», se me ocurrió que preferiría un lulú. «Jumble» es muy bruto y, además no es un perro «bueno». Quiero decir que no es de raza.
—Entonces, ¿puedo quedarme con él por una temporada? —preguntó Guillermo, con la voz ronca de deseo.
—Claro que sí. Yo prefiero un perro más tranquilo. ¿Quieres venir a ver nuestra casa? Está aquí cerca.
Guillermo, algo aturdido pero bastante aliviado, echó a andar junto a ella. El señor Jarrow les siguió lentamente. Parecía ser que la señorita Ninette Jarrow era una personita maravillosa. Tenía once años de edad. Había visitado todas las capitales de Europa, viendo las mejores obras de arte y oyendo la mejor música en cada una. Había visto todas las obras de teatro que se representaban en Londres por entonces. Y también conocía los últimos bailes.
—¿Te gusta París? —le preguntó a Guillermo, camino de Lavender Cottage.
—Nunca he estado allí —contestó el niño, sin inmutarse, y volviendo, disimuladamente, la cabeza para ver si «Jumble» le seguía.
Ninette sacudió su rizada melena, gesto que le era habitual.
—¡Qué niño más raro! «Mais vous parlez français, n’est ce pas?».
Guillermo no se dignó contestar. Silbó a «Jumble», que perseguía a un conejo imaginario por la cuneta.
—¿Sabes bailar «jazz»? —preguntó aún la niña.
—No lo sé —respondió él, con cautela—. No lo he probado nunca. Supongo que sí sabré.
Ella dio unos cuantos pasos llenos de gracia.
—Eso es «jazz». Te enseñaré en casa. Lo bailamos al son del gramófono.
Guillermo caminó en silencio.
De pronto, ella se detuvo bajo un árbol y alzó su rostro hacia él.
—Puedes besarme si quieres —le ofreció.
Pero Guillermo la miró sin inmutarse.
—No quiero, gracias —respondió, cortésmente.
—¡Qué muchacho más «raro» eres! —comentó ella entonces, soltando cascabelina risa—. ¡Y pareces tan burdo y tan desordenado…! Te pareces mucho a «Jumble». ¿Te gusta «Jumble»?
—Sí —contestó Guillermo.
Su voz temblaba. Ya no era el dueño de «Jumble».
—Puedes quedarte con él para siempre jamás —dijo la niña de pronto—. Y «ahora»… ¡bésame!
Guillermo le besó la mejilla, torpemente, como aquel que está decidido a cumplir con su deber; pero, en su fuero interno, experimentaba un alivio enorme.
—Me encantaría verte bailar —rio Ninette al poco rato—. ¡«Estarías» la mar de raro!
Y quizá para demostrar cuánto se diferenciaba de él en eso, dio unos nuevos pasos de baile.
—Has visto a Pawlova[7], ¿verdad que sí?
—No sé.
—Debes saberlo.
—No debo —contestó Guillermo, ya irritado—. Tal vez le haya visto sin saber que era él, ¿sabes?
La niña, luego de oírle, corrió riendo hacia su padre.
—¡Es un muchacho «más» raro, papá! No sabe bailar el «jazz» y nunca ha visto a Pawlova y no sabe hablar francés. Le he regalado «Jumble» y no quería besarme.
El señor Jarrow le miró sonriendo.
—¡Cuidado, joven! —exclamó—. Intentará educarte. La conozco. Te pongo en guardia.
Al llegar a la puerta de Lavender Cottage, el padre de Ninette se volvió hacia Guillermo.
—Siéntate a pensar un momento. Luego cumpliré mi promesa.
—Me gustas —le hizo saber Ninette, cuando el muchacho se despidió—. Tienes que venir otra vez. Te enseñaré la mar de cosas. Me parece que me gustaría casarme contigo cuando seamos mayores. Eres tan… «sosegado».
Cuando Guillermo llegó a su casa a la tarde siguiente, se encontró al señor Jarrow sentado en una butaca de la biblioteca, hablando con su padre.
—Estaba completamente seco, devanándome los sesos para dar con un asunto —decía— y, cuando los vi allí, tuve una inspiración. ¡Ah! ¡aquí viene! Ninette quiere que mañana vengas a tomar el té con nosotros, Guillermo. Ninette le ha regalado «Jumble». ¿Le molesta a usted que lo haya hecho, señor?
El señor Brown tragó saliva.
—Procuro no molestarme —dijo—. Nos tuvo a todos despiertos toda la noche; pero supongo que acabaremos por acostumbrarnos.
—Por mi parte le hice una promesa temeraria a su hijo —prosiguió el señor Jarrow—, y pienso cumplirla, si es humanamente posible. Guillermo, ¿qué es lo que tú preferirías en el mundo?
Guillermo clavó la mirada, sin pestañear, en su padre.
—Quisiera que me devolvieran mi arco y mi flecha, que están en ese armario —dijo con firmeza.
El señor Jarrow miró, suplicante, al señor Brown.
—No me deje usted mal —imploró—. Yo pagaré todos los destrozos.
—Esto significa que todos volveremos a tener la vida en peligro —dijo con resignación el señor Brown.
Después del té, Guillermo volvió a caminar carretera abajo.
El sol poniente había trocado en oro el firmamento. Un leve vaho flotaba sobre el campo. Poblaban el aire las notas de las aves canoras y los setos estaban en flor…
Y, por en medio de todo esto, caminaba Guillermo contoneándose levemente, con el arco bajo un brazo, y la flecha bajo el otro; mientras, pisándole los talones, trotaba «Jumble», ávido, juguetón, adorando a su amo, demostrando más que nunca que era un verdadero revoltillo, un perro de cien mil razas. Y en el corazón de Guillermo anidaba una radiante felicidad.
Hubo un cuadro en la Real Academia aquel año, que llamó mucho la atención. El asunto era un niño, sentado sobre un cajón en un cobertizo. Tenía los codos hincados en las rodillas y la barbilla apoyada en la palma de las manos. Contemplaba a un perro de raza mezclada y, en su rostro cubierto de pecas, veíase la solemnidad y la nostalgia inconsciente que caracteriza a la infancia. Su cabello desgreñado, sin cepillar, se alzaba, de punta, en torno a su rostro. El perro tenía la cabeza alzada, temblando, expectante, confiado y adorador; y algo de la nostalgia del niño se reflejaba en sus ojos y en sus orejas erguidas.
El cuadro se titulaba: «Amistad».
La señora Brown fue a verlo. Dijo que no era, en realidad, un buen parecido de Guillermo, pero que le hubiese gustado que lo pintaran un poco más arreglado.
Richmal Crompton
Travesuras de Guillermo
Guillermo el travieso
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