CAP. V. FLOR DE SANTIDAD |
ADEGA cuando iba al monte con las ovejas tendíase a la sombra de grandes
peñascales, y pasaba así horas enteras, la mirada sumida en las nubes y en
infantiles éxtasis el ánima. Esperaba llena de fe ingenua que la azul
inmensidad se rasgase dejándole entrever la Gloria. Sin conciencia del tiempo,
perdida en la niebla de este ensueño, sentía pasar sobre su rostro el aliento
encendido del milagro. ¡Y el milagro acaeció!… Un anochecer de verano Adega
llegó á la venta jadeante, transfigurada la faz. Misteriosa llama temblaba en
la azulada flor de sus pupilas, su boca de niña melancólica se entreabría
sonriente, y sobre su rostro derramábase, como óleo santo, mística alegría. No
acertaba con las palabras, el corazón batía en el pecho cual azorada paloma.
¡Las nubes habíanse desgarrado, y el Cielo apareciera ante sus ojos, sus
indignos ojos que la tierra había de comer! Hablaba postrada en tierra, con
trémulo labio y frases ardientes. Por sus mejillas corría el llanto. ¡Ella, tan
humilde, había gozado favor tan extremado! Abrasada por la ola de la gracia,
besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como esposa enamorada que
besa al esposo.
La visión de la pastora puso pasmo en todos los corazones, y fué caso de
edificación en el lugar. Solamente el hijo de la ventera, que había andado por
luengas tierras, osó negar el milagro. Las mujerucas de la aldea augurábanle un
castigo ejemplar. Adega, cada vez más silenciosa, parecía vivir en perpetuo
ensueño. Eran muchos los que la tenían en olor de saludadora. Al verla desde
lejos, cuando iba por yerba al prado o con grano al molino, las gentes que
trabajaban los campos dejaban la labor y pausadamente venían á esperarla en el lindar
de la vereda. Las preguntas que le dirigían eran de un candor milenario. Con
los rostros resplandecientes de fe, en medio de murmullos piadosos, los
aldeanos pedían nuevas de sus difuntos: Parecíales que si gozaban de la
bienaventuranza, se habrían mostrado a la pastora, que al cabo era de la misma
feligresía. Adega bajaba los ojos vergonzosa. Ella tan sólo había visto a Dios
Nuestro Señor, con aquella su barba nevada y solemne, los ojos de dulcísimo
mirar y la frente circundada de luz. Oyendo a la pastora las mujeres se hacían
cruces y los abuelos de blancas guedejas la bendecían con amor.
Andando el tiempo la niña volvió a tener nuevas visiones. Tras aquellas
nubes de fuego que las primeras veces deslumbraron sus ojos, acabó por
distinguir tan claramente la Gloria que hasta el rostro de los santos
reconocía. Eran innumerables: Patriarcas de luenga barba, vírgenes de estática
sonrisa, doctores de calva sien, mártires de resplandeciente faz, monjes,
prelados y confesores. Vivían en capillas de plata cincelada, bordadas de
pedrería como la corona de un rey. Las procesiones se sucedían unas a otras,
envueltas en la bruma luminosa de la otra vida. Precedidas del tamboril y de la
gaita, entre pendones carmesí y cruces resplandecientes, desfilaban por fragantes
senderos alfombrados con los pétalos de las rosas litúrgicas que ante el trono
del Altísimo deshojan día y noche los serafines. Mil y mil campanas prorrumpían
en repique alegre, bautismal, campesino. Un repique de amanecer, cuando el
gallo canta y balan en el establo las ovejas. Y desde lo alto de sus andas de
marfil, Santa Baya de Cristamilde, San Berísimo de Céltigos, San Cidrán, Santa
Minia, San Clodio, San Electus, tornaban hacia la pastora el rostro pulido,
sonrosado, riente. ¡También ellos, los viejos tutelares de las iglesias y
santuarios de la montaña, reconocían a su sierva! Oíase el murmullo solemne,
misterioso y grave de las letanías, de los salmos, de las jaculatorias. Era una
agonía de rezos ardientes, y sobre ella revoloteaba el áureo campaneo de las
llaves de San Pedro. Zagales que tenían por bordones floridas varas, guardaban
en campos de lirios ovejas de nevado, virginal vellón, que acudían á beber el
agua de fuentes milagrosas cuyo murmullo semeja rezos informes. Los zagales
tocaban dulcísimamente pífanos y flautas de plata, las zagalas bailaban al son,
agitando los panderos de sonajas de oro. ¡En aquellas regiones azules no había
lobos, los que allí pacían eran los rebaños del Niño Dios!… Y tras montañas de
fantástica cumbre, que marcan el límite de la otra vida, el sol, la luna y las
estrellas se ponen en un ocaso que dura eternidades. Blancos y luengos rosarios
de ánimas en pena giran en torno, por los siglos de los siglos. Cuando el Señor
se digna mirarlas, purificadas, felices, triunfantes, ascienden a la gloria por
misteriosos rayos de luminoso, viviente polvo.
Después de estás muestras que Dios Nuestro Señor le daba de su gracia, la
pastora sentía el alma fortalecida y resignada. Se aplicaba al trabajo con
ahínco, abrazábase enternecida al cuello de las vacas, y hacía cuanto los amos
la ordenaban, sin levantar los ojos, temblando de miedo bajo sus harapos.
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904
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