La custodia de la calabaza
El sol matinal descendía como una ducha dorada sobre el castillo de Blandings, iluminando con un tonificante resplandor sus muros cubiertos de hiedra, sus prados ondulantes, sus jardines, sus viviendas y sus dependencias, y aquellos de sus habitantes que en aquel momento pudieran estar tomando el aire. Bajaba sobre verdes extensiones de césped y amplias terrazas, y sobre nobles árboles y multicolores parterres. Caía sobre el desgastado asiento de los pantalones de Angus McAllister, jardinero en jefe del noveno conde de Emsworth, mientras inclinaba con recia testarudez escocesa su espalda para arrancar una babosa de sus sueños bajo la hoja de una lechuga. Caía sobre los blancos pantalones de franela del Honorable Freddie Threepwood, segundo hijo de lord Emsworth, que avanzaba a buen paso a través de los húmedos prados. Y también caía sobre el mismísimo lord Emsworth y sobre Beach, su fiel mayordomo, que se encontraban en la torrecilla que dominaba el ala oeste, el primero con un ojo aplicado a un potente telescopio y el segundo sosteniendo el sombrero que le habían enviado a buscar.
—Beach —dijo lord Emsworth.
—¿Milord?
—Me han estafado. Este maldito trasto no funciona.
—¿Su señoría no puede ver con claridad?
—No puedo ver absolutamente nada, maldita sea. Todo está negro.
El mayordomo era hombre observador.
—Acaso si yo quitase el tapón que hay en el extremo del instrumento, milord, cabría obtener unos resultados más satisfactorios.
—¿Eh? ¿Un tapón? ¿Hay un tapón? ¿O sea que es esto? Sáquelo, Beach.
—En seguida, milord.
—¡Ah!
Había satisfacción en la voz de lord Emsworth. Hizo girar y ajustó los mandos, y su satisfacción aumentó.
—Sí, esto ya está mejor. Es formidable. Beach, puedo ver una vaca.
—¿Sí, milord?