29 octubre 2022

CAP. III. FLOR DE SANTIDAD

 

CAP. III. FLOR DE SANTIDAD

ADEGA era huérfana. Sus padres habían muerto de pesar y de fiebre aquel malhadado Año del Hambre, cuando los antes alegres y picarescos molinos del Sil y del Miño parecían haber enmudecido para siempre. La pastora aún rezaba muchas noches, recordando con estremecimiento de amor y de miedo la agonía de dos espectros amarillos y calenturientos sobre unas briznas de paja. Con el pavoroso relieve que el silencio de las altas horas presta a este linaje de memorias, veía otra vez aquellos pobres cuerpos que tiritaban, volvía a encontrarse en la mirada de la madre que a todas partes la seguía, adivinaba en la sombra la faz afilada del padre contraída con una mueca lúgubre, el reír mudo y burlón de la fiebre que lentamente le cavaba la hoya…

¡Qué invierno aquél! El atrio de la iglesia se cubrió de sepulturas nuevas. Un lobo rabioso bajaba todas las noches a la aldea y se le oía aullar desesperado. Al amanecer no turbaba la paz de los corrales ningún cantar madruguero, ni el sol calentaba los ateridos campos. Los días se sucedían monótonos, amortajados en el sudario ceniciento de la llovizna. El viento soplaba áspero y frío, no traía caricias, no llevaba aromas, marchitaba la yerba, era un aliento embrujado. Algunas veces, al caer la tarde, se le oía escondido en los pinares quejarse con voces del otro mundo. Los establos hallábanse vacíos, el hogar sin fuego, en la chimenea el trasgo moría de tedio. Por los resquicios de las tejas filtrábase la lluvia maligna y terca en las cabañas llenas de humo. Aterida, mojada, tísica, temblona, una bruja hambrienta velaba acurrucada a la puerta del horno. La bruja tosía llamando al muerto eco del rincón calcinado, negro y frío…

¡Qué invierno aquél! Un día y otro día desfilaban por el camino real procesiones de aldeanos hambrientos, que bajaban como lobos de los casales escondidos en el monte. Sus madreñas producían un ruido desolador cuando al caer de la tarde cruzaban la aldea. Pasaban silenciosos, sin detenerse, como un rebaño descarriado. Sabían que allí también estaba el hambre. Desfilaban por el camino real lentos, fatigados, dispersos, y sólo hacían alto cuando las viejas campanas de alguna iglesia perdida en el fondo del valle dejaban oír sus voces familiares anunciando aquellas rogativas que los señores abades hacían para que se salvasen los viñedos y los maizales. Entonces, arrodillados a lo largo del camino, rezaban con un murmullo plañidero. Después continuaban su peregrinación hacia las villas lejanas, las antiguas villas feudales que aún conservan las puertas de sus murallas. Los primeros aparecían cuando la mañana estaba blanca por la nieve, y los últimos cuando huía la tarde arrebujada en los pliegues de la ventisca. Conforme iban llegando unos en pos de otros, esperaban sentados ante la portalada de las casas solariegas, donde los galgos flacos y cazadores, atados en el zaguán, los acogían ladrando. Aquellos abuelos de blancas guedejas, aquellos zagales asoleados, aquellas mujeres con niños en brazos, aquellas viejas encorvadas, con grandes bocios colgantes y temblones, imploraban limosna entonando una salmodia humilde. Besaban la borona, besaban la mazorca del maíz, besaban la cecina, besaban la mano que todo aquello les ofrecía, y rezaban para que hubiese siempre caridad sobre la tierra. Rezaban al Señor Santiago y a Santa María.

¡Qué invierno aquél! Adega, al quedar huérfana, también pidió limosna por villas y por caminos, hasta que un día la recogieron en la venta. La caridad no fué grande, porque era ya entonces una zagala de doce años que cargaba mediano haz de yerba, e iba al monte con las ovejas y con grano al molino. Los venteros no la trataron como hija, sino como esclava: Marido y mujer eran déspotas, blasfemos y crueles. Adega no se rebelaba nunca contra los malos tratamientos. Las mujerucas del casal encontrábanla mansa como una paloma y humilde como la tierra. Cuando la veían tornar de la villa chorreando agua, descalza y cargada, solían compadecerla rezando en alta voz:

—¡Pobre rapaza, sin padres!…

 

Título original: Flor de santidad

Ramón María del Valle-Inclán, 1904

 

 

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