CAP. II. FLOR DE SANTIDAD |
SENTADA al abrigo de unas piedras célticas, doradas por líquenes
milenarios, hilaba una pastora. Las ovejas rebullían en torno, sobre el lindero
del camino pacían las vacas de trémulas y rosadas ubres, y el mastín, a modo de
viejo adusto, ladraba al recental que le importunaba con infantiles retozos.
Inmóvil en medio de la mancha movediza del hato, con la rueca afirmada en la
cintura y las puntas del capotillo mariñán vueltas sobre los hombros, aquella
zagala parecía la zagala de las leyendas piadosas: Tenía la frente dorada como
la miel y la sonrisa cándida. Las cejas eran rubias y delicadas, y los ojos,
donde temblaba una violeta azul, místicos y ardientes como preces. Velando el
rebaño, hilaba su copo con mesura acompasada y lenta que apenas hacía ondear el
mariñán. Tenía un hermoso nombre antiguo: Se llamaba Adega. Era muy devota, con
devoción sombría, montañesa y arcaica. Llevaba en el justillo cruces y
medallas, amuletos de azabache y faltriqueras de velludo que contenían brotes
de olivo y hojas de misal. Movida por la presencia del peregrino, se levantó
del suelo, y echando el rebaño por delante tomó a su vez camino de la venta, un
sendero entre tojos trillado por los zuecos de los pastores. A muy poco juntóse
con el mendicante que se había detenido en la orilla del camino y dejaba caer
bendiciones sobre el rebaño. La pastora y el peregrino se saludaron con cristiana
humildad:
—¡Alabado sea Dios!
—¡Alabado sea, hermano!
El hombre clavó en Adega la mirada, y, al tiempo de volverla al suelo,
preguntóle con la plañidera solemnidad de los pordioseros si por acaso servía
en la venta. Ella, con harta prolijidad, pero sin alzar la cabeza, contestó que
era la rapaza del ganado y que servía allí por el yantar y el vestido. No
llevaba cuenta del tiempo, más cuidaba que en el mes de San Juan se remataban
tres años. La voz de la sierva era monótona y cantarina: hablaba el romance
arcaico, casi visigodo, de la montaña. El peregrino parecía de luengas tierras.
Tras una pausa renovó el pregunteo:
—Paloma del Señor, querría saber si los venteros son gente cristiana, capaz
de dar hospedaje a un triste pecador que va en peregrinación a Santiago de
Galicia.
Adega, sin aventurarse a una respuesta, torcía entre sus dedos una punta
del capotillo mariñán. Dió una voz al hato, y murmuró levantando los ojos:
—¡Asús!… ¡Como cristianos, sonlo, sí, señor!…
Se interrumpió de intento para acuciar las vacas, que paradas de través en
el sendero alargaban el yugo sobre los tojos, buscando los brotes nuevos.
Después continuaron en silencio hasta las puertas de la venta. Y mientras la
zagala encierra el ganado y previene en los pesebres recado de húmeda y olorosa
yerba, el peregrino salmodia padrenuestros ante el umbral del hospedaje. Adega,
cada vez que entra o sale en los establos, se detiene un momento a
contemplarle. El sayal andrajoso del peregrino encendía en su corazón la llama
de cristianos sentimientos. Aquella pastora de cejas de oro y cándido seno
hubiera lavado gustosa los empolvados pies del caminante y hubiera desceñido
sus cabellos para enjugárselos. Llena de fe ingenua, sentíase embargada por
piadoso recogimiento. La soledad profunda del paraje, el resplandor fantástico
del ocaso anubarrado y con luna, la negra, desmelenada y penitente sombra del
peregrino, le infundían aquella devoción medrosa que se experimenta a deshora
en la paz de las iglesias, ante los retablos poblados de santas imágenes:
bultos sin contorno ni faz, que a la luz temblona de las lámparas se columbran
en el dorado misterio de las hornacinas, lejanos, solemnes, milagrosos.
Título original: Flor de santidad
Ramón María del Valle-Inclán, 1904
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