El sastre Sisí y el zapatero Nonó
En un pueblecito vivían una vez un sastre y un zapatero. Sus casas estaban una frente a la otra, en la mismo calle. El sastre era un hombre muy simpático, con un gran bigote negro. La gente le llamaba Sisí, porque siempre decía: «Sí, sí, ya lo creo».
En cambio, al zapatero le llamaban Nonó, porque cuando alguien iba a pedirle un favor replicaba siempre: «No, no, de ninguna manera». Era bajo y feo, y tenía la cara rodeada de una larga barba que se acariciaba muy satisfecho.
Los dos eran buenos amigos, a pesar de que el sastre siempre estaba contento y alegre y el zapatero no dejaba ni un momento de refunfuñar. Se pasaban el día entero trabajando a la puerta de sus casas. El sastre con su aguja y sus tijeras, silbando una alegre canción. El zapatero martillando las suelas de los zapatos. Cada martillazo era subrayado con una palabra fea. A cada clavo que clavaba en el cuero soltaba un juramento.
Un día estalló un gran incendio en el pueblo y fueron destruidas muchos casas, entre ellas la del sastre y la del zapatero. Por ello los dos decidieron partir de viaje e ir a ganar la vida a otro lugar. Hicieron un paquete con lo que les quedaba y las herramientas de su oficio y emprendieron la marcha. Atravesaron muchas ciudades y pueblos, repasando la ropa de la gente y remendando sus zapatos.
Una tarde, cansados y hambrientos, llegaron a una solitaria posada que se levantaba al borde de la carretera. Preguntaron al posadero si tenían algún trabajo para ellos. A cambio de hacerlo pedían sólo algo que comer y beber y un cuartito para dormir. El posadero aceptó el convenio y los dos amigos trabajaron sin parar durante todo el día. Cuando hubieron terminado, cada uno se retiró a su habitación y se dejó caer, exhausto, en la cama. Antes de dormirse el zapatero refunfuñó algo contra la miseria del mundo, donde tanto costaba ganarse la vida. Luego cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. De pronto oyó un ruido y le pareció que alguien llamaba a la ventana. Se levantó enseguida para ver quién turbaba su reposo. En el alféizar vio a una gallina que, con el pico, daba unos golpecitos en los cristales.
—¿Qué diablos quieres, impertinente animal? —preguntó el zapatero tirándose de la barba—. ¿No puedes dejar descansar a la gente?
—Usted perdone, señor Zapatero —se excusó la gallina—. Tengo un huevo que está un poquito roto y no puedo empollarlo. Le suplico que le ponga un parche y le pagaré su trabajo.
—¡No, no, de ninguna manera! —replicó el zapatero, cerrando furioso la ventana.
El sastre también se había acostado, y antes de meterse en la cama tarareó una alegre canción. Igual que su compañero oyó él los golpecitos en el cristal. Corrió a la ventana y, al abrirlo, vio a la gallina.
—Por favor, señor Sastre —cacareó el ave. ¿Querría zurcirme un huevo para que pueda empollarlo?
—Sí, sí, desde luego —replicó Sisí, acariciándose el bigote.
Se vistió en un salto y sin perder momento enhebró la aguja.
—¿Dónde está el huevo? —preguntó.
La gallina buscó debajo de una de sus alas y sacó un huevo dorado que tenía una pequeña grieta.
—¡Qué hermoso! —exclamó el asombrado sastre—. ¡Qué lástima que esté roto! Enseguida lo arreglaremos.
Como era un sastre muy mañoso arregló en un momento la rotura, y lo hizo tan bien que apenas podía verse el zurcido.
La gallina batió alegremente las alas y dijo:
—Maestro, con todo mi corazón le doy las gracias. ¿Cuánto le debo?
—¡Bah! Eso no cuesta nada —replicó el sastre. Empolle bien ese hermoso huevo y no se preocupe de nada más.
—Así lo haré —contestó la gallina—, pero su amabilidad merece un premio. Como habrá observado el huevo no es de los corrientes. El hado Amatisa, la auxiliadora y protectora de los seres humanos, me lo dio para que lo empolle. Un geniecillo bueno saldrá de él y le ofrecerá sus servicios siempre que usted los necesite. Claro que sólo lo hará cuando se trate de motivos buenos. El espíritu no puede soportar la falsedad ni el mal. Cuando le necesite no tiene más que decir: «¡Clic!». Entonces, cuando usted oiga que contesta: «¡Cluc!» será señal de que está dispuesto a ayudarle. Si no contesta es que su causa será mala y por lo tanto no debe esperar la menor ayuda. Adiós, buen hombre, y no olvide las palabras: «clic» y «cluc».
Alegremente el sastre se metió en la cama y durmió hasta que salió el sol.
Al otro día los dos compañeros prosiguieron su viaje. Estaban cruzando un espeso bosque cuando, de pronto, oyeron un terrible gruñido y un enorme oso apareció ante ellos y les miró fijamente.
El zapatero lanzó unos cuantos juramentos y se tiró de la barba. El oso, creyendo que aquel hombre tan peludo era también un oso se volvió hacia otro sitio, encontrándose frente al sastre, cuya sonrisa había desaparecido. Cuando el oso se disponía a atacarle, el sastre gritó: «¡Clic!» y como un eco llegó la respuesta: «¡Cluc!». Al momento el enorme oso recibió en la cabeza un golpe tan fuerte que al mismo tiempo se quedó ciego y sordo. Luego cayó al suelo, mientras el sastre se acariciaba tranquilamente el bigote.
El zapatero había escapado a toda prisa hasta el próximo pueblo y al llegar se sentó a la puerta de la primera posada que encontró, murmurando:
—Al sastre le está bien empleado lo que le ha ocurrido; ¿por qué ha de reírse siempre de las personas y de los animales?
Pero en aquel preciso instante llegó el sastre sano y salvo. El zapatero abrió unos ojos como naranjas y no pudo evitar el sentir un profundo respeto por su bravo amigo.
Poco después los dos caminantes llegaron junto a una cabaña. Llamaron a la puerta y ofrecieron cambiar su trabajo por comida y cama.
Ocurrió que en aquella cabaña vivía un feroz ladrón con su mujer. Al ver a los dos compañeros el hombre se echó a reír y exclamó:
—¡Vaya par de pájaros que hemos cazado! ¡Dadme en seguida lo que lleváis encima u os corto la cabeza!
Y sin esperar a que los dos pobres caminantes obedecieran, les vació los bolsillos y las mochilas y no les dejó nada más que sus herramientas de trabajo.
—Ahora haréis trajes y zapatos para mi mujer y para mí —dijo.
Sisí y Nonó tuvieron que sentarse y ponerse a coser y martillar tan deprisa como pudieron.
Cuando llegó la noche no recibieron nada de comer ni beber y a los dos les dolió mucho el estómago.
—Tenemos hambre, señor Ladrón —dijo el zapatero, enfadado—. Denos algo de comer.
—¡Calla y trabaja! —exclamó el brutal bandido—. Puedes dar gracias a tu buena estrella si sales de aquí con vida.
El zapatero refunfuñó y continuó dándole a los clavos. Pero el sastre se enfadó ante semejante tratamiento. Tiróse del bigote, muy decidido, y dijo:
—Todo trabajador tiene derecho a su salario, y los estómagos vacíos nunca han prestado agilidad a las manos.
—¡Insolente! —gritó el dueño de la casa—. ¡Te voy a dar una lección que no olvidarás nunca! —y agarró un fuerte látigo. Su esposa, al verle, empuñó una escoba y fue ella la primera en pegar al sastre. Éste, bramando de coraje, rugió:
—¡Esto sí que no lo tolero! Ahora veréis que no se puede insultar así a dos personas honradas.
Sisí pensaba que Nonó le ayudaría, pero el zapatero, en vez de correr al lado de su amigo, se limitó a decir:
—No, no, de ninguna manera.
Pero el sastre no se fijó en esto, sino que, con clarísima voz, gritó:
—¡Clic!
Y del otro extremo llegó una vocecita que decía:
—¡Cluc!
Y el látigo y la escoba fueron arrancados de las manos de los que los empuñaban y descargados con terrible fuerza sobre la cabeza del ladrón y de su mujer, hasta que los dos cayeron al suelo sin sentido. Entonces los viajeros recogieron cuanto les pertenecía, lo metieron en sus mochilas y abandonaron la inhospitalaria cabaña. Después de esto el zapatero aún le tuvo mayor respeto a su amigo.
Ante ellos extendíase un enorme y oscuro bosque. Ignoraban que en él tenía su guarida el terror de la región, el espantoso Gatofiero Brujobrujo. De haberlo sabido nunca hubiesen entrado allí. Gatofiero Brujobrujo tenía una cabeza tan grande como una catedral, y sus uñas parecían sables de caballería. De sus ojos brotaban terribles llamas que incendiaban las casas y los árboles. Cada año se comía doce caballos y doce jinetes. El rey tenía que enviarle esos caballos y jinetes pues, de lo contrario, Gatofiero Brujobrujo hubiera quemado con sus ojos la ciudad y todos los pueblos del reino.
Cuando los dos amigos llegaron al centro del bosque, oyeron tal ronroneo y tales maullidos que parecía que allí viviesen cien mil gatos. Inmediatamente un rayo de fuego fue disparado sobre ellos. No les alcanzó y no hizo más que prender fuego a unos cuantos árboles que al momento quedaron convertidos en cenizas. Luego la cabeza de catedral de Gatofiero Brujobrujo apareció tras los árboles que aún quedaban en pie.
—¡No, no! —gritó el zapatero, dominado por el terror y escondiéndose tras unos arbustos. En cambio, el sastre exclamó:
—¡Malvada fiera! ¿Por qué has prendido fuego a unos árboles tan hermosos? —Y enseguida añadió—: ¡Ahora verás lo que te ocurre! ¡Clic!
Del bolsillo subió la respuesta:
—¡Cluc!
Unos férreos puños empezaron a golpear a Gatofiero Brujobrujo en la cabeza y en los ojos, impidiéndole lanzar ardientes rayos. Al fin el feroz animal cayó muerto a los pies de Sisí, quien enseguida ayudó a salir a su compañero de donde estaba escondido.
—Vamos —dijo riendo—. Ya hemos terminado con él. No volverá a quemar árboles.
—Sí, hemos terminado con él —dijo el zapatero, que iba recobrando poco a poco el valor, viendo que Gatofiero estaba del todo muerto—. Sigue adelante, amigo Sisí; yo quiero examinar bien esta fiera. Te alcanzaré enseguida.
Cuando el sastre se hubo marchado, el zapatero sacó un cuchillo y cortó los bigotes a Gatofiero Brujobrujo, envolviéndolos en un gran pañuelo rojo. Al mismo tiempo decía para sí:
—¡Estúpido sastre! Se ha olvidado de llevarse el trofeo de su victoria. Ya que él no lo ha hecho lo haré yo. Tal vez me sirva de algo.
Después echó a correr tras el alegre sastre, que iba cantando y silbando.
Al poco tiempo llegaron a una gran ciudad donde vivía el Rey de la nación. Tratábase de un Rey muy trabajador que se pasaba el día gobernando. Era tan enérgico que incluso se llevaba la corona a la cama a fin de seguir gobernando mientras dormía. Nunca se tomaba vacaciones. Incluso los domingos y días de fiesta gobernaba con todo su poder. Era un Rey muy bueno y muy feliz.
Pero tenía un pesar, una gran tristeza. Su hijita, Solimunda, se negaba a casarse. Por muy guapos que fueran los caballeros que se presentaban a solicitar su mano, siempre decía:
—No, no le quiero; me quedaré soltera.
Por fin, el trabajador monarca se enfadó de veras y tiró su corona al suelo con tanta fuerza, que el gran diamante que la adornaba saltó de su engarce.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó temblando de ira—. ¿Cómo ha de ser un hombre para que tú lo aceptes por esposo? Si no me lo dices enseguida dejaré de gobernar. Y entonces verás lo que es de ti y de todo el reino.
Solimunda asustóse mucho. Pero, como no deseaba casarse, puso unas condiciones tan difíciles que nadie podría reunirlas.
—Aceptaré por esposo al hombre más bravo, más feliz y más hermoso de la tierra. Y además añadió —ha de tener el bigote blanco.
La astuta princesita pensó que si por casualidad se presentaba el hombre más bravo, más feliz y más hermoso de la tierra, sería, forzosamente, joven y, por lo tanto, no podría tener el bigote blanco. Así no se vería obligada a casarse con él y su padre no diría nada.
El soberano buscó por todos los sitios un hombre que reuniese las exigidas cualidades; pero no pudo encontrarlo. Sin embargo, no podía enfadarse con su hija.
Cuando los dos viajeros llegaron a la ciudad se apresuraron a dirigirse al palacio real.
—¿Necesita usted algún traje? —preguntó el sastre al mayordomo.
Al mismo tiempo inquirió el zapatero:
—¿Necesita que le componga algunos zapatos?
—¡Largo de aquí! —gritó el criado—. En la corte tenemos nuestro sastre y nuestro zapatero. En cambio, si fuerais buenos cocineros, la cosa sería distinta. Ayer le cortamos la cabeza al cocinero jefe y a sus ayudantes, pues sirvieron el asado convertido en carbón, y ahora nos encontramos en un apuro. ¿Qué me contestáis? ¿Sabéis cocinar?
El zapatero, que tenía mucho miedo de perder la cabeza, estaba a punto de replicar:
—No, no, de ninguna manera.
Pero el sastre se le anticipó diciendo:
—Sí, sí, desde luego.
Al instante fueron contratados como cocineros, y a mediodía debían sufrir su primer examen.
Entraron en la cocina cubiertos con altos gorros y delantales blancos y sin la menor idea de lo que debían hacer. El zapatero no hacía más que tocarse la cabeza para ver si aún la tenía encima de los hombros, en cambio el sastre se mostraba alegre y confiado. Cuando las saetas del reloj empezaron a marchar rápidamente hacia las doce, Sisí gritó:
—¡Clic!
Un momento después, de un rincón de la cocina, llegó una vocecilla que contestó:
—¡Cluc!
Al instante la manteca empezó a derretirse en la sartén, los huevos se cocieron, y la carne se asó. A su debido tiempo apareció sobre la mesa una aromática sopa sobre la cual flotaban glóbulos de grasa; unas pechugas de gallina tan tiernas que se fundían entre los labios; unos pescados brillantes como la plata y con la boca abierta como si gritasen de alegría; y por fin unos crujientes pastelillos y unas tartas cubiertas de blanca nata.
Cuando el Rey hubo comido todas estas cosas tan apetitosas se dio, complacido, unas palmadas en la barriga y ordenó que al cocinero se le condecorase con la Gran Cruz de la Orden del Gallo, decorada con un estómago y un hígado. El mayordomo llevó corriendo la condecoración a la cocina y pidió al cocinero que se acercara para ser premiado.
—Sí, sí, ya lo creo —dijo el sastre.
Pero su compañero replicó:
—No, no, de ninguna manera —y, apartándolo a un lado de un empujón, avanzó hacia el mayordomo, de manera que él fue quien recibió el premio y pasó por cocinero aunque no sabía ni freír un huevo.
A todo esto llegó el momento de entregar a Gatofiero Brujobrujo el tributo de los doce caballos y los doce jinetes. El Rey, en medio de los lamentos de su pueblo, envió a las víctimas hacia el oscuro bosque. Allí permanecieron doce días y doce noches esperando con enorme miedo a que llegara Gatofiero Brujobrujo y los devorase. Cuando, transcurrido este tiempo, no hubo ocurrido nada, descubrieron que el monstruo estaba muerto. Regresaron alegremente junto al Rey y le llevaron la buena nueva.
El monarca ordenó entonces que el pregonero de la ciudad anunciara por la capital y por los pueblos que el héroe que había realizado aquella hazaña se diera a conocer y se presentase a pedir la mano de la Princesa, pues forzosamente tenía que ser el hombre más valiente del mundo y también el más hermoso y feliz. Quizá tuviera incluso el bigote blanco; con lo cual todos serían dichosos. Pero nadie respondió a la llamada. El pregonero no había ido a la cocina y por ello los dos amigos no se enteraron de las novedades.
Después de haber esperado mucho tiempo, el Rey decidió invitar a sus súbditos a que se presentaran ante su trono. Quería preguntarles si sabían algo del héroe, pues forzosamente alguien tenía que estar enterado de lo ocurrido con el monstruo. Mas ni aún así pudo obtener el soberano los informes que pedía. Se puso muy triste y, con voz dolida, preguntó al mayordomo:
—¿Está todo el pueblo aquí? ¿No te olvidas de nadie?
—En absoluto, Majestad. Todos vuestros súbditos se encuentran presentes. Sólo faltan los dos cocineros. No los hemos hecho venir porque ellos no se mueven en todo el día de la cocina y no tienen nada que ver con las batallas ni las armas.
—Es igual, que vengan —ordenó el Rey.
Y un momento después, Sisí y Nonó, con sus gorros y delantales blancos entraron en el salón del trono, donde se encontraban el Rey y la Princesa rodeados de los nobles del reino.
—¿Quién de vosotros dos prepara nuestras apetitosas comidas? —preguntó afablemente el soberano.
El sastre afilóse el bigote y tosió para contestar mejor, al mismo tiempo que daba un paso adelante, pero el zapatero murmuró:
—¡No, no, de ninguna manera! —y rápidamente le echó hacia atrás. Luego señaló la gran cruz que pendía de su cuello y se inclinó, diciendo:
Majestad, el cocinero soy yo. Éste no es más que mi ayudante, que apenas hace nada.
—Muy bien —replicó el Rey, y señaló a la Princesa con un ademán.
Ésta se levantó y todos pudieron ver lo muy hermosa que era, con su largo cabello de oro, sus mejillas como rosas y sus ojos de no-me-olvides. Su voz tenía la modulación de una campana de plata cuando, volviéndose hacia el cocinero jefe, le preguntó:
—¿Quién es el hombre más feliz de esta tierra?
Descaradamente, el zapatero replicó:
—Yo soy el hombre más feliz de esta tierra pues poseo la Gran Cruz de la Orden del Gallo, con estómago e hígado.
Todos los caballeros y damas se echaron a reír y el Rey dio orden de que se llevaran al zapatero y le dieran cien azotes por su estupidez.
Mientras Nonó recibía los cien azotes, la Princesa hizo que se adelantara el sastre y cuando lo tuvo ante ella le preguntó:
—¿A quién consideras tú el más feliz de esta tierra?
El sastrecillo acaricióse el negro bigote y contestó:
—El más feliz de esta tierra será aquél que reciba vuestra mano, hermosa Princesa.
A la hija del Rey le gustó mucho esta respuesta del sastrecillo Sisí y le dirigió una aprobadora mirada.
En aquel momento entró el zapatero, rascándose la espalda, que le dolía mucho a causa de los azotes.
—¿Quién es el hombre más hermoso de esta tierra? —le preguntó la Princesa.
El zapatero se encontraba frente al gran espejo que colgaba detrás de la Princesa, y cuando vio su cara y su larga barba reflejada en él se gustó enormemente. Dio un paso hacia la hija del Rey y, con gran orgullo, contestó:
—A fe que soy el más hermoso de esta tierra.
Al oír esto los caballeros y damas rieron con más fuerza que antes y el Rey ordenó que lo sacaran del salón del trono y le dieran otros cien azotes para castigar su vanidad.
—¿A quién consideras tú el más hermoso? —preguntó la Princesa, volviéndose hacia el sastre.
—A aquél que más se parezco a vos, bella Princesa —replicó Sisí.
A la joven esta respuesta le gustó tanto como la anterior.
—¿Y conoces al más bravo de este país, o sea al que mató a Gatofiero Brujobrujo?
—En efecto, hermosa Princesa, pero soy demasiado modesto para decirlo. Preguntad a mi compañero. Él os lo dirá.
—¡Bravo, bravo! —gritaron damas y caballeros.
Y la Princesa pensaba: «Lástima que su bigote sea negro en vez de blanco. De lo contrario sería el marido más indicado para mí».
Pero no tuvo tiempo para seguir reflexionando, pues el zapatero acababa de entrar para prestar declaración acerca del valor del sastre. Renqueando y quejándose, avanzó hasta el trono.
—Dinos quién venció al terrible Gatofiero Brujobrujo y libró de él a nuestra patria.
—Yo lo maté, yo lo maté —contestó apresuradamente el zapatero; y sacó su pañuelo rojo, mostrando los bigotes de Gatofiero.
Todos miraron al sastre, que se puso rojo como un pimiento y gritó lleno de ira:
—¡Ladrón! ¡Canalla! ¡Me robó esos bigotes! ¡Yo mismo los corté al monstruo y los metí en mi pañuelo!
Esto no era cierto, y sólo la indignación por la falsía de su compañero hizo que el sastrecillo dijera una mentira.
—Demuéstralo —ordenó el Rey.
—Ahora mismo —contestó el sastre, cada vez más rojo—. El ladrón caerá al suelo por sí solo. Esperad y lo veréis. —Y seguro de la victoria gritó: ¡Clic!
Pero ningún «Cluc» le respondió.
—¡Clic! ¡Clic! ¡Clic! —repitió, pero en vano. El zapatero seguía de pie, con los bigotes del monstruo en la mano y la sonrisa en los labios.
—¡Encerrad en la cárcel al ayudante del cocinero! —ordenó, furioso, el Rey. Y al momento, el sastre fue agarrado por las fuertes manos de los guardas y conducido a la prisión.
Acto seguido se reunió el Gran Tribunal para dictar el severo castigo que merecía el culpable. Se decidió que sería sacado de la ciudad y en pleno campo recibiría mil azotes, siendo expulsado para siempre del país.
Pero la Princesa rogó, suplicó e intercedió por él, derramando gruesas y ardientes lágrimas, de manera que los jueces perdonaron los azotes al sastrecillo. No se haría más que expulsarlo del país.
Cuando el zapatero se enteró de esto se puso amarillo como un limón, pues el castigo le pareció muy leve.
Al día siguiente, antes de que se llevara a cabo la expulsión, el Rey quiso comer con su hija, la Princesa, a fin de que la ceremonia del castigo no se viese interrumpida por el hambre real. Se sirvió la sopa. Mas como el cocinero no sabía ni una palabra del arte de guisar, no hizo más que calentar agua en la que echó trocitos de cuero del que utilizaba para poner medias suelas.
—¡Sapos, culebras y dragones! —tronó el Rey, después de probar la primera cucharada y ya no quiso comer más sopa—. ¡Que me traigan la carne!
El zapatero, con su gran cuchilla de cortar cuero, había picado la carne en trozos muy menudos pero como no sabía asarla ni freírla la sirvió cruda.
—¡Esto es piel de rinoceronte! —gritó el monarca, que al morder una esquirla de hueso se había roto un diente—. ¡Que se la den a los perros! ¡Y que traigan enseguida la tarta de frutas!
Nonó, al preparar las tartas había puesto más agua que harina, y como no pudo conseguir que ligase, echó una gran cantidad de cola de zapatero, haciendo una pasta terrible que rellenó de frutas con hueso, naranjas sin mondar y almendras y avellanas sin descascarillar.
—¡Colmillos de elefante y púas de erizo! —aulló el Rey, golpeando la mesa con su corona—. ¡Tirad esta basura por la ventana y traedme enseguida al estúpido cocinero! ¡Ya le enseñaré yo a guisar!
Cuando el zapatero, tembloroso, llegó ante el Rey, cayó de rodillas y juntó las manos.
—Majestad, todo esto es culpa de mi antiguo ayudante —dijo—. Antes de ser encarcelado embrujó la comida que hasta ahora, como Vuestra Majestad sabe, tan bien he preparado. ¡Castigadle terriblemente! Si queréis yo mismo le ejecutaré. Así Vuestra Majestad no volverá a tener motivo de queja de mis guisos.
Por segunda vez se reunió el Gran Tribunal y el sastrecillo fue condenado a muerte. El domingo, a la salida de misa, debería ser ahorcado en la plaza pública, a la vista de todo el pueblo, y el cocinero haría de verdugo. ¡Esto serviría de terrible ejemplo a todos los mentirosos, a todos los malos y a todos los hechiceros!
Aunque la Princesa intercedió por él, no consiguió nada. El pobre sastrecillo, en la cárcel, había meditado acerca de su culpa, y un amargo arrepentimiento llenaba su corazón. Cuando le fue leída la sentencia de muerte, derramó abundantes lágrimas; no por cobardía sino por su mentira. Estaba dispuesto a morir con tal de que se le perdonase su falta. Y hasta el domingo permaneció arrodillado en su mazmorra, llorando y elevando al Cielo sus plegarias. En todo este tiempo no probó bocado ni bebió una gota de agua.
En la mañana del día indicado para la ejecución de la sentencia entraron en el calabozo unos cuantos soldados armados hasta los dientes y después de atarle las manos a la espalda lo llevaron a la plaza donde se levantaba la horca. Frente a él apareció el zapatero, que se frotaba muy satisfecho las manos. Alrededor del cadalso se agrupaban los nobles, los señores y todo el pueblo. En un trono escarlata sentábase el Rey y a su lado, en otro trono de oro, la Princesa. Ésta sostenía con la mano derecha un pañuelito de encaje que le servía para guardar todas las lágrimas que, saliendo del corazón, le brotaban de los ojos.
Apenas llegó el sastrecillo al pie de la horca, el zapatero se dispuso a ponerle el nudo al cuello y tirar de la cuerda. Pero el pobre reo pidió permiso para rezar y pedir el perdón de sus pecados.
—¡No, no; de ninguna manera! —gritó el zapatero.
Pero la Princesa, agitando el pañuelo, concedió el permiso, al mismo tiempo que miraba amorosa el rostro del que iba a morir. De súbito advirtió que algo había cambiado en la cara del sastrecillo; pero era tanta la tristeza que la embargaba que no pudo precisar en qué consistía el cambio.
Se libró al condenado de las cuerdas que le ataban las manos, y el desgraciado pudo juntarlas sobre el pecho, al mismo tiempo que decía en voz alta:
—Confieso que he mentido una vez y acepto, gustoso, el castigo que mis pecados merecen. Adiós, hermoso mundo; adiós, vosotros que me vais a ver morir; adiós, mi querido amigo, te perdono todo cuanto me has hecho. Pero sobre todo, adiós bella Princesa, a quien he amado con todo mi corazón. Y, por fin, te pido perdón a ti, mi siempre fiel Clic.
De repente, del otro extremo de la plaza, llegó un alegre: «¡Cluc!», el nudo corredizo se cerró y un cuerpo balanceóse en el aire. Cuando el pueblo volvió en sí de la sorpresa que aquello le había causado llevóse otra mayor al descubrir que el hombre que colgaba de la horca, pataleando con todos sus fuerzas, no era otro que el zapatero.
El sastre, que no sabía lo que le estaba ocurriendo, fue conducido en triunfo ante el Rey y la Princesa.
—Bienvenido, héroe —dijo el monarca—, por fin se ha revelado la verdad.
De pronto dejó de hablar y miró lleno de asombro al sastrecillo Sisí.
—¿Qué cambio es ése? —preguntó—. ¡Tu bigote se ha vuelto blanco!
—Sin duda se debe al dolor y al remordimiento —replicó modestamente el sastre.
Entonces el Rey dio un salto de alegría que hizo tambalear el trono.
—¡Ahora todo va bien! —exclamó—. Eres el hombre más bravo del mundo, porque has matado a Gatofiero Brujobrujo, y además tienes el bigote blanco. Si ahora recibes la mano de la Princesa serás, según tus propias palabras, el hombre más feliz del universo. Y también el más hermoso ¿no? ¿Qué contestas a esto, hija mía?
La Princesa se puso muy colorada y, suavemente, replicó:
—El que tanto se parece a mí en corazón y alma también ha de ser igual que yo en lo físico. Y aquél que se me parezca será, como dijo el héroe, el hombre más hermoso de la tierra.
—¿Aceptas por esposa a mi hija, héroe? —preguntó el Rey.
Entonces el sastrecillo besó la mano de la bella Princesa y susurró:
—Sí, sí, ya lo creo.
—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó el Rey—. Corramos al banquete de bodas. ¡Todo el pueblo queda invitado!
Las fiestas del casamiento de la Princesa y Sisí duraron tres días y tres noches. Al cuarto día el Rey se quitó la corona y dijo:
—Ya estoy harto de gobernar; quiero tomarme unas vacaciones. De ahora en adelante, joven Rey, gobernarás tú, y espero que serás tan trabajador como yo lo he sido.
Después de esto coronó a su sucesor.
—Sí, sí, ya lo creo —replicó el nuevo Rey y el pueblo gritó a una:
—¡Viva el Rey!
Y fueron tantos y tan fuertes los gritos de entusiasmo, que se oyeron en todo el país.
Norberto Lebermann
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