Nada, queridos amigos, se escapa a vuestra penetración; si os hago un chiste, halláis al instante la intención, y vuestra sonrisa premia al socarrón que os divierte. Por eso comprendisteis en seguida, cuando yo os hablaba de Isabel y su academia, que se trataba de un teatro en que la pobre chica bailaba por una guinea o veinticinco chelines semanales. Bien veo que tuvo que derrochar habilidad y méritos para llegar a los veinticinco, porque no era bonita por aquel entonces; era tan sólo una basta y morenucha mujer en cierne de grandes ojos. Dolphin, el director, no reparaba mucho en ella, y así pasaba ante él en el regimiento de sirenas, de bayaderas, de hadas o de doncellas de la mazurka —con sus lanzas ondulantes y sus coturnos escarlata—, casi tan desapercibida como los dragones armados cuando su alteza real el feldmariscal galopaba frente a las filas. No hubo triunfos dramáticos para miss Bellenden. Nadie arrojó a sus pies ramos de flores. Ningún taimado Mefistófeles…, enviado de tal cual Fausto de fuera…, intentó corromper a la dueña ni traído a la señorita joyeles con brillantes. Si la Bellenden hubiera atraído a semejante admirador, Dolphin no sólo se sorprendiera, sino que probablemente hubiera elevado su salario. Pues aunque se trataba de un individuo de moral nada estricta, no dejaba de respetar ciertos principios. «Esta Bellenden es una buena chica —decía al que esto escribe—. Trabaja mucho. Entrega el dinero a su familia. El padre es una alhaja. Es una familia de cuidado, según he oído», y pasó a otro de los innumerables asuntos de los que de continuo solicitan a un empresario.
Mas ¿qué razón habría para que una pobre patrona hiciese tan gran misterio de tener una hija que se gana honradamente una guinea bailando en un teatro? ¿Por qué insistía tanto en llamar al teatro academia? ¿Por qué había la señora Prior de hablarme en esa forma a mí, que conocía la verdad, y al que nunca Isabel guardó secreto respecto a la índole de sus ocupaciones?
En la vida de la pobreza decente hay acciones y eventos que no está de más ocultar bajo tupido velo. Cualquiera de nosotros podemos, si nos viene en gana, traspasar la pantalla. A menudo no hay tras ella vergonzosos espectáculos…; sólo fuentes vacías, restos míseros y otras tristes señales que evidencian la escasez y el frío. ¿Pero a quién puede exigírsele que muestre al público sus andrajos y pregone por las calles el hambre que padece? Por aquel tiempo, la señora Prior —cuyo carácter ha variado desde entonces en el sentido de una menor amabilidad— tenía un aire respetable. Sin embargo, como ya he dicho, mis provisiones desaparecían con notable rapidez; mis botellas de vino y de aguardiente no dejaron de volar hasta que las puse al abrigo del aire y encerrádolas en una alacena…; la mermelada de frambuesa de More, golosina que me dominaba y permanecía en la mesa unas cuantas horas, siempre se la había comido el gato, cuando no aquella pequeña y maravillosa criada para todo, tan activa, tan sumisa, tan bondadosa, tan sucia, tan servicial. ¿Era realmente la muchacha la que se apoderaba de mis provisiones? Yo he visto la Gazza Ladra, y sé perfectamente que con frecuencia se acusa a estas pobres criadas, con notoria injusticia; esto, sin contar con que en mi caso confieso que me tenía completamente sin cuidado quién fuera el culpable. Al hacer el balance del año, un hombre solo y libre no es mucho más pobre porque tenga que pagar este impuesto doméstico. Un domingo, al anochecer, hallándome retenido en la cama por un catarro, y después de haber gustado el fiambre que Isabel me preparaba y me traía, yo la supliqué que sacase de la alacena, cuya llave le daba, cierta botella de aguardiente; la miré, y ella fijó sus ojos en mí. Era inequívoca la agonía que la embargaba. Apenas había quedado una gota de aguardiente; todo había volado; era domingo, y aquella tarde no había ya medio de proporcionarse aguardiente.
Isabel advirtió mi contrariedad. Dejó la botella y rompió a llorar. Al principio trató de contenerse, mas no tuvo otro remedio que dejar correr sus lágrimas.
—Hija mía… Niña querida —dije yo, tomando su mano—, no vaya usted a suponer que yo pienso que usted…
—No… —dijo, pasándose las manos por los ojos—. No…; pero la última vez que estuvo aquí mister Warrington aún quedaba algo. ¡Oh! Póngale usted en un armario seguro —díjome con prosodia harto defectuosa.
—¡Un armario de seguridad! —la observé yo—. ¡Cómo me extraña que usted, que pronuncia tan bien palabras inglesas y francesas, tenga esos tropezones en el inglés! Su madre hablaba bastante bien.
—Porque ella nació señora. A ella no la dedicaron a oficiala de sombreros, como a mí, ni se vio obligada a convivir con esa escandalosa caterva de muchachas… ¡Oh, qué atmósfera! —Lloraba Isabelita, juntando sus manos con desesperación.
En aquel momento las campanas de St. Beak empezaron a anunciar el oficio vespertino alegremente. «¡Isabel!» oí gritar desde abajo, con su voz de timbre masculino, a la señora Prior. Y a la iglesia se encaminó la muchacha, pues ni ella ni su madre perdían un solo domingo. Yo declaro que dormí tan admirablemente como si hubiera tomado el aguardiente y el agua.
Luego que nos hubo dejado Slumley, vino a mí un día la señora Prior, con aire meditabundo, a preguntarme si tenía algo que objetar a madame Bentivoglio, la cantante, como inquilina para el piso primero. ¡En verdad que esto era ya demasiado! ¿Cómo iba yo a dedicarme a mis trabajos con aquella mujer, ensayando todo el día y berreando debajo de mí? No hay para qué decir que el desahucio de esta señora, que hubiera constituido una proporción excelente, me cerró el camino para negarme a prestar a los Prior algún dinero más; Prior me encareció su propósito de tratarme en lo sucesivo en forma completamente distinta, y me extendió un recibo por una cantidad doble de la que últimamente le había prestado, asegurándome por el cielo y comprometiéndose a devolvérmelo por su honor de militar y de caballero. Vamos a ver. ¿Cuántos años hará de esto?… ¿Trece, catorce, veinte? ¿Qué más da? Me parece, linda Isabel, que si vieses ahora la firma de tu desdichado padre no vacilarías en pagar. Hace poco, precisamente, revolviendo entre los papeles de una antigua caja, que no había abierto en quince años, hallé aquel documento junto con otras cartas escritas…, no importa por quién…, un guante al que yo atribuyera en otro tiempo un valor absurdo y aquel chaleco verde esmeralda, regalo de la señora Macmanus, que lucía en el baile del Fénix Park de Dublín una vez que bailé con ella. ¡Señor, señor! No volvería el chaleco a ceñir mi talle ahora. ¡Cómo se agrandan las cosas!
Aunque no se me ocurrió jamás reclamar aquella cuenta de cuarenta y tres libras —veintitrés de las cuales hube de anticiparles en otra ocasión para evitar un desahucio…—, a mí, que nunca pensé reintegrarme de dicha cantidad, como tampoco soñé en llegar a ser lord mayor de Londres…, se me hacía un poco duro que la señora Prior escribiese a su hermano ausente —con admirable letra, por cierto—, bendiciendo a la Providencia, que se había servido concederle una saneada renta, ofreciéndole elevar sus constante plegarias para que Dios le conservase largo tiempo en el disfrute de su fortuna, e informándole de que cierto inflexible acreedor, que no quería nombrar —aludiéndome a mí—, que tenía a mister Prior bajo su garra —como si yo una vez en posesión de aquel garabato hubiera sabido qué hacer con él—, por tener en su poder un pagaré por valor de cuarenta y tres libras, catorce chelines, cuatro peniques, y que vencía en 3 de julio —mi cuenta—, estaba decidido a llevarlos a la ruina si no se le pagaba una parte antes de esa fecha. Cuando visité mi antiguo colegio y estuve en casa de Sargent, en Boniface Lodge, me trató lo mismo que si fuera aún estudiante; apenas si me habló en el comedor donde comí, en la mesa de los alumnos, y sólo me invitó a uno de aquellos inaguantables tés de la señora Sargent en todo el tiempo que duró mi estancia. Y precisamente a instancias de este hombre vine yo a dar en los Prior. Un día se acercó a hablarme de sobremesa; empezó a charlar conmigo entre carraspeos, se sonrojó y en tono pomposo se refirió a una infortunada hermana que tenía en Londres…, matrimonio desdichado y prematuro…; el marido, el capitán Prior, caballero del Cisne, con dos collares de Portugal; oficial distinguidísimo, pero especulador imprudente…; magnífico alojamiento en el centro de Londres, tranquilo, a pesar de hallarse junto a los clubs… y si caía enfermo —yo soy un inválido declarado—, la señora Prior, su hermana, me cuidaría como una madre. En una palabra: que caí en manos de los Prior; tomé las habitaciones: Amelia Juana, la sucia doncellita ya apuntada, arrastraba una carretilla en la que conducía un par de criaturas en análogo estado de presentación, y aun marchaba junto a ellos otro llevando en sus brazos a un cuarto, casi tan grande como él. La menuda gentecilla, después de pisar los inundados pavimentos de Regent Street, desembocaba en el manso arroyo de Beak Street, cuando la casualidad me llevó en su seguimiento. La pequeña caravana se detuvo junto a una puerta, la misma que yo buscaba, y que fue franqueada por Isabel, apenas salida de la niñez entonces, con sus negros cabellos que caían sobre sus ojos solemnes.
El espectáculo de aquella gente menuda, que hubiera horrorizado a otro cualquiera, acertó a atraerme. Yo soy un solitario. Alguien me maltrató una vez, no importa en qué lugar. Si yo hubiera tenido hijos, presumo que hubiera sido bueno para ellos. Juzgaba a Prior un vulgar y redomado truhán y a su esposa como una artera y hambrienta mujercita. A mí los niños me divertían, y tomé las habitaciones pensando regalarme con el placer de oír por la mañana sobre mi cabeza el taconeo de sus piececitos. La persona a que me refiero tenía varios pequeños…; el marido era juez en las Indias occidentales… Allons. Ahora ya saben ustedes cómo me fui a vivir con los Prior.
No obstante ser a la sazón un viejo célibe recalcitrante y jurado —me llamaré mister Batchelor, si os parece, en esta historia; y alguien hay lejos… muy lejos, que sabe perfectamente por qué jamás he de abrazar otro estado—, era yo un muchacho bastante alegre. No iba más allá de los placeres propios de la juventud; aprendí el rigodón con objeto de bailar con ella en aquellas largas vacaciones, cuando iba a leer con mi amigo el joven lord vizconde Poldoody en Dubl… ¡Psch! ¡Quieto, atolondrado corazón! Tal vez malgastara el tiempo durante el bachillerato. Tal vez leyera demasiadas novelas, concediendo atención excesiva a la «literatura elegante» —ésta era nuestra frase habitual— y hablaba con demasiada frecuencia en la Unión, donde disfrutaba de una reputación considerable. Mas las palabras floridas no me granjeaban los premios del colegio. Me separé de mis camaradas; caí poco después en desgracia con mis parientes; pero conquisté una modesta independencia, que afiancé tomando algunos discípulos para el repaso y el grado común. Por fin la muerte de un pariente me proporcionó una renta pequeña, con la que abandoné la Universidad y me trasladé a Londres.
Mas ¿qué razón habría para que una pobre patrona hiciese tan gran misterio de tener una hija que se gana honradamente una guinea bailando en un teatro? ¿Por qué insistía tanto en llamar al teatro academia? ¿Por qué había la señora Prior de hablarme en esa forma a mí, que conocía la verdad, y al que nunca Isabel guardó secreto respecto a la índole de sus ocupaciones?
En la vida de la pobreza decente hay acciones y eventos que no está de más ocultar bajo tupido velo. Cualquiera de nosotros podemos, si nos viene en gana, traspasar la pantalla. A menudo no hay tras ella vergonzosos espectáculos…; sólo fuentes vacías, restos míseros y otras tristes señales que evidencian la escasez y el frío. ¿Pero a quién puede exigírsele que muestre al público sus andrajos y pregone por las calles el hambre que padece? Por aquel tiempo, la señora Prior —cuyo carácter ha variado desde entonces en el sentido de una menor amabilidad— tenía un aire respetable. Sin embargo, como ya he dicho, mis provisiones desaparecían con notable rapidez; mis botellas de vino y de aguardiente no dejaron de volar hasta que las puse al abrigo del aire y encerrádolas en una alacena…; la mermelada de frambuesa de More, golosina que me dominaba y permanecía en la mesa unas cuantas horas, siempre se la había comido el gato, cuando no aquella pequeña y maravillosa criada para todo, tan activa, tan sumisa, tan bondadosa, tan sucia, tan servicial. ¿Era realmente la muchacha la que se apoderaba de mis provisiones? Yo he visto la Gazza Ladra, y sé perfectamente que con frecuencia se acusa a estas pobres criadas, con notoria injusticia; esto, sin contar con que en mi caso confieso que me tenía completamente sin cuidado quién fuera el culpable. Al hacer el balance del año, un hombre solo y libre no es mucho más pobre porque tenga que pagar este impuesto doméstico. Un domingo, al anochecer, hallándome retenido en la cama por un catarro, y después de haber gustado el fiambre que Isabel me preparaba y me traía, yo la supliqué que sacase de la alacena, cuya llave le daba, cierta botella de aguardiente; la miré, y ella fijó sus ojos en mí. Era inequívoca la agonía que la embargaba. Apenas había quedado una gota de aguardiente; todo había volado; era domingo, y aquella tarde no había ya medio de proporcionarse aguardiente.
Isabel advirtió mi contrariedad. Dejó la botella y rompió a llorar. Al principio trató de contenerse, mas no tuvo otro remedio que dejar correr sus lágrimas.
—Hija mía… Niña querida —dije yo, tomando su mano—, no vaya usted a suponer que yo pienso que usted…
—No… —dijo, pasándose las manos por los ojos—. No…; pero la última vez que estuvo aquí mister Warrington aún quedaba algo. ¡Oh! Póngale usted en un armario seguro —díjome con prosodia harto defectuosa.
—¡Un armario de seguridad! —la observé yo—. ¡Cómo me extraña que usted, que pronuncia tan bien palabras inglesas y francesas, tenga esos tropezones en el inglés! Su madre hablaba bastante bien.
—Porque ella nació señora. A ella no la dedicaron a oficiala de sombreros, como a mí, ni se vio obligada a convivir con esa escandalosa caterva de muchachas… ¡Oh, qué atmósfera! —Lloraba Isabelita, juntando sus manos con desesperación.
En aquel momento las campanas de St. Beak empezaron a anunciar el oficio vespertino alegremente. «¡Isabel!» oí gritar desde abajo, con su voz de timbre masculino, a la señora Prior. Y a la iglesia se encaminó la muchacha, pues ni ella ni su madre perdían un solo domingo. Yo declaro que dormí tan admirablemente como si hubiera tomado el aguardiente y el agua.
Luego que nos hubo dejado Slumley, vino a mí un día la señora Prior, con aire meditabundo, a preguntarme si tenía algo que objetar a madame Bentivoglio, la cantante, como inquilina para el piso primero. ¡En verdad que esto era ya demasiado! ¿Cómo iba yo a dedicarme a mis trabajos con aquella mujer, ensayando todo el día y berreando debajo de mí? No hay para qué decir que el desahucio de esta señora, que hubiera constituido una proporción excelente, me cerró el camino para negarme a prestar a los Prior algún dinero más; Prior me encareció su propósito de tratarme en lo sucesivo en forma completamente distinta, y me extendió un recibo por una cantidad doble de la que últimamente le había prestado, asegurándome por el cielo y comprometiéndose a devolvérmelo por su honor de militar y de caballero. Vamos a ver. ¿Cuántos años hará de esto?… ¿Trece, catorce, veinte? ¿Qué más da? Me parece, linda Isabel, que si vieses ahora la firma de tu desdichado padre no vacilarías en pagar. Hace poco, precisamente, revolviendo entre los papeles de una antigua caja, que no había abierto en quince años, hallé aquel documento junto con otras cartas escritas…, no importa por quién…, un guante al que yo atribuyera en otro tiempo un valor absurdo y aquel chaleco verde esmeralda, regalo de la señora Macmanus, que lucía en el baile del Fénix Park de Dublín una vez que bailé con ella. ¡Señor, señor! No volvería el chaleco a ceñir mi talle ahora. ¡Cómo se agrandan las cosas!
Aunque no se me ocurrió jamás reclamar aquella cuenta de cuarenta y tres libras —veintitrés de las cuales hube de anticiparles en otra ocasión para evitar un desahucio…—, a mí, que nunca pensé reintegrarme de dicha cantidad, como tampoco soñé en llegar a ser lord mayor de Londres…, se me hacía un poco duro que la señora Prior escribiese a su hermano ausente —con admirable letra, por cierto—, bendiciendo a la Providencia, que se había servido concederle una saneada renta, ofreciéndole elevar sus constante plegarias para que Dios le conservase largo tiempo en el disfrute de su fortuna, e informándole de que cierto inflexible acreedor, que no quería nombrar —aludiéndome a mí—, que tenía a mister Prior bajo su garra —como si yo una vez en posesión de aquel garabato hubiera sabido qué hacer con él—, por tener en su poder un pagaré por valor de cuarenta y tres libras, catorce chelines, cuatro peniques, y que vencía en 3 de julio —mi cuenta—, estaba decidido a llevarlos a la ruina si no se le pagaba una parte antes de esa fecha. Cuando visité mi antiguo colegio y estuve en casa de Sargent, en Boniface Lodge, me trató lo mismo que si fuera aún estudiante; apenas si me habló en el comedor donde comí, en la mesa de los alumnos, y sólo me invitó a uno de aquellos inaguantables tés de la señora Sargent en todo el tiempo que duró mi estancia. Y precisamente a instancias de este hombre vine yo a dar en los Prior. Un día se acercó a hablarme de sobremesa; empezó a charlar conmigo entre carraspeos, se sonrojó y en tono pomposo se refirió a una infortunada hermana que tenía en Londres…, matrimonio desdichado y prematuro…; el marido, el capitán Prior, caballero del Cisne, con dos collares de Portugal; oficial distinguidísimo, pero especulador imprudente…; magnífico alojamiento en el centro de Londres, tranquilo, a pesar de hallarse junto a los clubs… y si caía enfermo —yo soy un inválido declarado—, la señora Prior, su hermana, me cuidaría como una madre. En una palabra: que caí en manos de los Prior; tomé las habitaciones: Amelia Juana, la sucia doncellita ya apuntada, arrastraba una carretilla en la que conducía un par de criaturas en análogo estado de presentación, y aun marchaba junto a ellos otro llevando en sus brazos a un cuarto, casi tan grande como él. La menuda gentecilla, después de pisar los inundados pavimentos de Regent Street, desembocaba en el manso arroyo de Beak Street, cuando la casualidad me llevó en su seguimiento. La pequeña caravana se detuvo junto a una puerta, la misma que yo buscaba, y que fue franqueada por Isabel, apenas salida de la niñez entonces, con sus negros cabellos que caían sobre sus ojos solemnes.
El espectáculo de aquella gente menuda, que hubiera horrorizado a otro cualquiera, acertó a atraerme. Yo soy un solitario. Alguien me maltrató una vez, no importa en qué lugar. Si yo hubiera tenido hijos, presumo que hubiera sido bueno para ellos. Juzgaba a Prior un vulgar y redomado truhán y a su esposa como una artera y hambrienta mujercita. A mí los niños me divertían, y tomé las habitaciones pensando regalarme con el placer de oír por la mañana sobre mi cabeza el taconeo de sus piececitos. La persona a que me refiero tenía varios pequeños…; el marido era juez en las Indias occidentales… Allons. Ahora ya saben ustedes cómo me fui a vivir con los Prior.
No obstante ser a la sazón un viejo célibe recalcitrante y jurado —me llamaré mister Batchelor, si os parece, en esta historia; y alguien hay lejos… muy lejos, que sabe perfectamente por qué jamás he de abrazar otro estado—, era yo un muchacho bastante alegre. No iba más allá de los placeres propios de la juventud; aprendí el rigodón con objeto de bailar con ella en aquellas largas vacaciones, cuando iba a leer con mi amigo el joven lord vizconde Poldoody en Dubl… ¡Psch! ¡Quieto, atolondrado corazón! Tal vez malgastara el tiempo durante el bachillerato. Tal vez leyera demasiadas novelas, concediendo atención excesiva a la «literatura elegante» —ésta era nuestra frase habitual— y hablaba con demasiada frecuencia en la Unión, donde disfrutaba de una reputación considerable. Mas las palabras floridas no me granjeaban los premios del colegio. Me separé de mis camaradas; caí poco después en desgracia con mis parientes; pero conquisté una modesta independencia, que afiancé tomando algunos discípulos para el repaso y el grado común. Por fin la muerte de un pariente me proporcionó una renta pequeña, con la que abandoné la Universidad y me trasladé a Londres.
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset
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