21 octubre 2022

LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA

 LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA
Dedicado a la señorita
María de Montbeau
Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en la esquina de la del Petit Lion, existía no hace mucho tiempo una de esas preciosas casas que brindan a los historiadores la ocasión de reconstruir por analogía lo que era el viejo París. Las paredes de aquella vetusta mansión, que amenazaban con desplomarse de un momento a otro, parecían cubiertas de jeroglíficos. ¿Qué otro nombre podría darse a las X y a las V que trazaban en la fachada las piezas de madera transversales o diagonales descubiertas bajo el encalado de la pared por pequeñas grietas paralelas? Al paso del más ligero carruaje, cada una de aquellas vigas se estremecía ostensiblemente. Este venerable edificio hallábase coronado por uno de esos tejados triangulares de los que pronto no se verá ya ningún modelo en París. Dicha techumbre, retorcida por las intemperancias del clima parisiense, sobresalía unos tres pies hacia la calle, tanto para resguardar de las aguas pluviales el umbral de la puerta, como para abrigar la pared de una buhardilla y su tragaluz, carente de apoyo. Este último piso fue construido con planchas clavadas una encima de otra como pizarras, a fin, sin duda, de no cargar demasiado un edificio tan endeble.
Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia. Sin duda salía de una boda o de un baile, ya que en aquella temprana hora de la mañana llevaba en las manos guantes blancos, y los bucles negros de sus cabellos, esparcidos sobre los hombros, indicaban un peinado a lo Caracalla, puesto de moda tanto por la Escuela del pintor David como por la afición a las formas griegas y romanas que distinguió los primeros años del presente siglo. A pesar del ruido que producían algunos verduleros rezagados al cruzar, corriendo, camino del mercado central, esta calle, tan agitada ordinariamente, tenía entonces una calma cuya magia sólo es conocida de quienes han estado errando por el París desértico a las horas en que su bullicio, apaciguado por un instante, renace y se oye desde lejos como la gran voz del mar. Aquel extraño joven debía resultar tan curioso para los comerciantes del “Gato que juega a la pelota” como el “Gato que juega a la pelota” era curioso para él. Una corbata de resplandeciente blancura hacía que su rostro atormentado pareciese aún más pálido de lo que realmente era. El fuego, ora apagado, ora llameante, que lanzaban sus negros ojos armonizaba con los extraños contornos de su cara, con la boca, ancha y sinuosa, que se contraía al sonreír. Su frente, arrugada por una violenta contrariedad, tenía algo de fatal. ¿No es acaso la frente lo que de más expresivo posee el hombre? Cuando la frente del desconocido expresaba pasión, los pliegues que en ella se formaban producían una especie de espanto por el vigor con que se pronunciaban; pero cuando recobraba su calma, tan fácil de ser turbada, aparecía una gracia luminosa que hacía atractiva aquella fisonomía en la que la alegría, el dolor, el amor, la cólera y el desdén estallaban de modo tan comunicativo que el hombre más frío había de impresionarse ante ellos. El desconocido se hallaba tan despechado en el momento en que se abrió de pronto el tragaluz de la buhardilla, que no vio aparecer en él tres alegres caras redonditas, blancas, rosadas, pero tan vulgares como esos rostros del Comercio que se hallan esculpidos en ciertos monumentos. Aquellos tres rostros, enmarcados por el tragaluz, recordaban las cabezas de los ángeles mofletudos que, sembrados entre las nubes, acompañan al Padre Eterno. Los aprendices respiraron las emanaciones de la calle con una avidez que demostraba cuán caliente y mefítica era la atmósfera de su buhardilla. Después de haber señalado al singular sujeto, el dependiente que parecía más jovial de los tres desapareció y regresó llevando en la mano un instrumento cuyo rígido metal ha comenzado recientemente a ser sustituido por un cuero flexible; luego adoptaron todos una expresión maliciosa contemplando al mirón, al que rociaron con una lluvia fina y blanquecina cuyo perfume demostraba que las tres barbillas acababan de ser afeitadas. Apoyados sobre las puntas de los pies, y refugiados al fondo de la buhardilla para gozar de la cólera de su víctima, los dependientes cesaron de reír al ver el despreocupado desdén con que el joven sacudió su abrigo y el profundo desprecio que reflejó su rostro cuando levantó los ojos hacia la desierta buhardilla. En aquel momento una mano blanca y delicada hizo subir hacia la imposta la parte inferior de una de aquellas toscas ventanas del tercer piso, por medio de uno de esos bastidores con ranuras cuyo resorte deja caer a menudo de improviso los pesados vidrios que debe sostener. El paseante se vio entonces recompensado por su larga espera. El rostro de una joven, fresco como uno de esos blancos cálices que florecen en el seno de las aguas, mostrose coronado por una banda de muselina plisada que confería a su cabeza un aire de admirable inocencia. Aunque cubiertos por una tela parda, su cuello y sus hombros podían advertirse, gracias a los pequeños intersticios producidos por los movimientos durante el sueño. Ninguna expresión de contrariedad alteraba la ingenuidad de aquel rostro ni la serenidad de unos ojos inmortalizados de antemano en las sublimes composiciones de Rafael; era la misma gracia, la misma serenidad de aquellas vírgenes que se han hecho proverbiales. Había un encantador contraste entre la lozanía de las mejillas de aquel rostro, en el cual el sueño parecía haber puesto de relieve una superabundancia de vida, y la vetustez de aquella maciza ventana de toscos contornos y alféizar negro. Semejante a esas flores diurnas que por la mañana no han desplegado todavía su túnica enrollada por el frío de las noches, la joven, apenas despierta, dejó que sus ojos azules vagaran por los tejados vecinos y contempló el cielo; luego, por una especie de costumbre, los bajó hacia las sombrías regiones de la calle, donde enseguida tropezaron con los de su adorador: la coquetería hizo sin duda que sufriera al verse descubierta sin arreglar ni acabar de vestir y se echó rápidamente hacia atrás, el desgastado resorte giró, la ventana cayó con esa rapidez que en nuestros días ha valido un nombre odioso a esa inocente invención de nuestros abuelos, y la visión desapareció. Para aquel joven fue como si la más brillante de las estrellas matutinas acabara de ser ocultada por una nube.
Durante esos pequeños acontecimientos, los pesados postigos interiores que defendían la ligera vidriera de la tienda del “Gato que juega a la pelota”, habían desaparecido como por arte de magia. La vieja puerta de picaporte fue replegada sobre la pared interior de la casa por un sirviente que probablemente era contemporáneo de la muestra, el cual, con mano trémula, colocó el trozo cuadrado de tela en el que estaban bordadas en seda amarilla las palabras “Guillaume, sucesor de Chevrel”. A más de un transeúnte le habría sido difícil adivinar la clase de comercio a que se dedicaba el señor Guillaume. A través de los gruesos barrotes de hierro que protegían exteriormente su tienda, apenas se advertían paquetes envueltos en tela de color marrón, tan numerosos como los arenques cuando atraviesan el océano. A pesar de la aparente sencillez de aquella fachada gótica, el señor Guillaume era de todos los comerciantes de tejidos de París aquel cuyos almacenes se hallaban siempre mejor abastecidos, cuyas relaciones eran más extensas y cuya probidad comercial no sufría la más mínima sospecha. Si algunos de sus colegas concertaban negocios con el gobierno sin disponer de la cantidad de tejidos deseada, él estaba siempre dispuesto a entregársela, por muy considerable que fuera el número de piezas pedidas. El astuto negociante conocía mil maneras de hacerse conceder el mayor beneficio sin verse obligado, como ellos, a recurrir a protectores, a rebajarse o hacer espléndidos presentes. Si sus colegas no podían pagarle con rapidez, indicaba su notario como el hombre apropiado, y sabía sacar doble ganancia del negocio, gracias a un expediente que hacía exclamar a los negociantes de la calle Saint-Denis: “Que Dios os libre del notario del señor Guillaume” para indicar un descuento oneroso. El viejo comerciante apareció de pie, como por milagro, en el umbral de su establecimiento cuando el criado se retiró. El señor Guillaume miró la calle Saint-Denis, las tiendas vecinas y el tiempo que hacía, como un hombre que desembarca en El Havre y vuelve a ver a Francia tras un largo viaje. Convencido de que nada había cambiado durante su sueño, advirtió entonces la presencia de aquel transeúnte que, por su parte, contemplaba al patriarca de los tejidos con la misma curiosidad con que el sabio Humboldt debió de examinar el pez eléctrico, llamado gimnoto, que descubrió en América. El señor Guillaume llevaba anchos pantalones de terciopelo negro, medias de varios colores y zapatos con hebilla de plata. Su casaca de cuadrados faldones, pliegues cuadrados y cuadrado cuello, envolvía un cuerpo algo cargado de espaldas en un paño verduzco, adornado con botones de metal blanco, enrojecidos por el uso. Sus cabellos grises estaban tan exactamente aplanados y peinados sobre su amarillento cráneo que le daban el aspecto de un campo recién arado. Sus ojillos verdes, que parecían perforados por medio de un taladro, centelleaban bajo dos arcos marcados por un débil color rojizo, a falta de cejas. Las preocupaciones habían trazado sobre su frente unas arrugas horizontales tan numerosas como los pliegues de su traje. Aquella figura descolorida pregonaba la paciencia, la prudencia comercial, y esa especie de astuta codicia que requieren los negocios. En aquella época era menos raro que hoy encontrar viejas familias en las que se conservaban, como piadosas tradiciones, las costumbres características de sus respectivas profesiones, y que habían permanecido en medio de la nueva civilización como los restos antediluvianos descubiertos por Cuvier en las canteras. El jefe de la familia Guillaume era uno de esos notables guardianes de las costumbres antiguas. Echaba de menos al preboste de los mercaderes y jamás hablaba del juicio del Tribunal de Comercio sin designarlo como la sentencia de los cónsules. Habiéndose levantado, sin duda, el primero de su casa en virtud de tales costumbres, aguardaba a pie firme la llegada de sus tres dependientes para regañarles en caso de que se retrasasen. Estos jóvenes discípulos de Mercurio no conocían nada más temible que la actividad silenciosa con que el patrón escudriñaba sus rostros y sus movimientos el lunes por la mañana, buscando en ellos las pruebas o los vestigios de sus escapatorias. Pero en aquellos momentos el viejo comerciante de paños no prestaba atención alguna a sus aprendices, sino que estaba ocupado en buscar el motivo de la solicitud con que el joven de las medias de seda y el abrigo miraba alternativamente su muestra y las profundidades de su establecimiento. La luz del día, que había ido haciéndose cada vez más clara, permitía entrever la oficina, con sus cortinas de vieja seda verde, con los inmensos libros, mudos oráculos de la casa. Aquel desconocido demasiado curioso parecía codiciar el pequeño local, estudiar la disposición de un comedor alumbrado por una claraboya y desde el cual la familia reunida podía ver fácilmente, mientras comía, los más leves accidentes que entre tanto pudieran producirse en la planta baja de la casa. Tal amor hacia su vivienda parecíale sospechoso a un negociante que había padecido el régimen del maximum. Era natural que el señor Guillaume pensase que aquella siniestra figura codiciaba la caja del “Gato que juega a la pelota”. Después de haber gozado discretamente con el duelo silencioso que tenía lugar entre su patrón y el desconocido, el dependiente de más edad se atrevió a colocarse cerca del señor Guillaume y a observar cómo el joven contemplaba disimuladamente las ventanas del tercer piso. Dio dos pasos hacia la calle, levantó la cabeza y creyó advertir la presencia de la señorita Agustina Guillaume, la cual se retiró precipitadamente. Descontento de la perspicacia de su primer dependiente, el pañero le lanzó una mirada de reojo; pero de pronto los recelos recíprocos que la presencia de aquel transeúnte despertaba en el ánimo del comerciante y en el del enamorado dependiente, se calmaron. El desconocido hizo una seña a un coche de alquiler que se dirigía hacia una plaza cercana y montó en él rápidamente, afectando una engañosa indiferencia. Esta partida puso una especie de bálsamo en el corazón de los otros dependientes, bastante temerosos de volver a encontrar a la víctima de su broma.

Honoré de Balzac

La casa del gato que juega a la pelota & otras historias

La Comedia Humana (Editorial Lorenzana) - 01

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